–¿Quién le envía, Carlo? ¿Cómo supo que me iba a encontrar aquí y a esta hora?
–A mí solo me contrataron para que la llevara adonde usted necesite. Trabajo en una compañía de limusinas. Seré su chófer mientras esté en Roma.
–¿Pero cómo sabía dónde y cuándo buscarme?
–¡Al parecer la gente que la apoya está pendiente de todos sus movimientos y calcularon bien sus tiempos!
–¡Parece que sí! Bueno, vayamos al hotel.
John Robertson, que seguía a la doctora, bajó las escaleras bastante extrañado porque no se le había avisado de la existencia de ese vehículo, pero ya había fotografiado con una cámara profesional con teleobjetivo el coche, la matrícula del mismo y el rostro del chófer, para avisar y consultar sobre el hecho.
Ya en el hotel, Esperanza fue informada de que le habían llegado unos paquetes y que estos habían sido dejados en su habitación. Al entrar en su cuarto vio sobre la cama dos cajas de regalo, una grande y otra como del tamaño de una caja de zapatos. Dentro de la grande encontró un vestido dorado escotado muy sexy, con una abertura lateral y una bolsa de terciopelo negro con joyas. Había allí un collar de oro y brillantes, unos aretes largos también dorados y, para completar, una bellísima pulsera dorada que combinaba con todo lo anterior. En la otra caja había unas sandalias doradas de diseño de tacón alto. Sorprendida al ver que todo era exactamente de su talla, encontró dentro una nota firmada por Aaron Bauer que decía:
«Querida Esperanza: Ya tienes al mundo a tus pies, ¿qué más deseas? ¡Dilo y te lo daremos! La invitación sigue vigente: puedes ser una de nosotros y tener el mundo en tus manos y mucho poder.
Tú eres como el símbolo de Atenas, el búho, que también es símbolo de la noche. Representas la sabiduría que sabes irradiar; de ahí el dorado de tu atuendo.
Que esta reunión a la que queremos que asistas te permita conocer y disfrutar de tus pares.
Firmado: Aaron».
Al día siguiente, temprano por la mañana, Esperanza aprovechó para ir a conocer lo más posible la cuidad, visitando el Coliseo, el Foro Romano y todas las recientes excavaciones. En su viaje anterior a Roma Esperanza no había tenido tiempo para visitas de placer o de interés personal. En el Coliseo se sorprendió al encontrar una exposición de culturas del Mediterráneo, en cuya entrada habían colocado una estatua de bronce dorado del dios Baal, dios cananeo al que se le sacrificaban niños en épocas antiguas. Era un ser alado con los brazos flexionados y rostro de becerro con cuernos. En su pecho se multiplicaban los símbolos esotéricos, algunos típicos de los Illuminati como el triángulo con el ojo y el hexágono. La llevaba el chófer, que esperaba pacientemente a la puerta del hotel.
Por la tarde llegaron al hotel dos mujeres que se identificaron como la maquilladora y la peluquera que la iban a ayudar a arreglarse para la cena. Vestida y arreglada estaba despampanante.
Al bajar a la recepción del hotel, le informaron de que había llegado su chófer. Se extrañó mucho de no hallar a Carlo, pues era otra persona. Así que le preguntó:
–¡Buenas tardes! ¿Dónde está Carlo?
–Mi dispiace, signorina. Non conosco a Carlo; mi hanno mandato dall'ambasciata a prenderla! (¡Lo siento, señorita. No conozco a ese tal Carlo; a mí me enviaron de la embajada a recogerla!).
–¡Qué extraño! Quería decirle que no se preocupara. Bueno, vamos.
En los alrededores de la embajada británica de Roma había un gran despliegue policial. Los carabineros (la Policía) tenía apostados motociclistas y policías de a pie, desviando el tránsito para que solo llegaran a esa calle las limusinas de los invitados y de las diversas representaciones diplomáticas.
