El joven recordaba haber visto a aquel hombre en la sede del Sindicato de Oficios Varios. Aducía ser un trabajador que recién llegaba a la ciudad y que quería adherir a la causa de quienes organizaban huelgas y manifestaciones para conseguir un mejor nivel de vida para los más pobres, que en La Coruña se multiplicaban día tras día. Lo había notado muy interesado y entusiasmado por conocer todos los detalles de las reuniones. Por eso, cuando Mario llegó por primera vez a la iglesia de San Jorge, le pareció raro advertir que el hombre lo seguía. Algo que se repetía en ese momento. Se sintió preocupado, sin saber si debía o no contárselo al padre o a Mario. Después de todo, podía no ser más que una mera coincidencia. Cuando vio que Mario estaba solo, fue a abordarlo.
–Señor Mario, disculpe que me inmiscuya en su vida, pero es que en otro tiempo conocí a su hermana Elisa.
Mario se ruborizó, sin poder evitar que el humo del tabaco lo atragantara.
–¿Sí? ¿Dónde la conociste, Javier?
–Fue mi maestra de primer grado, en Vimianzo. Después me mudé aquí y nunca más la vi…
Mario lo miró de arriba abajo. Era un joven de alrededor de veinte años, de porte atlético, buena presencia, con la barba y el bigote recortados. No tenía aspecto de acólito. Irreconocible para quien lo hubiese visto diez años antes, imberbe y de pantalones cortos.
–Muy bien –carraspeó, apenas recompuesto–. Le comentaré de ti… Espero que hayas aprendido algo con ella.
Él le sonrió de una manera indescifrable, lo que perturbó aún más al hermano de la antigua maestra. Parecía como si tratara de cerciorarse de algo que a Mario no le convenía en absoluto.
–¿Usted tiene enemigos aquí, en La Coruña? –preguntó, sin responder.
–Que yo sepa, no. Además, como sabes, llegué hace muy poco. Pero ¿por qué lo preguntas? –replicó, pensando que, después de todo, su preocupación inicial parecía no haber tenido sentido.
–¡Por nada! No sé. Quizás sea una tontería mía. A veces, pienso cosas locas, que no tienen sentido. Una vez, le conté a mi maestra que un chico me andaba persiguiendo para pegarme y robarme mi trompo. ¿Y sabe?, era el hijo del señor más importante de Vimianzo.
–¡Seguro que ella trató de protegerte y de ponerlo en su lugar!
El joven vaciló.
–¿No?
–Me gané media docena de reglazos, porque ella me dijo que era una tontería imaginar que aquel chico tan educado quisiera hacerme semejante cosa. Según ella, aquello no era más que fruto de mi imaginación.
Mario tragó saliva.
–Y… ¿adónde quieres llegar?
–Como me dijo mi maestra en esa oportunidad, no debemos levantar falso testimonio sobre las cosas que nos parecen, sino que solo debemos hablar de aquello de lo que tenemos certeza. Lo recuerdo como si fuera hoy. Jamás olvidé que las pupilas se le dilataban cuando se ponía nerviosa.
Mario respiró hondo y se esforzó para no desviar la mirada del muchacho. Era más astuto e inteligente que cualquier acólito común. En vez de encararlo, prefirió desviar la conversación.
–Cuéntame lo que se está preparando en la ciudad. Se habla de algo grande.
Javier se serenó. Había tenido una vida dura y, a partir de aquellos reglazos inmerecidos, había tomado la decisión de luchar contra las injusticias. Su padre era uno de los líderes de los sindicatos que combatían la suba de impuestos a la clase trabajadora. El Ayuntamiento, manejado por los republicanos aburguesados, no atendía los reclamos y mantenía los precios establecidos por la concesionaria que abastecía los productos de primera necesidad. Por eso, él formaba parte de la lucha e informaba al padre Cortiella, un amigo de la causa, para que con discreción pudiera mover algunos hilos y ayudarlos.
