Sin embargo, a pesar de toda su determinación por no convertirse en su madre, por vivir la vida de una forma más seria, tenía que reconocer la vergonzosa realidad: durante los cinco minutos que había estado entre los brazos de Joe, se había sentido transportada. Paralizada.
E increíblemente excitada.
Y no había sentido nada de eso con Gib, un poco antes.
Se apartó todo aquello de la cabeza y preguntó:
–Entonces, ¿dónde vamos?
–Al Embarcadero –dijo Joe–. Rowena Butterfield fue la última aprendiz de tu abuelo.
–Ro –dijo Kylie, con una sonrisa.
Rowena era como una hippie de los años sesenta. Tenía cuarenta años, pero parecía atemporal, y era poseedora de un gran talento. Su abuelo y ella la habían querido mucho.
–Es estupenda. Ella no tiene nada que ver con esto, Joe.
–La despidieron de su último trabajo por una conducta reprobable y ahora está vendiendo sus piezas en un puesto pequeño, cerca del Pier 39.
–No –dijo Kylie–. No es posible.
–Sí, sí es posible.
Ella lo miró.
–Explícame qué es «conducta reprobable».
–Robó una botella de vino de cien años en una tienda y, cuando la interrogaron, golpeó al dueño con la botella en la cabeza.
–No. Eso no puede ser verdad.
Joe no respondió. Atravesó la ciudad hasta que llegaron a Embarcadero, donde aparcó. Ella iba a salir del coche, pero él la señaló:
–No.
Kylie enarcó una ceja.
–¿Qué?
–Que tú te quedas aquí con Vinnie. Me muero de hambre, así que, si compro algo de comida, ¿qué quieres tú?
–No. No pienso quedarme en el coche.
Él se puso las gafas de sol en la cabeza y la miró fijamente.
–Sí, sí te vas a quedar en el coche.
Ella se cruzó de brazos.
–Eso solo ocurrirá si me pones unas esposas. ¿Acaso vas a esposarme, Joe?
Él sonrió ligeramente, y le ardieron los ojos.
–Solo si me lo pides con mucha amabilidad.
A ella le temblaron todas las zonas erógenas.
–Supongo que sabes que estamos en el siglo XXI, y que ya no puedes decirles a las mujeres que no o que sí, ¿verdad? –le preguntó.
–Kylie, esta mujer te reconocería.
–Sí, claro –reconoció ella.
–Pues, entonces, tienes que quedarte aquí. Y tú, también –le dijo a Vinnie, que le lamió el dedo.
–Espera. Yo…
–Te conoce, Kylie. Y, seguramente, le caes bien. No va a admitir nunca que te ha robado el pingüino si estás delante mientras la interrogo.
De acuerdo. Seguramente, Joe tenía razón.
Él la observó durante un momento y, cuando creyó que ella iba a quedarse allí y se sintió satisfecho, asintió.
–Ahora vuelvo.
Kylie esperó tres minutos y salió del coche, después de ponerse una sudadera negra muy grande con capucha que había en el asiento trasero y unas gafas de sol que había en la guantera del coche.
–Ya está –le dijo a Vinnie–. Incógnito. ¿Qué te parece?
Vinnie ladeó la cabeza hacia un lado y otro. Le temblaban las orejas de la emoción, porque presentía la aventura, y a él le encantaban las aventuras. Ella le puso la correa y se dirigió al Pier 39, buscando a Joe con los ojos bien abiertos.
Delante del muelle había una zona con puestos de venta, y estaba llena de gente, la mayoría, turistas. Eso le proporcionaba una buena tapadera.
Vinnie y ella se detuvieron delante del primer puesto, en el que se vendían trajes para perros. ¡Perfecto! Tomó a Vinnie en brazos y le mostró un traje de león, con melena incluida.
–¿Qué te parece?
Vinnie lo lamió.
Había dado su aprobación, así que Kylie se lo compró y se lo puso.
–Ahora tú también vas de incógnito –le dijo.
Veía la fila de puestos que recorría todo el muelle. Varios más allá estaba el de Rowena, que parecía que estaba vendiendo cajas de madera tallada de todos los tamaños.
Kylie no vio a Joe. Um… Estaba allí parada, indecisa, cuando alguien la tomó de la nuca y se la apretó con suavidad.
Capítulo 6
#LoQuePasaAquíEsQueFallaLaComunicación
Kylie estuvo a punto de dar un salto. Entonces, una voz masculina y muy familiar le dijo al oído:
–Sabía que no ibas a ser capaz de quedarte en el coche.
–Joe –jadeó ella, tambaleándose un poco–. Me has asustado. No te había visto.
–No fastidies. Pero todos los demás sí te hemos visto a ti, y a tu pequeño león.
Kylie miró a Vinnie, que se había quedado dormido a sus pies y estaba roncando a volumen máximo. Lo tomó en brazos. El perro se acurrucó contra su hombro y siguió durmiendo.
Y roncando.
–Un fiero perro de guarda –le dijo Joe, al tiempo que la guiaba para alejarla de los puestos hacia el aparcamiento–. ¿Te has puesto mi sudadera?
–Sí, y tus gafas. Es mi disfraz.
Él movió la boca. Ella se dio cuenta de que, con total seguridad, se estaba riendo por dentro.
–¿Qué has averiguado? –le preguntó.
–Aquí, no.
Cuando volvieron al coche, él recibió una llamada por Bluetooth.
–A las cuatro de la madrugada, mañana –le dijo Archer–. Armado.
–Recibido –dijo Joe, y colgó apretando un botón que tenía en el volante.
Kylie se quedó mirándolo con fijeza.
Joe siguió mirando la carretera.
–¿A qué se refería? –le preguntó ella.
–Al trabajo de mañana.
–¿A las cuatro de la mañana, armado? ¿Qué clase de trabajo es ese?
–La clase de trabajo del que no puedo hablar.
Ella suspiró e intentó apartarse el tema de la cabeza, pero sentía demasiada curiosidad.
–¿Es un trabajo peligroso?
Él la miró de reojo, con cara de diversión.
Claro. Todos sus trabajos eran potencialmente peligrosos. Hacía poco tiempo, Archer había recibido un disparo. Y Joe también había recibido un golpe en la nuca en un incidente terrible.