Durante estos turbulentos años de la primera década del siglo XVIII, cuando los londinenses se adaptaban a un nuevo monarca, a un nuevo gobierno, a nuevas guerras y a las constantes disputas por un puesto tanto en la corte como en el Parlamento, que eran una y otra vez objeto de conversación en las cervecerías y en la prensa escrita, aún quedaba tiempo para el ocio y la cultura. Gran parte de las diversiones tenían lugar al aire libre. Se organizaban actividades multitudinarias frente al cepo, en el psiquiátrico de Bedlam, donde sus internos se exhibían como objetos de burla, y, lo más espantoso, frente al cadalso. La fascinación por lo raro se extendió a los desfiles de animales exóticos y a todo tipo de estrafalarias casetas en la Feria de San Bartolomé (en agosto) o en la Feria de Mayo. Se practicaban deportes en las calles y en las zonas colectivas: juego de bolos, fútbol y un juego de pelota (entonces practicado por niños, y más tarde por adultos) llamado Prisoner’s Base * al parecer derivado de los tiempos de las guerras fronterizas. Y, en un ámbito más formal e interclasista, estaban los jardines de St James’s Park y Hyde Park, donde cualquiera podía relajarse y pasear en un entorno elegante, y donde se podía ver a la corte y a la aristocracia tomando el fresco. Y, ya en el interior de la ciudad, había conciertos y obras de teatro. La música prosperó más allá de los confines de la corte y de las iglesias, y durante el siglo XVIII se produjo un incremento gradual de los espacios construidos expresamente para la interpretación, siendo el primero el situado en York Buildings, propiedad de la melómana familia Clayton. Otro local, más insólito, era el situado sobre el depósito de carbón de Clerkenwell, propiedad de Thomas Britton, descrito como muy largo, estrecho y de techo muy bajo. Pero, a pesar de estos inconvenientes, los conciertos de Britton tuvieron mucho éxito, y al parecer el propio Handel, tras su llegada a Londres, tocó para ellos el clavicémbalo.
Pero fue sobre todo, y de forma más ilustre, en el teatro donde los londinenses hallaron su espacio de ocio ideal. A principios del siglo XVIII había en la capital dos teatros principales, en Drury Lane y en Lincoln’s Inn Fields, a los cuales en 1705 se añadió un tercero, en Haymarket. Aunque esta calle era el centro para la distribución de heno a la vasta población equina, y por tanto una de las más sucias de Londres, su céntrica ubicación la convertía en un lugar con posibilidades. El originalmente conocido como Queen’s Theatre (más tarde King’s Theatre, y hoy en día, desde el acceso al trono de la reina Victoria en 1837, Her Majesty’s Theatre) fue diseñado en 1704 por el militar y dramaturgo sir John Vanbrugh, que acababa de comenzar su nueva carrera como arquitecto (en breve se embarcaría en la construcción para los Marlborough del gran Blenheim Palace en Woodstock, bautizado así en honor a la victoria del duque en Blenheim). El nuevo teatro fue financiado en gran medida por las suscripciones de los aristócratas de la facción whig. Su interior era magnifico, pero la acústica era desastrosa, con el resultado de que los textos declamados eran virtualmente inaudibles. La solución a este problema fue abandonar por completo el drama hablado y volverse en su lugar hacia los montajes de ópera.
Londres había tenido durante mucho tiempo una complicada relación con la ópera. Nacida como «dramma in musica» en Italia a finales del siglo XVII, la ópera había descubierto una combinación perfecta entre la música y el teatro a través de la invención de un estilo de recitar («stile recitativo», o «recitativo»), por el cual una música que fluía sin un ritmo fijo realzaba las inflexiones naturales del ritmo del habla. Una vez que este dispositivo fue adoptado como un vehículo de narrativa dramática entre canciones más formales (arias), coros y danzas, y presentado con todo tipo de esplendores visuales, la ópera se extendió rápidamente por toda Italia y luego a Francia, donde fue adaptada afanosamente a la lengua francesa. Alemania también había experimentado con la ópera en lengua vernácula, aunque al mismo tiempo se había convertido en abastecedora de ópera italiana per se (no olvidemos que la temprana formación de Handel en la ópera italiana había sido con Keiser en Hamburgo). Pero este entusiasmo por el drama musical italiano transcompuesto tardaría en echar raíces al otro lado del Canal de la Mancha. Inglaterra tenía sus propias y ricas tradiciones teatrales. Aparte de la gloria de Shakespeare y sus colegas isabelinos, Carlos I –con la imaginativa ayuda de Inigo Jones– había desarrollado el entretenimiento cortesano de la mascarada, que incluía música, baile y fastuosos efectos visuales con luces e ingeniosa tramoya. Aunque los puritanos de Cromwell habían prohibido toda representación teatral durante el interregno, las mascaradas regresaron durante el reinado de Carlos II. Los dramaturgos de la Restauración se habían esforzado por incorporar la música en sus dramas a la manera operística, pero solo habían logrado crear una forma híbrida en la que música y teatro no se mezclaban, sino que se yuxtaponían. El drama principal era interrumpido por largos episodios de entretenimiento musical, a menudo sin ningún tipo de relación con la trama, lo que daba como resultado un espectáculo en dos niveles de frustrante discontinuidad. Los ejemplos más destacados de esta desmañada forma artística provienen, por supuesto, de Purcell, cuyos King Arthur (1691) y The Fairy Queen (1692) contenían una música encantadora y una ingeniosa construcción (su verdadera obra maestra en el ámbito de la ópera, Dido and Aeneas, perfecta en su forma, su contenido, su caracterización y su adaptación del texto, fue escrita en 1689 para una escuela de niñas, no para una corte o un teatro público, y por tanto supone una milagrosa excepción). Pero inevitablemente el público sintió desconcierto ante las semióperas. A principios del siglo XVIII, el abogado y melómano inglés Roger North escribió acerca de las «objeciones que hay que poner a todas estas ambigüedades: rompen la unidad y distraen al público. Algunos vienen por la obra teatral y detestan la música, otros vienen por la música y consideran el drama como un castigo, y son pocos los que se reconcilian con ambos… Finalmente, estos se han visto obligados a ceder y ofrecer las óperas completas»3.
La inmersión en las aguas profundas de las óperas «completas» en lengua inglesa fue llevada a cabo por un interesante grupo de entusiastas de diversos orígenes. Numerosos aristócratas ingleses, que habían disfrutado de la ópera durante sus grandes viajes por Europa, animaron a los profesionales que trabajaban para ellos a acudir asimismo al extranjero, con objeto de adquirir nuevas técnicas y perspectivas. Así, Thomas Clayton (de York Buildings), un violinista de la Banda Real durante el reinado de Guillermo III, viajó a Italia para estudiar composición en 1704. De vuelta a casa un año más tarde, unió sus fuerzas con un italiano que actuaba bajo patronazgo alemán, Nicola Francesco Haym, un polifacético personaje que, además de violonchelista muy competente, escritor y libretista, fue también un numismático apasionado. Clayton escribió una ópera en inglés –pero «a la manera Italiana: todo cantado»–, Arsinoe, Queen of Cyprus, que fue representada en el teatro de Drury Lane en 1705 (el teatro en Haymarket aún no estaba terminado). Haym tocó el primer violonchelo.
Arsinoe funcionó lo bastante bien como para alentar nuevos intentos, y al año siguiente Haym adaptó y tradujo el texto italiano de Camilla, de Bononcini, que acababa de cosechar un gran éxito en Nápoles. También lo tuvo en Drury Lane, y en 1707 Clayton se