También las demás parejas van a reclamar nuestra atención. Y aunque la expresión-estilo y el ver-pensar son la principal razón de este libro, al tiempo que responsables de las demás, la primera en entrar a escena tendrá una atención más cuidada, en particular porque sus contenidos, debido al uso que hace de ella la literatura relativa al arte, suelen confundirse entre sí.
En primer lugar, El pensamiento visible tiene el «arte» como objetivo principal, pero ni fluye por un camino discursivo ajeno a curvas y desniveles, ni pasa en todo momento por alguno de los territorios más predecibles concernientes al Arte. O se dirige a alguna zona de creación extrema que más de uno juzgará anexa, cuando no importuna para lo que «debería ser» el arte y el pensamiento que a su juicio lo tiene por objeto, o penetrará en un Arte avalado por la Historia con medios especulativos imprevistos. Sea el incontinente amor del artista chino Zhu Jinshi, el primer caso de los que pueblan este libro, por una materia pictórica con la que apremia la mirada anulando extensas superficies, o la obstinación de Cézanne con la «verdad» en la pintura, o la angustia y la soledad junto al sentimiento de culpabilidad de Van Gogh frente a su hermano Theo. Sea el sentimiento poético de un «sinvivir» por parte de Miguel Ángel Buonarroti antes de saltar al trato que Teresa Margolles dispensa al horror cotidiano prodigado por el crimen y examinar el trastorno psíquico de Marco Decorpeliada, un sujeto estimulado mediante un arte cuyo objetivo es un «sí mismo» conflictivo aliado a la pitanza congelada, una alimentación que le mantiene en pie para la muerte. Casos ejemplares todos ellos, no únicos. Y si los someto a reflexión en un contexto de mayor vuelo teórico centrado en la expresión y el estilo, no es tanto por la excepcional singularidad de cada una de sus producciones cuanto por el interés de sus respectivas individualidades en el proceso vital al que deben su existencia relativa al arte.
No se trata de proceder al análisis con la intención de revelar alguna esencia que, oculta en dichas obras, sería tan veraz como indispensable con respecto a algún significado que podría justificarlas. Al contrario, lo que haya aquí de análisis irá pegado a la interpretación sin el menor deseo de darse como modelo. Entre otras razones, porque antes que ir a un cierto número de formas artísticas que convendría descifrar, buscaremos quién está detrás de cada una de ellas, qué personalidad con su proceder, aspiraciones y angustias, creencias y convencimientos, aciertos y desconciertos, ha dejado unas formas-signo que la significan.
¿Por qué quienes creen saber qué es y cómo es el arte anteponen a sus juicios un «deber ser», tanto para el propio arte como para lo que filosóficamente le concierne, agregando acto seguido que sólo en la observancia de dicho deber se halla la experiencia de una auténtica libertad? ¿Será para ellos el arte un modelo de libertad vigilada, o su actitud emana de una resistencia a desatender criterios heredados, juicios de rutina por el temor a adentrarse en alguna zona sin caminos ni señales? Porque rechazar viejos criterios, desafiar el hábito o sortear rutinas sin más cuidados puede llegar a ser intolerable. Será un encontrarse a solas consigo mismo entre las cosas de cada día pero impensadas aún, y, por consiguiente, en un vacío sin palabras. Un abismo. ¿Qué hacer en semejante situación? Lo más sensato será lo que sugiere Worringer con una recomendación que doy por válida a causa de su lucidez. Frente al sentimiento de soledad y falta de recursos al enfrentarse con lo imprevisto, «no hay otros conocimientos que la adivinación, no hay más certeza que la intuición». Para concluir con la exclamación: «¡Qué pobre y mediocre sería toda investigación histórica sin el gran aliento de la adivinación!» (1953: 129).
Nada más cierto; sea histórica o no, toda especulación intelectual requiere una inclinación al riesgo que lleve a una intuición para la conjetura. Que nadie crea que esas palabras puedan inducir a quien trata aquí del proceder del artista, de su comportamiento con el arte antes que del propio arte, a tomar un camino oracular para el pensamiento y el discurso que lo acompaña. Será mejor pensar que tanto la intuición como la «adivinación» que pide Worringer confluyen en otros dos factores de primera necesidad. Me refiero a la imaginación, imprescindible siempre y en todos los casos, junto al sentido de la aventura intelectual. Así habremos asociado el acto visual con la imaginación, y el pensamiento con la aventura[1].
