Handel otorga a la hechicera y al héroe un airado dúo, «Fermati!/No, crudel», de fracturada escritura para cuerdas y una turbulenta línea de bajo: no se trata de un coloquio cortés. Armida utiliza sus poderes sobrenaturales –con nuevos trucos escénicos– para transformarse en la seductora figura de Almirena, para total confusión de Rinaldo. Cuando este finalmente se da cuenta de que todo es un engaño, deja sola a Armida para su célebre soliloquio, «Ah! crudel», para el cual Handel añade los lastimeros colores del oboe y el fagot solistas. Y el acto termina con una escena que impulsa brillantemente el drama hacia delante e incluso añade un toque de comedia. También Argante está confundido por el disfraz de Armida, e intenta conquistarla, pero, al darse cuenta de su error, renuncia airado a su ayuda mágica. Armida se muestra fuera de sí, y Handel transmite ingeniosamente su ira en el aria «Vò far guerra», donde añade otra novedad musical: una monumental parte obbligato para un virtuosístico clavicémbalo, que, por supuesto, él mismo se encargaría de interpretar. Este dramático final para el acto, sin precedentes en la ópera italiana –en Londres o en cualquier otro lugar– era una forma de demostrar a su nuevo público la amplitud y profundidad de sus sensacionales dotes musicales, y una vez más garantizó el mayor de los aplausos tanto para su prima donna como para él mismo.
Para abrir el tercer acto, Hill ideó otra impresionante imagen visual: «Una espantosa perspectiva de una montaña terriblemente escarpada, que se eleva desde el proscenio hasta la máxima altura de la parte posterior del teatro; en la pendiente se ven rocas, cuevas y cascadas, y en la cima aparecen las centelleantes almenas del palacio encantado, custodiado por numerosos espíritus de formas y aspectos diversos». En el siguiente golpe de efecto teatral, la montaña se abre en dos (una dramática sinfonía de Handel acompaña este gran momento escénico). Con buen juicio, toda la agitada acción que sigue se expone en recitativo, puesto que ni Hill ni Handel tenían la más mínima intención de detener la narración en este punto. Pero de nuevo se ponen en juego recursos musicales para impulsar el drama hacia su desenlace final. El dúo «Al trionfo del nostro furore» acelera el ritmo con la incorporación del oboe y el fagot solistas, en un vigoroso número de anticipados amores y victorias. Y Almirena canta una de las arias más desconcertantes – y por ende memorables– de la ópera, «Bel piacer», tomada de Agrippina, cuya extraña métrica oscila entre 3/8 y 2/4. Es como si Handel quisiera comprobar que su público todavía está alerta en este momento de la ópera, provocándolo con la excentricidad rítmica. La escena culminante con la que se cierra la ópera reúne todas las tramas, las militares, las políticas y las amorosas. Handel incorpora, produciendo un efecto electrizante (si el público no estuviera alerta antes de este momento, ciertamente lo estaría ahora), cuatro trompetas y timbales («tutti gli stromenti militari») para la «Marcha de los Cruzados Cristianos», mucho más impresionante que la marcha anterior de los sarracenos, más bien sosa. En la misma línea, Rinaldo reúne a sus tropas con la emocionante «Or la tromba», donde Handel incide en el masivo acompañamiento militar. Tras la subsiguiente Battaglia, todavía marcada por las exultantes trompetas, todo ha terminado.
Sean cuales sean las deficiencias del libreto de Rossi, Aaron Hill no pudo sino felicitarse por la realización musical de Handel, de una inagotable inventiva, de su complicado libreto. Cada efecto escénico había sido adaptado, realzado y embellecido por la música; cada uno de los tres actos comenzaba con fuerza y terminaba espectacularmente, y la energía global de la narración conducía dinámicamente hasta el clímax, a pesar de la necesidad de establecer pausas para las consuetudinarias arias de cada cantante. Incluso la música para los personajes secundarios –por ejemplo, la escrita para el compañero cristiano de Rinaldo, Eustazio, cantado por Valentino Urbani– es excelente, con arias de calidad y variedad que trascienden sus insípidos textos. Handel había aprovechado su oportunidad con la máxima brillantez, derramando en ella todo lo que llevaba dentro.