El tráfico de la gran metrópoli no es fácil, y menos cuando hay un evento importante, pero pudieron llegar sin contratiempos. En la puerta de la embajada había una mujer de mediana edad, no muy alta, de pelo corto y rojizo, vestida con un traje largo negro, esperando para recibirla. Era la cónsul Elizabeth Morris. Estaba acompañada de tres personas jóvenes, al parecer empleados de la embajada o del consulado, muy bien vestidos también.
–Admirada Esperanza Gracia, sé bienvenida a esta recepción. Eres más bella de lo que me había imaginado.
–¡El maquillaje hace maravillas, Elizabeth!
–Pasa, por favor, y permíteme presentarte al señor embajador Lord William Bentinck.
Ingresaron en un inmenso salón abarrotado de gente elegantemente vestida. El lugar estaba maravillosamente iluminado por gigantescas arañas de cristal. Por entre los grupos de personas pasaban los camareros con bandejas llenas de copas de champagne o de vino, así como de canapés.
Ambas mujeres se acercaron a un grupo de hombres vestidos de etiqueta, entre los que destacaba uno más alto, como de setenta años, muy bien conservado, de pelo canoso. Hablaban animadamente bebiendo una copa cuando la cónsul los interrumpió brevemente.
–¡Señor embajador, le presento a la doctora Esperanza Gracia, la arqueóloga peruana!
Todos se giraron, quedando admirados por la belleza de la espigada sudamericana.
–¡Doctora Esperanza Gracia, le presento al excelentísimo señor embajador Lord William Bentinck!
–¡Mucho gusto, señor embajador! –dijo cortésmente Esperanza dándole la mano.
El embajador tomó la mano de la arqueóloga y se la besó.
–¿Doctora Esperanza Gracia, la arqueóloga? Me habían hablado mucho de usted. Disculpará que no haya leído su libro sobre Rapa Nui y la selva amazónica, pero sí leí alguno de sus artículos en el National Geographic. Realmente impresionante. Y puedo asegurar que los comentarios sobre su persona no le hacen justicia; es usted muy bella y muy joven para ostentar ya un doctorado. Y no tiene rasgos peruanos.
–¡Gracias, señor embajador, muy gentil! Mi padre es de descendencia española y mi madre norteamericana; de ahí mi piel blanca y mis pecas.
»Han sido muy amables al invitarme a este evento.
–Alguien de su trayectoria engalana esta reunión; gracias a usted por acompañarnos. Si me toma del brazo alardearé de su belleza y presencia ante los demás diplomáticos e invitados. Soy viudo y estoy solo, por lo que la compañía de una belleza joven y lozana como usted es un lujo que satisface la vanidad varonil.
Esperanza estuvo acompañando al embajador durante no menos de una hora saludando a diversas personalidades, hasta que el embajador dio su discurso de bienvenida y se multiplicaron los aplausos y los brindis. Allí fue nuevamente requerida por Elizabeth Morris.
–¡Esperanza, Aaron Bauer tenía especial interés en que conocieras a otro de los invitados especiales de esta noche, el señor Ludovico Sforza, noble, millonario y filántropo! Precisamente aquí viene. Permíteme presentártelo.
Era un hombre no muy alto, ligeramente grueso, con abundante pelo negro peinado a la moda. Vestía elegantemente para la ocasión con traje de etiqueta, llevando a dos bellas mujeres del brazo, una a cada lado. Daba la impresión de ser un playboy.
–Buona sera. Grazie per averci invitato a questo importante ricevimento e grazie anche per essere venuti nella mia patria. (Buenas noches. Gracias por invitarnos a esta importante recepción, y gracias también por venir a mi patria).
»E questa bella ragazza chi è lei? (¿Y esta bella chiquilla quién es?) –dijo soltando el brazo de sus dos acompañantes.
–¡Buenas noches, Ludovico! Esta joven es la doctora Esperanza Gracia, la arqueóloga peruana –dijo la cónsul británica.
–¿Una arqueóloga peruana? ¡Qué interesante! He estado en su país, señorita, y conocí