Javier había asistido a la celebración del 1° de Mayo en el Teatro Municipal, donde los oradores enardecidos habían condenado las condiciones de vida de los asalariados urbanos. También había participado de las reuniones de las asociaciones de resistencia de los estibadores, pescadores y productores de tocino, había vivido por dentro el recrudecimiento de la conflictividad laboral de los herreros y panaderos en los primeros meses de aquel año, así como la preparación de las huelgas de pintores, electricistas de la Cooperativa Eléctrica, albañiles, trabajadores no especializados e incluso de algunos trabajadores de la Imprenta Real. Por eso, respondió con orgullo:
–¡Sí, esta vez será algo grande: tarde o temprano, habrá una huelga general!
Charlaron un poco más del tema, pero cuando Mario consultó su reloj y observó el gesto de hastío de Jacoba, se dio cuenta de que debía despedirse del muchacho, lo que hizo con un apretón de manos y una sonrisa.
–Ah, aparte de aquellos injustos reglazos, su hermana fue una buena maestra. Me enseñó que no se debe juzgar a las personas por su apariencia –disparó antes de dirigirse hacia la puerta de la iglesia, mientras Mario lo seguía con la vista, hasta que lo vio darse vuelta y decir–: Y cuídese de los extraños. A veces, el hijo del señor realmente quiere pegarnos y robarnos el trompo.
Y desapareció dentro del templo, mientras el pecho de Mario casi explotaba a causa la violencia que conllevaban las últimas palabras del acólito.
En el viaje de regreso permaneció en silencio, mirando para atrás de vez en cuando. Jacoba percibió que algo lo inquietaba.
–¡Pareces preocupado, sobrino! ¿Qué te dijo ese muchacho para que te quedaras así? Ten cuidado con él. Anda metido con los huelguistas y con la chusma de los barrios pobres. ¡A ver si te trae problemas!
Marcela llegó a La Coruña el 29 de mayo, como le había avisado a Mario por carta. La diligencia debió detenerse en un sinnúmero de retenes montados por la Guardia Civil en varios puntos de Galicia, pues en la ciudad los ánimos continuaban exaltados. El presidente de Oficios Varios había promovido la huelga de algunos sectores, no dándole al concesionario las setenta y dos horas que le había solicitado el gobernador civil, a sabiendas de que ese era el tiempo que el empresario necesitaba para traer de Madrid a varios rompehuelgas bien pagos. Al mismo tiempo, los huelguistas habían organizado cuatro piquetes para disuadir de volver al trabajo a los obreros más temerosos.
El reencuentro los emocionó. Cuando Marcela bajó de la diligencia, él, como un caballero, le besó la mano, tomó el equipaje y lo llevó hasta la posada, donde la novia se hospedaría hasta el día de la boda, también en la calle San Andrés. Para evitar los comentarios de las lenguas viperinas de la vecindad, recién después de la ceremonia –y ya faltaba poco– pasarían la noche en la misma habitación.
Dejaron las maletas en la recepción y fueron a pasear alegres por las calles de la ciudad, rememorando su juventud en cada rincón. Marcela iba tomada del brazo de Mario, que sonreía cada vez que veían a algún que otro conocido, que no lo reconocía. Caminaron a lo largo de la avenida Marginal hasta la playa del Orzán, donde, después de quitarse los zapatos, se internaron en la arena, como antes. Siguieron hasta el faro, mientras recordaban los recientes sucesos, y cuando estuvieron en una zona donde nadie podía verlos, Mario la atrajo hacia él y la besó apasionadamente, con avidez.
–¡Querida, finalmente estás conmigo! ¡Ya falta poco! ¡Estoy tan feliz!
–Yo también, mi amor. Pero ten cuidado de que no nos vean aquí a los besos, así no alimentamos los chismes mal intencionados.
–¡A quién le importa! Aquí nadie nos ve. Solo el mar y el cielo. Y los peces y las gaviotas están de nuestro lado. Y Dios también lo estará.
Marcela bajó la vista. A veces, sentía temor de la ira divina, hasta que se serenaba y pensaba que Dios, máximo exponente del amor, no podía juzgar ni castigar a quienes tanto se amaban.
–Le