Con la súbita irrupción de los occidentales, Japón se dio cuenta de su vulnerabilidad, en particular por el atraso de siglos de sus armas, comparadas con las que traían los forasteros. Se decidió entonces que para protegerse de los ataques de Occidente y conservar su soberanía, Japón debía convertirse en una potencia industrial y militar. A fin de lograr este objetivo era necesario enviar a «sus intelectuales más brillantes a Europa y Estados Unidos para estudiar el conocimiento necesario para conseguir la deseada modernización: medicina, ingeniería, agricultura, sistemas postales y educativos».2 Adicionalmente, se decidió atacar cualquier forma de oposición a la tendencia progresista de la nueva era Meiji.
Con la restauración del poder al emperador mediante la proclama imperial de cinco puntos (6 de abril de 1868), se ordenó un regreso a las antiguas tradiciones originarias del Japón, como el sintoísmo como religión del estado, y se le quitó poder al budismo, que en el período Tokugawa había alcanzado su máximo esplendor como religión oficial. Todo vínculo del budismo con el sintoísmo fue prohibido, muchos de los templos fueron expropiados, innumerables monjes fueron obligados a regresar a la vida laica, mientras los más jóvenes fueron reclutados a la fuerza en el nuevo ejército imperial o los enviaron de nuevo con sus familias si eran menores de edad.3
En el interior de las órdenes religiosas, incluyendo la escuela Soto Zen del budismo japonés, surgieron intelectuales (entre ellos algunos monjes) con el fin de reevaluar sus planteamientos y presentar sus ideologías de una manera que no solo no representara una amenaza para el progreso, sino que de alguna forma sirviera a su causa. Así, mucho de lo que pensamos en la actualidad sobre la tradición del budismo zen es producto de los estudios modernos realizados durante la era Meiji (1868-1912) y Taisho (1912-1926), cuando los académicos sentaron las bases para lo que se conoce como «Historia del linaje zen» (Zenshushi) en la India, China y Japón. Esta área, conocida como «Estudios Zen» (Zengaku), comenzó a utilizar métodos occidentales de crítica textual e histórica de los relatos tradicionales del linaje zen, originados en la dinastía Song en China y que habían sido transmitidos hasta entonces dentro de la escuela zen japonesa. Hubo especial fascinación por las mitificadas historias de los maestros de la dinastía T’ang (618-906), repletas de diálogos, expresiones y gestos aparentemente iconoclastas, antinómicos o sacrílegos como medios hábiles para traer a los discípulos a la comprensión. Inspirados por esta literatura y en respuesta a las exigencias políticas y sociales de la era Meiji, los historiadores japoneses concibieron la idea de que los genios espirituales de la «era dorada» del zen en la dinastía T’ang habían sido reformadores sectarios que rechazaban los modos convencionales de obtención de mérito, adoración, moralidad, meditación y estudio de sutras que caracterizaban la corriente principal del budismo de su época. Grifith Foulk, dice: «Defensores de esta postura como D.T. Suzuki (1870-1966) [autor de Zen y la cultura japonesa. Paidos-Orientalia, 1996] y Nukariya Kaiten (1867-1934) [autor de The Religion of the Samurai: A Study of Zen Philosophy and Discipline in China and Japan] tuvieron interés en forjar el zen como una forma japonesa particular de filosofía, psicología, estética o experiencia mística directa, cualquier cosa menos una religión sobrecargada de creencias no-científicas y rituales sin sentido. Ellos aseguraban que en la época dorada de los maestros zen tales como Huairang (Nangaku Ejo, 677-744) y Mazu (Baso Doitsu, 709-788), el zen había estado libre de todas las supersticiones y rituales que posteriormente fueron incluidos a partir de la dinastía Song. Tales argumentos no solo tuvieron eco entre las élites de comienzos del siglo XX en Japón, sino que resonaron entre numerosos intelectuales de Occidente e incluso en algunos de China, quienes tuvieron sus propias razones históricas y culturales para encontrarlas atractivas. No obstante, esta postura no es consistente con los registros históricos y está obviamente en contra de la realidad actual de las escuelas zen en el Japón contemporáneo. Esta falsa imagen del zen, hostil a los rituales budistas, ha persistido en Occidente hasta nuestros días».4
Para Dan Leigton: «Cuando todo el budismo japonés luchaba por recuperarse de los severos ataques que había sufrido tras la caída del régimen Tokugawa, los líderes de las tradición zen se sintieron empujados a racionalizar su fe y su práctica, disociándola de las creencias puramente populares en espíritus y karma que habían sido castigados por la élite reinante como retrógrados, supersticiosos y antagónicos con el progreso cultural y científico. Ellos se esforzaron por presentar un zen relevante a la edad moderna y promovieron el entrenamiento en los monasterios zen con su rígida estructura social, riguroso entrenamiento, como modelo digno de ser imitado en colegios, la industria y el ejército [...]».