Formular preguntas no exige dar respuestas, de modo que dejo las formuladas en este punto para seguir la vía anunciada al comenzar. Con una ligera salvedad. Me complacería que este ensayo fuera una muestra digna de lo que, inspirado en Montaigne, escribió Tomás Carreras i Artau acerca del género literario que aquél había inventado: «El ensayista da más de lo que anuncia. No siempre lo da directamente, pero sí en la forma indirecta de incesante y múltiple sugestión. El ensayista insinúa media palabra, la cual es recogida y fecundada por el lector inteligente»[2].
Si a la imaginación y la aventura intelectual que reclamo ahora le añadimos la sugerencia, tendremos gran parte de los avíos con los que avanzar por el bosque de los conceptos apuntados y sus eventuales derivaciones.
2
Llegados aquí, y con respecto al ver-saber, es necesario insistir señalando la improcedencia de interpretar al pie de la letra un título inocente en apariencia como El pensamiento visible. Darle un sentido literal, aun siendo previsible, equivaldría a detectar el origen de lo visible artístico en alguna especulación por parte de su autor, daría por buena la existencia de eventos mentales en su devenir visual por medio de una forma organizada. Quiero decir que, en una imagen visible de valor estético, el receptor concebiría el revelarse de algún avatar de orden intelectual en el que poder captar un contenido semántico despejado y justificador de dicha imagen en su efectividad. Apunto, por supuesto, al valor cognitivo. Y en este caso la inferencia que podríamos hacer sería del siguiente cariz: «El pensamiento está primero y el trazar viene después; luego, el pensar del artista cobra vida en cada trazo que compone la imagen referencialmente reconocible». Sí, ¿por qué no? Pero, ¿y si la referencialidad falta? ¿Y si nos enfrentamos a una pintura radicalmente abstracta, un Kandinsky pongamos por caso? Surgirá inevitable la pregunta: ¿qué significa (o representa) esto? Interrogantes así siempre van acompañados de la esperanza de ver una obra artística significando alguna cosa para que la razón se tranquilice por medio de una referencialidad basada en la analogía (v. gr., «esto es la representación de un árbol, luego significa este árbol»). Ésta es una de las confusiones ya previstas unas líneas más arriba mediante la pareja representar-significar. ¿Qué provecho encontraremos en esta perspectiva? El falso de ver en la obra de arte un artefacto transmisible al lenguaje natural con la mayor fidelidad.
Pues bien, identificar lo representado con lo significado (caballo, árbol o montaña) es un error demasiado usual como para discutirlo largamente. Más adelante lo expondré de otro modo. Por ahora, basta con indicar que el punto de vista al que me opongo decididamente es tan claro como defectuoso. ¿Por qué? Porque da por hecho que lo pensado con sensatez, dese como se dé –imagen visual de preferencia–, al cabo se vierte en el lenguaje debidamente. Insisto, ¿por qué? Porque el lenguaje es el cobijo natural de una razón despótica que, según parece, debe estar en todas partes so pena de dejarnos extraviados en un mundo sin referencias ni puntos de apoyo. Algo de esto manifestaba Heidegger al enlazar una educación en la razón lógica, un intelecto calculador y el orgullo como su consecuencia. ¿No conlleva eso la creencia según la cual todo debe plegarse a la razón? Cuando el intelecto calculador dirige su mirada a la razón, y nada más que a ella, se arriesga a caer «en la profundidad de un abismo». La pregunta que ahí se hace Heidegger es oportuna: «¿Consiste este abismo sólo en que la razón descansa en el habla, o sería incluso el habla misma el abismo?» (1987: 12-13; la cursiva es mía.)
Insistir en este punto más concreto no puede ser inútil, de modo que reclamaremos la ayuda de Johannes Kreisler, narrador de Kreisleriana y doble literario de E. T. A. Hoffmann, su autor. En el relato, cuyo título es derivación de su propio nombre, el personaje Kreisler se erige en modelo, diría casi en negativo, de lo que expongo en su manifestarse partidario de un arte –la música en particular– al que atribuye