12. Esta cuestión fue abordada con relación a los testimonios orales por Portelli (1989) y Carnovale (2007).
13. De tal carácter cambiante y móvil dieron cuenta, entre otros, García Canclini (1999), Prats (1997), Fernández de Paz (2006) y Ariño Villarroya (2004a, 2004b).
14. Otro ejemplo son los pueblos fundados por La Forestal, donde la vuelta al pasado se asoció a la posibilidad de lograr una reactivación económica a través de la creación de un circuito turístico, “la ruta del tanino”, al mismo tiempo que permitió a sus habitantes recuperar su historia como soporte de identidad, generando alianzas y confrontaciones al interior de la comunidad (Brac, 2006, 2011).
15. Es el caso por ejemplo de San Nicolás, ciudad vinculada a la industria siderúrgica que, a partir del “fenómeno” de la Virgen del Rosario se transformó en un centro de turismo religioso (Rivero, 2008).
16. Véase, por ejemplo, el Tratado elemental de patología médica publicado en 1851 por Juan Drumen (Madrid, C. Monier), que la incluye entre las enfermedades nerviosas especiales, caracterizada por la tristeza que causa el alejamiento del país natal y el deseo irresistible de volver a él.
CAPÍTULO 1
Llegar a Pueblo Liebig
1. Recorriendo el Pueblo
“… y necesariamente debíamos ser una gran familia; no teníamos salida, no podíamos ir a ningún lado…” La frase pertenece a uno de los más antiguos habitantes de Pueblo Liebig. Allí nació, lo mismo que su esposa y sus hijos. En el poblado en el que trabajó toda su vida, donde estaban empleados su padre y su madre, sus hermanos, sus cuñados, concuñados y suegro, y el padre de su suegro. Donde ya no viven ni trabajan sus hijos, porque no hay fábrica, porque “la Liebig” se fue y la planta nunca volvió a funcionar.
Pueblo Liebig se ubica en el litoral argentino, en el centro-este de la provincia de Entre Ríos. No surgió de la colonización agrícola ni de la inmigración judía, como muchas otras localidades de la provincia; según informan los entes de turismo, es un pueblo de “típico estilo inglés”… pero tiene nombre alemán.
Está emplazado en el departamento Colón, sobre la ribera occidental del río Uruguay, en la rinconada que forma con el arroyo Perucho Verna. A la altura del kilómetro 165 de la ruta nacional 14, unos 5 kilómetros de camino de ripio lo conectan a esta autovía, y otros tantos a la ruta nacional 130 (exruta provincial 26) que lo vincula a las ciudades de Colón y San José, de las que dista 8 y 7 kilómetros respectivamente.
La primera vez que llegué a Pueblo Liebig en 2006, desde Colón, el camino era aún de tierra. En 2011 se llenó de máquinas porque, después de muchos años de solicitudes, trámites burocráticos y proyectos fallidos, lo estaban asfaltando. El relato sobre las múltiples ocasiones en que se presupuestó el dinero para asfaltar y la obra no se llevó a cabo lo escuché en reiteradas oportunidades.
Las vías de acceso al Pueblo cuentan con algunos puentes sobre los arroyos y bajíos, cuya transitabilidad puede dificultarse a causa del desborde en época de grandes lluvias. El más importante de estos puentes es el que cruza el arroyo Perucho Verna, inaugurado recién en la década de 1930, aunque su construcción estuvo proyectada desde 1911.1
El camino era difícil, lleno de piedras, y entre pajonales se levantan nubes de polvo. Después de pasar por el puente que separa la jurisdicción de Pueblo Liebig de la de la ciudad de San José, enseguida, a la derecha y a lo lejos, se ve una chimenea. Solitaria en lo alto, su construcción evoca las imágenes de las humeantes columnas que sostuvieron en Inglaterra la Revolución Industrial. Pero de esta no sale humo.
Más adelante empiezan a verse algunas construcciones aisladas: un parador, algunas casas, una despensa, un centro para personas con discapacidad. Finalmente se arriba a una circunvalación con una estatuita de la Virgen y un cartel que da la bienvenida a la localidad. Enseguida, la comisaría. Doblando, un cartel que señala el centro cívico. Nadie en el camino, nadie en la calle, nadie.
En una de las veredas de la manzana del centro cívico se anuncia la presencia de un museo y un centro de interpretación audiovisual. El museo está cerrado. El centro de interpretación está abierto, y una adolescente de ojos claros, Sofía, me invita a pasar y me cuenta que en las vacaciones trabaja allí. El local está lleno de gigantografías hechas a partir de fotografías antiguas que muestran a obreras y obreros trabajando en una fábrica; las casas de los trabajadores –todas iguales–, los chalets de los jefes –todos iguales– me traían remembranzas de la película África mía. Fotos grupales: el equipo de fútbol, los chicos de comunión, los festejos…
Todo lo explica mi joven guía y a todo responde con una soltura impecable, desplazándose por el local como si estuviera en su casa. En una de las fotografías que muestra los corrales de ganado junto a la fábrica, en primer plano se ve a un hombre a caballo, con sombrero y rastra.2
Años después, y tras muchas visitas al Centro de Interpretación Audiovisual En Imágenes,3 me enteré de que ese tropero era el tatarabuelo de Sofía; también me di cuenta de que no todas las viviendas obreras eran iguales y aprendí a diferenciar los distintos tipos de chalets.
Pueblo Liebig carece de estación terminal de ómnibus. El traslado de pasajeros se realiza a través de colectivos interurbanos con frecuencia diaria hacia las ciudades más cercanas, pero hay que esperar bastante entre un servicio y otro: el arribo a Colón, por ejemplo, demora casi una hora. Como en Liebig no existe hospital, farmacia ni cajeros automáticos, es habitual que los vecinos tengan que desplazarse a las localidades vecinas para tratar enfermedades, cobrar sueldos y jubilaciones y hacer compras en los supermercados, que suelen resultarles más económicos.
Antes no era así: en los tiempos “de antes”, cuentan los habitantes más antiguos, no necesitaban casi nada de afuera: todo se hacía allí, todo estaba allí, se los daba “la Liebig”.4
En una primera recorrida por el Pueblo se impone su diagramación peculiar: la estructura urbana generada por la empresa creó un patrón alejado del tradicional damero hispanoamericano, un diseño surgido como consecuencia de la implantación de un enclave industrial vinculado a la explotación ganadera.
Sofía me vio muy interesada y entonces llamó a la directora de la escuela, desafiando mi perspectiva de citadina a la que escandalizaba molestarla en una tórrida tarde de enero. Y la directora vino y llamó a otro vecino, y el vecino sacó su auto ahí mismo y me llevó a recorrer el lugar. Me mostró los corralones donde vivió con sus padres y sus hermanas, la calle de los “chaleses” de los ingleses, que “eran unos señores”, el lugar donde había estado la pista de aterrizaje, los muelles, la manga. Esta constituía un pasadizo de altos tirantes de madera interrumpido por portones que se cerraban al paso del ganado y permitían su traslado desde los campos hasta la fábrica; como tal, la manga ya no existe, pero se ha reconstruido una parte “para que los chicos que no la conocieron sepan cómo era”. Cuando pasamos por allí vimos un cartel que explicaba: “La manga dividía las casas de los obreros de las del personal jerárquico”. El vecino me lo señaló y dijo: “Eso no es cierto”. No entendí, porque era evidente que sí las dividía.5
Aunque muchos habitantes insisten en que el diseño del Pueblo es “único” y “original”, este se repite en otros poblados industriales