Por su completa sorpresa al descubrir que su mujer era una bastarda y poco poder tenía sobre las tierras que planeaba arrebatarle a su hermano.
Sentía pena por aquéllos que morirían en lo que sin duda sería un intento infructuoso por expulsar a Oremund de sus tierras.
Mientras caminaba por el campamento de lord Brice aquella mañana, escuchando y preguntando a sus hombres para estimar cuál era su fuerza, todo apuntaba al desastre cuando comenzara la batalla contra su hermanastro y sus aliados. Luego, hablarle de la futilidad de sus planes, aun teniéndola a ella como esposa, había empeorado las cosas y no le había dirigido la palabra desde entonces.
Sólo habían tardado unas pocas horas en desandar sus pasos desde Thaxted, pero al llegar a la cresta de la última colina y comenzar a descender, Gillian estuvo a punto de quedarse sin aliento.
Había un ejército entre Thaxted y ellos.
Probablemente doblasen en número al grupo con el que ella viajaba, y estaban esparcidos alrededor de la fortaleza como si fueran un segundo muro, impidiendo que cualquiera entrara o saliera. Al buscar la zona junto a la parte norte del muro, se dio cuenta de que nunca habría escapado si hubiera esperado un día más.
Los saludos de los hombres que estaban a su alrededor mientras se acercaban a sus camaradas le recordó su intento fallido de escape. Luego Brice se acercó a ella con expresión sombría.
Se estiró para ayudarla a bajarse del caballo y sus manos se deslizaron por sus costillas hasta que reposaron bajo sus pechos. Aunque se había quitado los guantes de metal, llevaba los de cuero debajo, lo que probablemente evitaría que sintiera su contacto, pero eso no evitó que su piel reaccionara. Se le endurecieron los pezones tanto como cuando se los había acariciado la noche anterior.
Con las manos apoyadas en sus hombros, lo miró a los ojos y vio cómo su mirada marrón se oscurecía hasta casi volverse negra. Y en aquellos ojos vio el brillo que indicaba que se daba cuenta de su reacción. Brice permitió que se deslizara hasta el suelo, mucho más lentamente de lo que consideraba necesario.
—Haremos eso cuando no lleve cota de malla y armadura, milady —le prometió con voz profunda.
Aparentemente estaba más satisfecho que ella con el encuentro de aquella mañana. ¿Acaso los hombres se contentaban con unos pocos momentos de placer? A juzgar por su promesa apasionada, parecería que pretendía repetir el acto con ella. Sin importar lo que ella pensara, su cuerpo tenía ideas propias, y sintió cómo un torrente de calor se extendía por su piel al sentir sus manos bajo los pechos.
Fue tal el calor que estuvo a punto de agarrarlo para que la abrazara, antes de darse cuenta de lo que significaría aquel comportamiento. La suerte estuvo de su parte, pues el joven Ernaut los interrumpió cuando llamó a Brice.
—¿Milord? —dijo desde detrás de él. Cuando Brice no respondió ni apartó la mirada de ella, el chico gritó con más fuerza—. ¡Milord Brice!
Brice la soltó entonces y se apartó con tanta rapidez que Gillian estuvo a punto de perder el equilibrio. Antes de darse la vuelta para mirar a su escudero, le susurró una advertencia; una que la sorprendió por lo descabellada y por lo ferviente.
—Ni se os ocurra coquetear con mis hombres. Sois mi esposa y ninguno de ellos os apoyará si yo no se lo ordeno.
Lo único que logró impedir que le diera una bofetada por haber ofendido su honor fue él hecho de que le agarró la muñeca con un movimiento rápido. Se la agarró justo cuando empezaba a levantarla y la libró de más lesiones, aunque no del dolor de sus acusaciones. Cuando intentó soltarse, él la agarró con más fuerza.
