–Suena maravilloso –reconoció Georgia–. Pero, ¿serás capaz de prepararlo? –le preguntó traviesa.
Sebastian puso los ojos en blanco.
–No tientes a la suerte o terminarás cenando una lata de judías –le advirtió–. Si quieres puedes ayudarme poniendo la mesa. Los cubiertos están en ese cajón.
Sebastian se puso a cortar la verdura y ella se lo quedó mirando. Observó cada matiz de su cuerpo, buscando los cambios que se hubieran producido en aquellos nueve años. Entonces solo tenía veintiún años, casi veintidós. Ahora era un hombre de treinta y un años en la flor de la vida. Los hombros parecían más anchos bajo la camisa de algodón, más sólidos y musculosos, y estaba más alto.
–Voilà –exclamó él mostrándole el plato cuando terminó de cocinar–. Pruébalo.
Georgia metió el tenedor. Estaba tan delicioso como parecía y olía
–Mm –murmuró.
–¿Lo ves? No tienes fe en mí. Nunca la has tenido.
Georgia sacudió la cabeza.
–Siempre he tenido fe en ti. Siempre supe que tendrías éxito, y así ha sido.
Sebastian se encogió de hombros. Una cosa era el éxito y otra la felicidad. Eso seguía escapándosele debido a la incesante búsqueda de su identidad, de su «yo» primero. Eso le había llevado a perder a Georgia y todo lo relacionado con ella. Cosas que luego ella tuvo con otro hombre. Pero no quería pensar en ello. Así que cambió de tema.
–Josh parece un buen niño. No sabía que tuvieras un hijo.
Ella lo miró a los ojos con el tenedor a medio camino de la boca.
–¿Cómo ibas a estar al tanto si no sabías nada de mí?
–Touché –murmuró Sebastian–. Siento mucho lo de tu marido. Debió ser duro para ti. ¿Qué pasó?
Georgia dejó el tenedor sobre la mesa.
–Sufrió un ataque al corazón en el trabajo y murió en su despacho.
Sebastian se estremeció.
–Vaya. ¿No era muy joven para algo así?
–Tenía treinta y un años. Acabábamos de mudarnos y de ampliar la hipoteca, así que las cosas están un poco difíciles ahora para mí. Tengo que trabajar a tiempo completo y no puedo vender la casa.
Sebastian se pasó la mano por el pelo.
–Vaya, eso es duro. Lo siento.
–Sí, yo también, pero no hay nada que pueda hacer al respecto.
Sebastian frunció el ceño y giró lentamente el vaso de vino entre los dedos.
–¿Y qué haces con Josh mientras estás trabajando?
–Lo tengo conmigo. Trabajo en casa, sobre todo por la noche. Va a la guardería tres mañanas a la semana para que pueda trabajar más.
Sebastian le rellenó el vaso y se reclinó en la silla escudriñándole el rostro.
–¿En qué trabajas?
–Soy secretaria virtual –Georgia sonrió–. Mi jefe es muy comprensivo, pero no niego que es difícil.
–Me lo imagino –Sebastian pensó en cómo se las arreglaría si Tash no estuviera en la misma oficina que él.
–¿Cuánto tiempo tenía Josh cuando su padre murió?
–Dos meses.
Sebastian sintió náuseas.
–No tendrá ningún recuerdo de él –murmuró–. Es una lástima.
–Sí, lo es. Pero le hablo mucho de él, y también están sus abuelos. Los padres de David viven en Cambridge. No permitiré que viva en una burbuja.
Sebastian sintió cómo se le aliviaba algo de tensión, pero entonces llegó la tristeza. Él no había crecido en una burbuja, pero había vivido una mentira sin saberlo hasta los dieciocho años. Entonces se abrió un vacío, un agujero donde antes hubo certeza. Y desde entonces nada volvió a ser lo mismo.
–Oye, no pasa nada –dijo entonces Georgia al ver su cara de angustia–. Nos va bien. La vida sigue.
–¿David y tú erais felices?
En un principio Georgia no contestó, y tras unos instantes, Sebastian alzó la vista y la miró a los ojos.
–Era un buen hombre –dijo ella finalmente–. Vivíamos en una casa bonita y teníamos unos amigos encantadores. Estaba bien.
¿Bien? ¿Qué quería decir eso? Aquello sonaba muy frío.
–¿Y lo amabas?
Los ojos de Sebastian adquirieron una expresión neutra.
–Creo que eso no es asunto tuyo –murmuró dejando el tenedor en la mesa.
–Me lo tomo como un «no», entonces –insistió él porque le molestaba lo de Josh, le molestaba que hubiera estado jugando a la familia feliz con otro mientras él estaba solo.
–Tómatelo como quieras, Sebastian. Como te he dicho, no es asunto tuyo. Si no te importa, me voy a ir a acostar.
–¿Y si me importa?
Georgia se levantó y lo miró con gesto inexpresivo.
–Lo haré de todas formas. Gracias por la cena y por tu hospitalidad –dijo con educación–. Te veré mañana.
Sebastian la vio marcharse y maldijo entre dientes mientras dejaba caer la cabeza entre las manos. ¿Por qué no había mantenido la boca cerrada? Enfadarse con ella no cambiaría nada, como tampoco lo cambió nueve años atrás.
Iba a agarrar la botella de vino cuando se encendieron las luces del monitor y escuchó un sonido que podría haber sido un suspiro, un sollozo o ambas cosas.
–¿Qué le importa a él, Josh? No es asunto suyo si he sido feliz con otro hombre. Al final él no fue capaz de hacerme feliz, ¿verdad? Podría haberlo hecho, pero no le importó nada.
Sebastian cerró un instante los ojos, agarró el intercomunicador de bebés y subió las escaleras. Llamó suavemente a la puerta y se lo ofreció a Georgia cuando lo abrió.
–Ah, gracias.
–De nada. Y por cierto, sí que me importaba. Nunca ha dejado de importarme.
Georgia tragó saliva. En su rostro se notó que se había dado cuenta de que lo había oído todo. Se sonrojó, pero no apartó la vista, sino que le retó de nuevo en voz baja para no perturbar el sueño del niño.
–Pero no te importó lo suficiente como para cambiar por mí, ¿verdad? Ni siquiera quisiste hablar de ello. No intentaste explicarme por qué ya no tenías tiempo para mí.
No. No se lo había explicado. Seguía sin poder hacerlo.
–No podía cambiar –dijo desesperado–. No era posible. Tuve que hacer lo que tuve que hacer para triunfar, y eso no podría haberlo cambiado, ni siquiera por ti.
–No, Sebastian, sí podrías haberlo hecho. Pero no quisiste –dio un paso atrás y le cerró despacio la puerta en la cara.
Sebastian se quedó mirando la puerta fijamente.
¿Tenía razón Georgia? ¿Podría haber cambiado el modo en que hizo las cosas, facilitárselas a ella?
En realidad no. No sin renunciar a todo por lo que había luchado, a su intento de averiguar quién era realmente, bajo todas aquellas capas que había ido adquiriendo