–Sí, abuela, sé que la vida te atemperó las emociones.
–Solo hay algo que mi corazón jamás logró resolver. Sigo con esa herida abierta. Nunca supe quién fue mi padre. Mi madre siempre me decía que él me conocía, que me amaba y que me dejaría la mejor herencia que un padre puede dejarle a una hija. Pero nunca llegó a decirme quién era ni dónde estaba esa herencia. O quizás fue mi imaginación la que, por alguna razón, fabricó ese recuerdo.
Raquel escuchaba atenta el triste relato de su abuela, conmovida por su resignado dolor, a tan avanzada edad.
–Cuando era joven, el dueño de la Librería Francesa, donde yo trabajaba, me contó una parte de la historia de Marcela y Elisa. Me quedé con la impresión de que él sabía quién era mi padre, pero murió sin decírmelo. Por eso, ni bien pude, indagué entre las comunidades gallega y portuguesa que ya estaban en Buenos Aires a su llegada, pero nadie me dijo nada concreto y hasta evitaban hablar del tema.
–¿Y hubieras querido conocer a tu padre, abuela?
–Después de la trágica muerte de mi madre, era lo que más deseaba en la vida. Si fuese más joven, regresaría al lugar donde me concibió y donde nací, hasta descubrir ese misterio que nunca me permitió sentirme totalmente completa. Cuando era niña,
me decían la Incógnita. Y ese mote me duró muchos años. No te imaginás lo que pasé en esa época. Y cómo me tuve que resignar a ese estigma, que me hacía ver como si estuviera incompleta. Después, cuando me dediqué al espectáculo, tengo que confesar que el apodo incluso me favoreció.
Una adolescente Raquel abrazó a la abuela y, con inocencia, le susurró al oído.
–No te preocupes, yo soy joven y puedo hacerlo por vos.
Cleide sonrió y la abrazó con benevolencia.
–Sé que lo harías por mí. Sos mi orgullo. Pero ya pasó demasiado tiempo, y aunque lo lograras, yo ya no estaría viva para saberlo.
Raquel la miró desconcertada.
–Pero incluso siendo así, si lo descubrís, vas a donde esté y me lo contás todo –concluyó la abuela con una sonrisa.
Con el tiempo, el episodio desapareció de su memoria, igual que otras tantas historias y hechos de su infancia. Cleide nunca más volvió a tocar el tema y Raquel lo olvidó, hasta la aparición de aquel hombre portugués.
Su corazón latía sin ritmo ni compás. Márcio la observaba . Íntimamente había esperado una reacción como esa. Aunque no sabía con exactitud lo que Raquel conocía sobre el pasado familiar, sin duda algún dato le habría llegado.
–¿Y qué información tan urgente tiene para contarme usted? Mi abuela murió. Y aquí no tengo más familiares.
–Lo sé. Para encontrarla tuve que investigar bastante. Pero, por favor, no me diga de usted. Márcio está bien.
–Y a mí puede decirme Raquel.
–Entonces será más fácil si nos tuteamos, ya que tenemos casi la misma edad.
Raquel iba a responderle que sí, cuando sonó su teléfono. Le echó un vistazo. Era Marcelo.
–Perdón, ¿no molesta si atiendo? Es mi novio.
Se levantó y regresó recién un cuarto de hora después, con el rostro desencajado. Ni siquiera haber pasado por el toilette para arreglarse el maquillaje evitó que Márcio sospechara que había estado llorando. Y tenía razón. Marcelo la había llamado para darle más detalles sobre el viaje a los Estados Unidos, pero al descubrir que Raquel no estaba en la librería y que ni siquiera se había reunido con Carmela para ponerla al tanto de la propuesta de trabajo y del casamiento, se puso furioso. Y la furia se transformó en gritos cuando ella le dijo que estaba en un hotel con un desconocido. Una vez más, los celos le turbaron el pensamiento y la amenazó con terminar la relación si no regresaba de inmediato al trabajo y no le pasaba el teléfono a ese desconocido, para que le explicara sus verdaderas intenciones para con su novia. Recién bajó el tono cuando percibió que ella estaba sollozando del otro lado de la línea y le decía: “¡Sos una bestia, un insensible! Nunca hay que arrinconar al otro contra la pared, sin darle escapatoria, especialmente a quien se quiere. Sos impulsivo, celoso, injusto y repugnante”. Cortó el teléfono y se fue al toilette para tratar de arreglarse.
–¡Disculpame! Sigamos… soy toda oídos. Ah, y podemos tutearnos, desde luego. Aquí es lo más normal –siguió, todavía aturdida.
De nuevo, él se sintió electrizado por la voz de la muchacha.
–Gracias, Raquel. Lo que te voy a contar te puede parecer raro, pero te pido que me escuches hasta que termine.
Ella, ya más animada, esbozó una sonrisa, y se acomodó para escuchar. El joven le generaba una extraña sensación de complicidad, que le producía un efecto ambiguo, por momentos, la tranquilizaba y en otros, le provocaba desasosiego.
–Tu abuela nació en mi ciudad, en Oporto, en 1902.
–Sí, eso lo sé.
–Sucede que mi abuelo murió hace alrededor de seis meses, en circunstancias muy oscuras.
–¿Tu abuelo conoció a mi abuela?
Cuando Márcio iba a responder, el teléfono celular de Raquel volvió a sonar. Ella miró la pantalla. Marcelo le pedía que lo llamara urgente. Se mordió los labios y le hizo una seña a Márcio para que continuara.
–No, no se conocieron. Mi abuelo falleció a los ochenta y un años, por consiguiente nació en 1928. A esa altura, tu abuela ya tenía veintiséis años. Y él nunca vino a Buenos Aires.
–Entiendo.
–Mi abuelo era un conocido periodista que, luego de una extensa carrera, escribía sobre curiosidades y lugares de la ciudad de Oporto en el Jornal de Notícias, uno de los diarios más leídos de Portugal. Escribía especialmente sobre historias del pasado. Por eso, solía frecuentar las librerías de viejo, donde recolectaba todo tipo de informaciones.
El teléfono celular de Raquel parecía haber adquirido vida propia y no paraba de sonar, con mensajes y llamadas. Márcio la veía mirar, hacer gestos, responder con mensajes cortos, hasta que, con los ojos enrojecidos, le pidió disculpas por las interrupciones permanentes y desconectó el aparato. Marcelo iba y venía entre pedidos de disculpas, nuevas amenazas e insistentes súplicas para que atendiera o le devolviese la llamada, pero Raquel ya estaba atrapada por la historia que escuchaba, y a la que quería dedicarle toda su atención.
–¿Por qué dijiste que tu abuelo tuvo una muerte oscura?
–Enseguida te lo voy a explicar –prosiguió, complacido por el hecho de que Raquel hubiese desconectado el teléfono, que interrumpía la conversación–. Un día, mi abuelo descubrió un testamento cerrado, de inicios del siglo xx, en el que un hombre rico de Galicia legaba su herencia a su única hija o a los descendientes de esta hasta la segunda generación.
Raquel seguía la historia de Márcio con creciente curiosidad, ansiosa de saber en qué momento el relato se relacionaría con el motivo del encuentro.
–¿Y quién era ese hombre?
–Ahora vamos. Pasó que, curioso como era, mi abuelo advirtió que el testador había escogido como albacea al notario de La Coruña. Entonces, se dirigió a esa ciudad con un amigo, que le hizo de guía, para saber si el testamento se conocía, si se había cumplido y averiguar datos sobre la historia