—Durante el último día me han perseguido, me han hecho prisionera, me han atado, me han casado contra mi voluntad, me han quitado la virtud sin importar lo que yo pudiera pensar y ahora me insultáis, milord —utilizó la otra mano para soltarle los dedos y dio un paso atrás, temerosa de intentar abofetearlo de nuevo—. He intentado mantener mi virtud intacta a pesar de los esfuerzos de mi hermano por encontrar a alguien que me comprara. Me he resistido a hombres más grandes y fuertes que los vuestros para mantenerme pura, como le prometí a mi padre. ¿Creéis que me deshonraría a mí misma, o al recuerdo de mi padre, porque vos encontrasteis la manera de arrebatármela? Bastarda o no, sajona o no, no soy ninguna prostituta que se abra de piernas ante cualquiera.
Gillian tomó aliento entonces, pues las palabras le habían salido con tanta rapidez y tanta fuerza que no había respirado mientras hablaba. Se ajustó el velo y la capa y se preparó para ser castigada cuando levantó la cabeza y descubrió la razón de aquel silencio. No creía haberle levantado la voz a Brice, pero al parecer había hablado lo suficientemente fuerte para que los demás la oyeran.
La cara de su marido adoptó entonces una expresión que le recordó a la de Oremund, cada vez que ella intentaba escapar a su control y a sus planes. Sus ojos brillaban con furia y algo que no lograba identificar. Cuando agarró la empuñadura de la espada, Gillian se preguntó si se enfrentaría a la muerte por semejante explosión.
Unas gotas de sudor comenzaron a resbalar-le por el cuello y por la espalda. Cada vez le costaba más trabajo respirar y buscó la manera de salir de aquella situación tan humillante y peligrosa. ¿Debería rogarle perdón? Se secó las manos en el vestido. ¿Debería someterse a él delante de sus hombres? Se estremeció al pensar en los latigazos y los golpes. El silencio se alargó hasta hacer que temblara de preocupación.
Lord Brice rompió el momento al darse la vuelta y mirar a aquéllos de sus hombres que tenía más cerca. Apartó la mano de la espada, se quitó el casco y se lo entregó a Ernaut, que estaba de pie a su lado.
—Empiezo a entender por qué Oremund de Thaxted no quiere que vuelva.
Gillian decidió que aquél no era el momento ni el lugar en el que quería morir, así que aceptó su comentario como lo que era; una manera de calmar la tensión entre ellos y de salvar su dignidad ante sus hombres. Y, como ella misma había aprendido de pequeña, los hombres atacaban cuando se sentían desafiados o inferiores. En esa ocasión había sido con palabras y no con golpes. Gillian tragó saliva y se aclaró la garganta. Hizo una reverencia y capituló.
—Así es, milord —dijo, y trató de formular una disculpa que no se le atragantara ni resultara ofensiva.
Pero sus palabras fueron interrumpidas por su partida, pues, mientras permanecía mirando al suelo, Brice se dio la vuelta y se alejó como si ella no importara. Sus hombres lo siguieron hasta que se quedó sola con Ansel.
—Si queréis venir conmigo, milady, puedo llevaros a vuestra tienda —dijo el soldado ofreciéndole la mano para ayudarla a levantarse.
Gillian aceptó su ayuda y Ansel la condujo a través del campamento, que con el añadido de los hombres de lord Brice ahora era aún más grande.
Se alejaron de Thaxted hasta llegar a la linde del bosque donde el terreno se inclinaba considerablemente; tanto que impedía que alguien pudiera acercarse a la tienda por detrás, o que huyera en esa dirección.
¿Lo habría planeado Brice así por ella?
Tal vez nunca lo supiera, pues estaba segura de que no había acabado con ella. Y la furia que había visto en sus ojos se igualaba, o incluso sobrepasaba a la que había visto en la mirada de Oremund tras su último intento de escape.
Le había llevado una semana levantarse de la cama tras los golpes.
Ansel abrió la tienda y le permitió entrar primero. Gillian miró a su alrededor y vio que estaba tan ligeramente amueblada como la anterior. Sin importar su nuevo estatus, lord Brice se veía a sí mismo como siempre se había visto; un guerrero sin dinero que luchaba para el duque.
Se sentó en el camastro y se apoyó en uno de los postes de la tienda. Supo entonces que Brice no regresaría hasta mucho más tarde para enfrentarse a ella. Lo único que sabía con certeza era que, si la mataba, nunca sabría de la dote que su padre le había proporcionado y ocultado antes de morir.