Los enormes flujos provocados por la guerra en estos y otros escenarios —en buena medida masivos debido a que conflictos intratables se han hecho aún más dramáticos (como en Siria o en Irak)— comparten el hecho de ser un elemento identificador que afecta en buena medida a grupos de personas pertenecientes al orbe árabe y/o musulmán, por lo que se incorporan a debate cuestiones que tienen que ver no solo con la llegada masiva de personas sino también con su identidad, tanto en términos comunitarios como en términos religiosos. Esta última dimensión, la del islam, contribuye a hacer aún más sensible el tratamiento del desafío.
Al desmoronamiento de Estados de Oriente Próximo y del Norte de África hay que añadir el redimensionamiento acelerado de amenazas terroristas, como la representada por grupos como el Estado Islámico (EI, también conocido por las siglas en árabe del Estado Islámico de Irak y del Levante, DAESH), la red Al Qaida o los también yihadistas nigerianos de Boko Haram. A todo ello, hemos de añadir los efectos medioambientales y económicos que hacen que diversas regiones de África sean territorios cada vez más inhabitables; todos ellos son factores que están incrementando exponencialmente los flujos de migrantes que se dirigen hacia latitudes varias, en nuestro caso la de Europa Occidental.[1]
Aunque en clave histórica guerras como la de Afganistán en los ochenta o las de los Balcanes Occidentales en los noventa provocaron importantes movimientos de población y, aunque el proceso cuyo detonante fue la caída del Muro de Berlín (1989) también lo hizo, lo cierto es que las revueltas árabes y sus consecuencias nacionales y regionales, unidas al deterioro de la seguridad en estas y otras latitudes de África, están suponiendo en términos de desafío algo de mucha más enjundia y gravedad para Europa que aquellas.[2]
Lo que cambia ahora y es importante destacar —aparte de cifras mucho más altas de migrantes— es que, a partir de la década pasada y hasta la actualidad en lo que es un proceso muy acelerado de deterioro, es que, aparte de cifras mucho más altas de migrantes, es la gran variedad de los orígenes de los llegados a suelo de la UE.
Más de dos millones de personas abandonaron Irak como consecuencia del deterioro de la seguridad en dicho país árabe a partir de 2003; y, aunque la mayoría se establecieron en los primeros años en países limítrofes o cercanos, como Jordania, con motivo de la perduración de la inestabilidad en su país, parte de ellos han emprendido en años recientes un éxodo que los está llevando hacia Europa. Un fenómeno parecido se produciría también en Afganistán, pues históricamente los que huían de la guerra en dicho país centroasiático se instalaron durante lustros e incluso décadas en países limítrofes, la mayoría en Pakistán, pero al irse haciendo endémica la violencia en su país de origen muchos han emprendido, a través de Irán y de Turquía, un éxodo que los está también trayendo a territorio comunitario.
Finalmente, es obligado que nos refiramos a África. Lo haremos en términos de presente y, sobre todo, de futuro. Las tendencias demográficas y de seguridad en África obligan a considerar este continente el punto central de atención para la UE. El número de personas que en años recientes se han venido moviendo por diversas latitudes del continente crece y, lo que es más preocupante, pugnan cada vez más por abandonarlo al haberse desvanecido escenarios de oportunidad que hasta hace poco existían para absorber esos flujos. Destacamos como escenarios de oportunidad, pero hablando ya en pasado, desde Suráfrica en África Austral, pasando por Costa de Marfil en África Occidental, hasta Libia en el Norte de África. Cuando revueltas, guerras o deterioro económico y de seguridad se han combinado afectando a dichos países clave, que durante largos años ofrecieron oportunidad de empleo a millones de africanos, los flujos de migrantes comenzaron a buscar como destino la pujante y a la vez próxima Europa Occidental, pero ya fuera del continente.
Estamos usando el término migrantes para identificar a tantas personas en movimiento porque es el que nos permite incluir tanto a emigrantes económicos como a buscadores de asilo y refugio, categorías muy diferentes. Por eso deberemos ser muy cuidadosos en el uso de los términos, pues la casuística es muy variada. Así, mientras que los sirios abandonan desde 2011 un escenario claro de guerra, este no es el caso de eritreos, de senegaleses o de marfileños, y ello sin incluir a argelinos o marroquíes. Tal realidad debe ser tenida en cuenta tanto por el estudioso como por el decisor político, pues tal distinción ha de considerarse no solo para conceder o no el estatuto de refugiado a un migrante, sino también para gestionar flujos cada vez más numerosos que llegan y que seguirán llegando a suelo de la UE.
Aparte del fenómeno de la llegada, en buena medida sobrevenida y caótica, de crecientes flujos de migrantes procedentes de escenarios donde además es difícil vislumbrar prontas soluciones a los conflictos y/o a otras situaciones que los provocan, estudiaremos también en la presente monografía las profundas fisuras entre Estados miembros de la UE que aquella ha provocado y que sigue y seguirá provocando. También se han provocado fisuras dentro de los propios Estados, entre los partidarios de abrir o no las fronteras en términos de compromiso humanitario, lo que incorpora al debate cuestiones tradicionalmente difíciles de tratar y sobre las que existen opiniones encontradas, una situación que precisa de análisis sosegados para alimentar dicho debate, huyendo todo lo posible de ideas preconcebidas y de eslóganes fáciles.
Es importante señalar aquí —en el arranque de nuestro análisis— que los flujos sobrevenidos en sí más las cuestiones relacionadas con el perfil de estos han provocado, entre otras cosas, la celebración de más de una docena de cumbres de la UE en menos de dos años, lo que ha multiplicado la cadencia de los dos consejos europeos que, desde antiguo, se venían celebrando durante cada Presidencia rotatoria de la UE.
Destacaremos en nuestro estudio de entre todas las cuestiones sensibles que emergen en relación con la inmigración irregular y masiva, o potencialmente masiva, al menos dos de ellas, si bien también procuraremos, cuando menos, evocar otras. Y resaltaremos tan solo dos porque este estudio ni pretende ni puede ser omnicomprensivo al tratarse de un tema aún abierto y cargado de dificultades en su definición y en su análisis: el desafío planteado por dicha inmigración irregular masiva a la UE y a sus Estados miembros.
Uno de los temas es el papel de Turquía en la gestión de esta cuestión, asumiendo que no es un país cualquiera ni un candidato más a la adhesión a la UE —desde que le fuera concedido tal estatuto por el Consejo Europeo de Helsinki, en diciembre de 1999—, sino que es un actor cada vez más importante en la región de Oriente Próximo/Medio. Turquía tiene múltiples facetas y sus gobernantes desde 2002, los islamistas del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP, en sus siglas en turco), inciden más en unas o en otras en función de las prioridades marcadas en su ambiciosa agenda política.
Y el otro gran tema que debemos evocar de forma particular está relacionado no tanto con el islam como religión sino con el islamismo como definición política de una identidad dentro de dicha religión monoteísta. Además, destacaremos dentro de dicho islamismo su versión más radical, el yihadismo salafista, reflejada en el activismo terrorista fuera de Europa, pero también dentro de ella. Esta realidad contribuye a dificultar aún más la gestión del tema aquí tratado. La vigencia del islamismo más o menos radicalizado —especialmente visible gracias al aprovechamiento que actores islamistas varios hicieron del caos generado por las revueltas árabes que se iniciaran en diversos escenarios desde el otoño de 2010— contribuye a hacer aún más difícil la