Posiciones así han perdido toda vigencia con la actualidad de un arte que, sin distinguir lo recto de lo curvo, el cielo mental lúcido del más nublado o la conciencia de su trasfondo irracional, echa raíces que descubren inesperadas honduras donde se alimentan libres de un terreno tan vario como lejano. ¿Que el artista opera sin pensar? Bien. ¿Que cavila una y mil veces tratando de formarse una imagen mental acerca de lo que va a hacer? También. Lo que importa es el resultado y sus efectos, incluso el ahogo por la inadvertencia que acompaña la candidez.
No hay más remedio. Nada nos exime de saber que lógica, verdad y valor estético no son conceptos intercambiables ni susceptibles de comparación.
¿Cómo entender entonces lo que significa el título? Su primer enunciado, El pensamiento visible, requiere que vayamos en la dirección opuesta a la mostrada hasta aquí, me refiero a la que cree en una carga intelectual en función de imagen para la mirada. Que tenga razón Arnheim no quiere decir que tenga toda la razón. Al contrario que en la publicidad, en el arte una imagen visual no siempre es un decir, o querer-decir, que se ha hecho efectivo mediante un dar-que-ver. Es verdad que una imagen artística en la historia del arte suele poseer un contenido narrativo (la tradicional storia) que el receptor se apropia haciéndose cargo visual de un querer-decir contenido en ella, sea una Maiestas Domini, una vanitas barroca o Las Meninas de Velázquez. Pero dicho contenido no justifica por sí solo que ninguna de esas obras sean en efecto «arte» y no otra cosa. Porque el valor estético en el arte no depende de un designio documental o informante. ¿A qué responde el innegable valor estético del Pantocrátor de Taüll o de Las Meninas?; ¿a la carga documental que llevan consigo dichas obras? No; su carga documental contribuye al valor que nos ocupa, pero ni siquiera es concluyente. Porque la primera función de una obra de arte es atraer la mirada solicitando del receptor una actividad intelectual que le dé pie haciendo visible un pensamiento que no la precedía.
Entonces sí, lo decisivo en dicha solicitud es un signo, o constelación de signos, que, irreductible a una definición, se limita a decir, para quien pueda oírlo, «aquí hay arte».
He nombrado Las Meninas y no ha sido por casualidad. La imposible correspondencia de la razón lingüística con la imagen creativa la exponía Michel Foucault en su reflexión acerca de la obra velazqueña. Se dirá de tantas maneras como se quiera, pero hablar de la irreductibilidad de la imagen al lenguaje pone el problema en claro, porque «ya podemos decir lo que estamos viendo, lo que vemos nunca se ajusta a lo que decimos» (1966: 25). Y si la intención de Foucault pareciera otra a juzgar por el orden seguido en su argumentación, en las páginas que dedica a Las Meninas no llega a la conclusión a la que aludo después de inspeccionar el cuadro, sino a la inversa. Porque, siendo objetivo de su reflexión ese desajuste que nos ocupa dejando para Las Meninas la tarea de ejemplificar, es fácil advertir que la intención de Foucault es inspeccionar la pintura velazqueña para dar verosimilitud a su afirmación acerca de la impenetrabilidad de la imagen visual por parte del lenguaje natural.
Está claro, pues, que en una obra artística el valor estético es algo distinto al valor documental (o de conocimiento) que podamos encontrar en ella[4]. Aquel primero nunca emerge –y lo hace en raras ocasiones– de un contenido procedente de un parto intelectual previo. Procederá de ahí si se quiere, pero lo que en una obra hay de documental nunca será para ella una razón principal, quiero decir una prueba de su valor estético. La intención consciente de un artista de exponer esto o aquello (la mujer desnuda de Manet en pleno campo o la habitación de Van Gogh) no es más que una porción –con frecuencia mínima– de lo que es posible detectar en la intencionalidad creadora[5].
Nuestra imaginación es la que acude a la obra, cuya principal función es estimularla en la recepción sin satisfacerla por completo.
¿Cómo vamos a entender, si no, la tan conocida interpretación de Heidegger en «El origen de la obra de arte» (Holzwege), el ensayo relativo a una de las pinturas de Van Gogh en la que vemos un par de zapatos usados? ¿Aceptaremos que el autor dio en el blanco con sus aseveraciones? No, si por «dar en el blanco» entendemos acertar con lo que Van Gogh quiso expresar o hacer comunicándolo a un eventual perceptor. Pero lo cierto es que la pintura se hace acreedora de un claro valor estético, entre otros motivos porque sirvió a Heidegger de asidero para desplegar su imaginación y hacer con lo que veía, o creía ver, un fragmento literario tan sugestivo como indemostrable. Lo de menos es que su interpretación no fuera la más precisa (escribo «precisa» para quienes creen que la glosa acerca de una pintura debe ser fiel a su objeto).
Aquí lo importante es que la representación de un par de zapatos viejos le diera a su intérprete, Heidegger, la ocasión de aferrarse a ellos para exponer sus propias ideas acerca de lo representado como obra de arte. Eso, aunque luego Schapiro opinara de un modo opuesto al de Heidegger en cuanto a la atribución, dando entrada con ello a Derrida (1978a: 295 s.), quien a su vez incluso duda acerca de que aquello sea «un par» llegando a preguntarse si es un par en realidad o dos zapatos de un mismo pie.
¿A qué se refiere, pues, El pensamiento visible? A que el «dar que ver» en el arte es ya, en este mismo acto, un «dar que pensar» que, careciendo de un horizonte al que dirigirse, no concluye ni nos cansa. Porque ese pensar, fundado en la experiencia sensible que lo alimenta, no requiere conclusión alguna. Reconozcamos, pues, la razón de Heidegger y la de Schapiro, con el añadido de Derrida, que prosigue por su propia cuenta, y, de una manera marginal, el problema de pensar un cuadro teniendo por objeto lo pensado por quienes le han precedido acerca de lo que se representa en él y nada más. Por buen camino iba Home of Kames, siglos atrás, al observar que lo mejor de una obra de arte que nos ha acompañado toda una vida tal vez resida en que, al llegar a la vejez, su compañía sigue siendo benéfica y deseable. Ante la opinión del Kreisler imaginado por Hoffmann, para quien el interés de un cuadro «no dura» una vez visto, lord Kames siente que lo bueno de una pintura es que le acompaña a uno hasta la vejez sin dejar de interesar. ¿A qué compañía se refiere? A la que entraña su inagotable validez estética[6].
Pues bien, el valor estético de una obra de arte se desprende de esta persistencia derivada de una refractariedad al lenguaje que busca su «razón», una tenacidad que la mantiene ajena a cualquier definición certera.
Es claro que, en esta perspectiva, la interpretación heideggeriana del cuadro de Van Gogh es más o menos plausible, y de todo derecho. Digo más o menos porque es el artista con sus zapatos pintados quien da cierto espesor a lo que su intérprete opina de él. Cuando el arte se ocupa de representar entidades del mundo que podemos reconocer –sean los zapatos o un ciprés de Van Gogh, un «esclavo» de Miguel Ángel o la montaña Sainte-Victoire de Cézanne–, no es porque esa función referencial satisfaga en su totalidad el cometido artístico de la obra. Al contrario, el arte expone, expresa por medio de lo que representa, un contenido emotivo-sentimental indecible razonablemente (v. gr., un desasosiego emocional) o un contenido conceptual que, aun siendo decible y, por consiguiente, comunicable (v. gr., la pobreza, el interés por la Naturaleza,