Tantos años después, ya no era así. La poesía, cansada, como todo lo que se agota, no resistió a sus propios anticuerpos. En los saqueos nocturnos de finales de 2001, alguien robó la máquina que lanzaba poesía. Luego, la bella fuente circular se transformó en parada nocturna de los “trapitos”, los cuidadores de coches de los alrededores.
A pesar de todo, se había salvado lo que algún poeta callejero había escrito en letras naranjas fluorescentes sobre la pared verde: “El Amor Vence”. Raquel se detuvo a meditar en aquella frase. Pensó en su vida y también en la de su madre, la de su abuela y la de su bisabuela, de quienes, finalmente, poco sabía. ¿El amor habría vencido para esas mujeres que le habían dado la vida? ¿Y para ella?
Ensimismada en el mensaje que la había inquietado y en el recuerdo de otros tiempos, Raquel le dio un vistazo a su reloj, espantada. Probablemente Marcelo ya habría llegado. Miró a su alrededor, buscando su auto, algo aletargada por las débiles luces de la ciudad que se escapaban de la plaza, arriba, de los faroles de metal de las escalinatas y entre las arboledas del jardín del otro lado de la calle.
Entonces, percibió una figura por detrás, y se estremeció. Como un fantasma, había descendido rápidamente las escaleras de la peatonal Arjonilla. Raquel se dio vuelta a la defensiva. La cabeza del extraño se recortaba a contraluz de un farol, lo que le dibujaba un falso halo de santo y le impedía a Raquel distinguir su rostro. Tal vez fuese un trapito que quería unos pesos o algún objeto que le sirviese para conseguirlos.
–¡Mirá quién está acá!
Raquel tuvo un presentimiento y se escabulló hacia la derecha. Estaba en lo cierto: era la voz de él.
–¡Guido! No esperaba encontrarte acá. Es tan raro… –balbuceó, ruborizándose–. Incluso hace un rato pensé… –dijo y se detuvo.
–Es verdad, yo tampoco esperaba verte. A la tarde pasé por la librería y, como no estabas, tu aroma me guio hasta aquí.
–Mentiroso… Ya no me engañás más. Viniste para rememorar tus conquistas y cómo nos seducías con tu labia –bromeó Raquel.
–No lo niego ni te miento –respondió riéndose–. Cada persona que conocí siempre me dejó algo. Incluso puedo decir que soy una mezcla de todas. Para bien o para mal –por un momento, la sonrisa se le desdibujó del rostro, pero la joven no lo notó.
–¿Y conmigo aprendiste algo?
Guido empezó a abrir con los dedos sus rulos precozmente encanecidos, simulando que hacía memoria.
–Dejame ver. Mmmh… Sí. Aprendí que sabés mucho más de poesía y de prosa que yo, y que eso te permitió conseguir un buen empleo. Y que sos una mujer bonita y deseada, con una voz levemente ronca y única en el mundo. Siempre oigo los comentarios de los chicos en la librería cuando te ven pasar o te escuchan hablar. Los volvés locos –concluyó con una sonrisa abierta y aparentemente sincera–. Mientras yo…
Raquel tenía noción del impacto que producían tanto su cuerpo escultural y curvilíneo, como su rostro delicado y armonioso, iluminado por sus ojos verde esmeralda que la hacían parecer incluso más joven de lo que era. Pero no tenía plena conciencia de que su voz –voz de contrabajo en un cuerpo de violín– funcionara como una suerte de hechizo.
–Bueno, dejate de zalamerías. Tenés un público fiel… Incluso vas a tener un mausoleo y un hermoso epitafio en la Recoleta para vos solo, con montones de turistas visitándote. Yo no puedo esperar más que la bóveda de mis antepasados. Pero voy a estar feliz igual.
–Raquel…
Incluso bajo las débiles luces de la noche, cubiertas por el ramaje de los árboles, la joven entrevió que una sombra de tristeza oscurecía la mirada, el rostro y los labios de Guido.
–Guido, ¿estás bien? ¿Dije algo malo?
–Abrazame.
Raquel dudó. Sin embargo, tuvo la certeza de que su amigo no estaba bien. Por eso supo que lo tenía que abrazar. Lo sintió estremecerse y en el momento no se dio cuenta de que los ojos llenos de lágrimas de Guido le habían corrido el maquillaje y el lápiz labial.
–¿Lo que dije te puso mal? ¿Te despertó algo malo, algún recuerdo?
–Ni sé cómo decírtelo, Raquel. Pero no es un tema para hablar hoy, sobre todo porque el destino nos regaló habernos encontrado en este lugar, donde fuimos tan felices, cada uno a su manera.
–Guido, me tengo que ir A esta hora, hay un novio furioso en la puerta de mi casa. Pero me quedo preocupada por vos. Por favor, mañana pasá por la librería, así charlamos.
Él asintió, con una sonrisa forzada.
–Andá, no lo dejes esperando. ¿Todavía es el mismo? –bromeó.
–Sinvergüenza, realmente no estás bien. Cambiás de humor con demasiada facilidad.
Raquel se apuró hasta su Fiat 600 gris plata, que estaba estacionado en Agüero, sin escuchar a su amigo, que murmuraba que ya no era el amor el que vencía, como él mismo había escrito en aquella fuente en otro tiempo, en letras fluorescentes, totalmente ebrio y como un trofeo, después de haber logrado una conquista que perseguía desde hacía tiempo. Ahora en realidad era el humor. El humor era el que lo mantenía vivo.
En el pequeño vehículo, Raquel recorrió a prisa la larga avenida Las Heras y el sector más congestionado de Santa Fe, entre las bocinas y los insultos de los conductores, que iban todavía más apurados que ella, hasta que logró doblar por Carranza y llegar a Córdoba. En la radio se escuchaba la voz de Lisandro Aristimuño, murmurando “Perdón”. Tomó por Álvarez Thomas, que estaba totalmente congestionada, hasta que consiguió alcanzar el sector sur de la plaza San Miguel de Garicoits. El cantante que ese verano le había tocado el corazón continuaba lamentándose con su voz suave sobre los acordes acústicos:
Contemplé tu soledad,
estaba callado, estaba nublado,
resbalaban las gotas tensas.
Aquel día que me fui
quería enterrarme,
sintiéndome un cactus
que pinchaba si te acercabas más.
No pude probar mi velocidad,
me sentí un juglar esperando cicatrizar.
Las palabras que Aristimuño decía sin prisa producían un remolino en la mente de Raquel –que siempre trataba de percibir las señales de las casualidades de la vida, ya fuesen libros, encuentros, canciones, escritos–, mientras doblaba a la derecha por Elcano hasta llegar finalmente a Superí y acelerar a toda velocidad, incluso al cruzar avenida De los Incas.
Ya estaba en pleno Belgrano, su barrio predilecto, un sitio tradicional, que homenajeaba al creador de la bandera, casi por llegar al cruce de Superí con Echeverría, frente a su portón verde. Estacionó y le dio una ojeada rápida a la casa, cuya fachada de piedra tenía un exuberante frontis sobre la parte central del edificio, con un pórtico también verde. Aristimuño continuaba recordándole serena y repetidamente: “Perdón, no me quise ir y cuando volví, no estabas”. Sin embargo, la profecía del joven cantante no parecía tener sentido. En la puerta de su casa estaba estacionado el Mercedes negro de Marcelo Pérez. Al mirarlo de reojo, rápidamente se dio cuenta de que su novio estaba de mal humor. Y tenía motivos. Ella debería haber llegado más temprano. Estacionó en frente, sin evitar el chirrido de los neumáticos, abrió la puerta y se dirigió al asiento