Los estudiosos modernos imaginaron un «zen puro», relativamente libre de rituales budistas que tuvieran que ver con espíritus, capaz de satisfacer las necesidades religiosas de sus patronos laicos, como existió en la «era dorada» de la dinastía T’ang, especialmente en la escuela Hongzhou de Mazu Daoyi (en japonés Baso Doitsu, 709-788) y su discípulo Baizhang Huaihai (j. Hyakujo Ekai, 749-814), a quien se le atribuyen las primeras reglas puras para la comunidad monástica.5 «La mayoría de las historias y los registros de expresiones de maestros individuales no fueron en realidad recopiladas, sino hasta comienzos de la dinastía Song (960-1278), lo cual ha llevado a muchos estudiosos contemporáneos a cuestionar su veracidad histórica. Sin embargo, dada la fuerte cultura monástica de memorización y transmisión oral, no podemos decir en definitiva si estas historias son fiables o no, históricamente. Pero sin duda han sido herramientas útiles para comprender la verdad del despertar y el desarrollo espiritual de las generaciones de monjes y buscadores a través del último milenio.»6
Como lo mencioné, D.T. Suzuki fue uno de los más significativos e influyentes representantes de estos intelectuales que consideraban que el zen estaba «enfáticamente en contra de todos los convencionalismos religiosos»7 y que llegó incluso a considerar que los rituales eran «excrecencias» añadidas desde fuera. Posturas como las de Suzuki y George Swanson, quien aseguraba que «un maestro zen no lee sutras, no realiza ceremonias, no adora imágenes, y lleva a cabo la instrucción a su pupilo no mediante largos sermones, sino con indirectas e indicaciones»,8 tuvieron una fuerte influencia sobre propagadores del zen en Occidente, como Christmas Humphreys (1901-1983), Alan Watts (1915-1973) y Philip Kapleau (1912-2004). Inspirados en una búsqueda espiritual, algunos contemporáneos de Kapleau, los poetas de la generación beat, entre los que se encontraban Jack Kerouac, Allen Ginsberg, Phillipe Wallen y Gary Snyder, fueron inspirados por las mismas fuentes. Muchos de ellos «vieron en el zen, así planteado, el ideal de una espiritualidad racional para una vida de hedonismo y rebelión contra las convenciones sociales».9
Como recuerda Foulk, los intelectuales de las escuelas zen de principios del siglo XX en Japón, en su afán de justificar la continuidad de la tradición, «sostuvieron que la práctica de la meditación era algo que los hombres de negocios, los militares y los líderes políticos podían usar para desarrollar el carácter y ganar fuerza para la gran labor de la construcción de la nación. Recordando que los regentes samuráis habían patrocinado el zen durante el período Kamakura, impulsaron la idea de que la tradicional «vía del guerrero» (bushido) estaba íntimamente conectada con el espíritu del zen, yendo tan lejos como para promover la práctica del zen como un medio para preparar a los soldados para sacrificarse por el más grande beneficio del emperador y del estado. En su polémico libro Zen at War, Brian Victoria muestra cómo incluso algunos maestros e intelectuales zen, adherentes al neonacionalismo japonés, llegaron a involucrarse activamente en actividades bélicas y a promover la participación en la guerra para apoyar al estado. Un ejemplo de esto es la afirmación de D.T. Suzuki: «La religión debe sobre todo buscar preservar la existencia del estado, apoyando su historia y los sentimientos de su gente» seguido de la afirmación de que los chinos eran unos «revoltosos paganos» que debían ser