Durante las frenéticas semanas previas al estreno de Rinaldo, Handel tuvo que interrumpir los ensayos para cumplir con otra obligación: escribir la música para el cumpleaños de la reina Ana. La cantata «Echeggiate, festeggiate» se interpretó el 6 de febrero de 1711 en presencia de la soberana, y para la ocasión Handel trajo consigo a sus colegas de la ópera. Fue un acontecimiento verdaderamente espectacular:
… siendo el cumpleaños de la Reina, el mismo se observó con gran solemnidad: la corte era numerosa y espléndida; altos dignatarios del estado, ministros extranjeros, nobles y señores, y en particular las damas, que competían entre sí por embellecer el festival. Entre la una y las dos de la tarde fue interpretado un bello Consort, compuesto de un diálogo en italiano, en alabanza de Su Majestad, puesto en excelente música por el famoso Mr. Hendel, sirviente de la Corte de Hannover, en calidad de director de la Capilla de su Alteza Electoral, y cantado por Cavaliero Nicolini Grimaldi, y las demás afamadas voces de la Ópera Italiana: con todo lo cual Su Majestad se mostró en extremo complacida4.
Esta interpretación de la música de cumpleaños fue la primera aparición profesional de Handel en Londres, y tuvo lugar tres semanas antes del estreno de su ópera. Resultó ser un auspicioso debut, y para el final de aquel día, el hecho de que Su Majestad se mostrase «en extremo complacida» con la música de Handel habría sido sin duda advertido y comentado por las personalidades más influyentes de la capital.
El primer anuncio de Rinaldo en la prensa apareció en el Daily Courant el 13 de febrero de 1711, con una gloriosa errata en el título – Binaldo – y, en una nueva muestra de las habituales confusiones lingüísticas en el mundo de la ópera, con el compositor nombrado como «Giorgio Frederico Hendel»5. La ópera se estrenó en el Queen’s Theatre en Haymarket el 24 de febrero, y hubo un total de quince representaciones en una secuencia que se cerraría el 2 de junio. Sería repuesta anualmente durante los tres años siguientes, y de nuevo en 1717, y dos décadas más tarde, en 1731, Handel realizaría una profunda revisión de la misma para presentarla una vez más al público londinense. En total, Rinaldo obtuvo más representaciones que cualquier otra ópera de Handel durante su vida. Ciertamente, los beneficios que obtuvo de aquellas semanas de frenético trabajo fueron enormes.
Para facilitar la inmediata comprensión, se repartieron entre el público cuadernos bilingües. Todo el texto, junto con las indicaciones escénicas, estaba impreso en traducción paralela, y la luz en el teatro era sin duda suficiente para ofrecer a aquellos que tenían una curiosidad y un entusiasmo genuinos la oportunidad de seguir de cerca la historia. Y los espectadores londinenses se entusiasmaron con Rinaldo, no solo por su audacia visual, sino también por la calidad sin precedentes de la interpretación musical. La propia maestría de Handel al clave, que brilló sobre todo en «Vò far guerra», no pasó desapercibida, como más tarde recordaría Mainwaring: «Su interpretación fue considerada tan extraordinaria como su música»6.
Pero no hace falta decir que también tuvo detractores, y ciertamente poseían las plataformas desde las cuales expresar su antipatía. The Spectator, un periódico de reciente creación en 1711, era dirigido por sus fundadores Joseph Addison y Richard Steele, amigos desde sus tiempos de estudiantes en Charterhouse. Al igual que su predecesor, el recientemente cerrado Tatler, aparecía seis días a la semana al precio de un centavo por número, y consistía en un solo ensayo, más una selección de cartas (reales o ficticias). Addison, que aún se lamía las heridas por su fracaso como libretista de ópera, fue el primero en poner en letra impresa una reacción negativa al éxito de Rinaldo. En el número del 6 de marzo de 1711, se burló de la extravagante escenografía de Hill al referirse a «Nicolini expuesto a una tempestad embutido en un traje de armiño, navegando en un barco abierto sobre un mar de cartón», y desdeñó el trabajo de Rossi al citar deliberadamente mal su tímido prefacio. Pero el principal objeto de crítica por parte de Addison fue el uso de pájaros vivos durante el aria de Almirena, «Augelletti», en su «deliciosa Arboleda», que describió sin piedad en una anécdota que rezumaba desdén: