De la periferia acaso no haya que hablar tampoco como territorio; quizá sí como terreno. La periferia no detenta un término sobre el que se imponga una jurisdicción, no implica tampoco un orden marcado o una estructuración. La periferia es más bien un terreno en que se producen eventos, un plano inestable donde tienen lugar temporales acuerdos y desacuerdos entre poblaciones y espacios. Hablar de periferia por esencia implica conversar de movimientos; en la periferia no es viable permanecer quieto, porque ésta nunca es suficiente. Las periferias son terrenos que, por su propia insuficiencia o escasez, fuerzan siempre a desplazarse a otro lugar, a la búsqueda de lo imprescindible o lo necesario. Presenciar una periferia, por eso, es asistir a una multiplicación de los desplazamientos, a un ir y venir constante aunque discreto, a la proliferación de lo que hemos llamado las micromovilidades.
En ese sentido, la periferia exige también una forma de repensar la relación entre las identidades y el espacio. Lejos estamos de los cuadros bucólicos que se presentan desde toda la semántica del lugar. La periferia no es un lugar, porque en ella son difíciles los arraigos, los compromisos íntimos y estables entre las formas de vida y las cualidades de un espacio. Sin embargo, tampoco es un “no lugar”, un plano inasible e inapropiable donde el sujeto esté condenado a vagar sin rumbo y fuera de todo sentido vital. Las periferias imponen otra forma de pensar los procesos de apropiación de los espacios, formas que se desarrollan no en la verticalidad del echar raíces, sino en la horizontalidad de todos aquellos pequeños desplazamientos que componían las micromovilidades. Las identidades y los proyectos de vida que se consiguen construir sobre la periferia, se articulan desde ese constante ir y venir, desde una búsqueda tan animosa como trágica de otros retazos socioespaciales que ayuden a componer el sí mismo.
Este libro lo he redactado también desde una sospecha, acaso desde una hipótesis que nos resistimos a aceptar. Si le he dado la importancia a este tipo de escenario, y he ubicado en él a las clases populares, la inquietud consiste en saber si no vamos todos camino de esa periferia, y si no somos o seremos todos nosotros, conservando las diferencias, clases populares. La hipótesis es si este orden económico que vivimos no será un mecanismo para producirnos como periferia, y todos, de alguna forma, no estemos ya instalados en esos ires y venires entre los intersticios. Quizá nos resistamos a la hipótesis, porque, de lo contrario, tendríamos que pensar ya sin las certidumbres pasadas; pensar sin un centro, sin planes de desarrollo, sin ciudadanías, sin derechos sociales.
La investigación que ha sido soporte de este libro se desarrolló gracias a la financiación del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt), de México, a través de dos de sus programas: la Convocatoria de Consolidación Institucional de Grupos de Investigación en el año 2013, y la Convocatoria de Ciencia Básica en el año 2014. Esta investigación se ha realizado en el municipio de El Salto, que en las dos últimas décadas se ha conurbado con el Área Metropolitana de Guadalajara. El trabajo de campo lo realicé entre los meses de octubre de 2013 y mayo de 2015, y ha consistido en una gran diversidad de técnicas de investigación: explotación de bases estadísticas de datos, entrevistas en profundidad con población local, observación participante en las principales localidades de El Salto, y realización de una encuesta de movilidad en los municipios del sur del Área Metropolitana de Guadalajara.
Este libro se ha construido de manera progresiva, desde los orígenes lejanos de mi interés por las identidades y el espacio, pero también desde mi agrado presente por las movilidades urbanas. Como todas las cosas buenas de la vida, es fruto de un buen golpe de suerte que ayudó a alinear múltiples circunstancias preexistentes: mi entrada al Centro Universitario de Tonalá, de la Universidad de Guadalajara, que me dio la estabilidad necesaria para proponerme un programa de investigación de largo plazo; mi participación como coordinador de la Maestría en Movilidad Urbana, que me ayudó a repensar la relación de las identidades fuera de la lógica de los arraigos y los lugares; la consecución de varias convocatorias de Conacyt, en especial del programa de Ciencia Básica, que me proveyeron de los recursos y la financiación precisa; y la consolidación de un equipo de investigación, con colegas como el doctor Rodolfo Aceves y la maestra Carmen Martín, que se convirtió en un ambiente propicio y enriquecedor. A todos estos eventos y personas les doy mi agradecimiento.
Capítulo 1
Las identidades, los arraigos y la movilidad
La identidad como arraigo y las amenazas de las movilidades
¿De qué manera podemos pensar que la movilidad es un elemento consustancial a la formación y la aparición de las identidades? Ésa es la pregunta que me ha guiado durante los últimos tres años de lecturas y que ha dirigido mis investigaciones sobre los fenómenos de la movilidad en el sur del Área Metropolitana de Guadalajara. ¿En qué punto se hacía consustancial para la definición de los caracteres e identidades de los sujetos y espacios estudiados, y de los fenómenos de movilidad que pude registrar? Ésta es una interrogante esencial, que requiere un pequeño alto para introducirnos por el camino de las discusiones sobre las identidades y el espacio, y que permitirá poner en mayor claridad la serie de fenómenos que se presentaban en el transcurso de la investigación.
Dado que la literatura sobre las identidades es incalculable, pasaré por detrás de todas aquellas propuestas que las derivan de fuentes intersubjetivas o narrativas y que considero de poca utilidad para los fines que me propongo. El lector podrá encontrar una magnífica aproximación al primer tipo en los postulados pioneros de George Herbert Mead (1973) sobre la aparición del “self” desde los elementos reflejos de identificación con los otros o desde la implicación en el juego, o en la más reciente pero igualmente canónica propuesta de Berger y Luckmann (1998) sobre la vinculación de la conciencia y la historia del sí en el seno de la conciencia y la historia compartida. También, las reflexiones de Paul Ricoeur (2000) sobre el papel de la trama en la organización de la identidad, o las de Charles Taylor (2001) en torno a la formación de la identidad desde patrones morales compartidos, son fuentes imprescindibles de la vertiente narrativista. La razón por la que omito esta serie de referencias estriba en el exiguo o nulo papel que le otorgan al espacio en la conformación de las identidades. En estos intentos explicativos, pero de igual forma en otros que se organizan desde el giro lingüístico, se echa de menos una versión realista1 que sitúe las interacciones, las narraciones, los discursos o los símbolos en un contexto material cualificado.
Para fundamentar este rechazo, no hay más que recuperar la argumentación de Bruno Latour (1991: 24-27) sobre las dificultades que han caracterizado al proyecto moderno de ciencias sociales, escindidas en un mundo exterior de objetos, regido por leyes físicas, y un mundo interior de intersubjetividades, regido por significados. En este sentido, la propuesta posthumanista de Latour implica reunir nuevamente a estos polos que estaban separados, de forma que se pueda comprender la emergencia de las identidades desde su asociación con un mundo igualmente emergente de objetos, naturalezas, arquitecturas, tecnologías y humanos (Latour, 2001: 156). En otra parte (Calonge Reillo, 2013: 28-42) he delineado las características básicas de esta concepción realista de las identidades y no es mi intención recuperar o matizar esta discusión.
El comienzo de la discusión debe realizarse en el concepto de lugar, verdadero elemento que ha vertebrado todos los esfuerzos realizados desde la geografía humana por vincular los aspectos espaciales y los identitarios. El lugar ha sido la versión ineludible para entender cómo los sujetos y los grupos sociales conforman sus identidades desde su apego y desde su arraigo a muy concretos y particulares espacios. Así, el lugar ha servido para delimitar, pero también para restringir, las posibilidades