El viejo señor Brodey le dedicó una sonrisa de bienvenida.
–La fiesta ha ido muy bien, querida. Mereces ser felicitada –habló con cálida amabilidad. Era un hombre que sabía cómo tratar a las personas que trabajaban para él. Resultaba difícil que a uno le cayera mal, pero Elaine suponía que, si era necesario, también podría ser implacable; ¿cómo si no habría sido capaz de convertir una simple empresa vinícola en el imperio económico que ahora poseía?
Hablaron unos minutos, pero poco después subieron los últimos invitados a despedirse y, a continuación, Calum animó a su abuelo a retirarse a descansar. Cuando éste se fue, protestando un poco, Calum dijo a Elaine:
–Siento haber tenido que advertirte, pero no quería preocupar al abuelo. Últimamente no se ha encontrado demasiado bien.
–Por supuesto. Lo comprendo.
Él asintió y se alejó. Elaine observó su alta figura, preguntándose si estaría preocupado por la responsabilidad de tener que asumir el liderazgo del imperio Brodey. Pero sospechaba que Calum no sentiría ninguna ansiedad. Parecía capaz de hacer cualquier cosa que se propusiera, y sospechaba que tampoco carecía de la rudeza necesaria para hacerlo.
A continuación, Elaine se ocupó de comprobar que todo había quedado limpio y recogido y de que se pagara a los empleados, entre los que se distribuyeron la comida y las botellas de vino sobrantes. Sólo entonces se relajó y fue a su dormitorio.
Se había dispuesto que se quedaran en el palacio durante su estancia en Portugal, y le habían asignado una agradable habitación que daba a uno de los jardines. Probablemente, aquella habitación era utilizada en tiempos pasados por sirvientes de algún invitado de alta alcurnia, pensó Elaine cuando se la mostraron por primera vez. No tenía aire acondicionado ni calefacción, pero sí unas contraventanas que podían cerrarse para mantenerla fresca en verano y una chimenea para el invierno.
Los dos empleados que habían acudido con ella, ambos hombres, uno chef y el otro encargado de camareros, ocupaban habitaciones similares, y estaban echando una siesta después del duro trabajo de la mañana. Agradecida por poder descansar, Elaine tomó una ducha y se vistió con una cómoda falda y una camisa. Luego sacó una silla al jardín y se sentó a leer un rato al sol. No vio a ningún miembro de la familia hasta que el teléfono interno de su habitación sonó y Calum le dijo que quería verla.
Lo encontró en su estudio, una gran habitación equipada con todo lo último en tecnología de comunicación y que Calum había puesto a su disposición para trabajar durante esa semana. Estaba apoyado contra el escritorio y le dedicó una sonrisa cuando la vio entrar.
–Me temo que esta noche habrá un invitado más para cenar. Espero que eso no estropee tu planificación.
–En absoluto –Elaine se dirigió a la mesa que Calum había hecho instalar para ella y tomó la carpeta con los detalles para la cena–. ¿Es un invitado o una invitada?
–Una invitada –Calum se acercó a ella para ver el diagrama de la disposición de los invitados en torno a la mesa–. ¿Dónde la colocamos?
Elaine era consciente de su cercanía, de su fuerte masculinidad, pero apartó rápidamente aquel pensamiento de su cabeza, como se había acostumbrado a hacer durante los tres últimos años.
–Aquí, supongo, al final de la mesa. Cerca de Chris –dijo él, señalando el lugar con un dedo–. Es la joven protagonista del incidente de hoy –explicó–. Francesca y yo hemos pensado que sería buena idea invitarla a cenar.
–¿Cómo se llama? Tendré que preparar una tarjeta para ella.
–Tiffany Dean.
Elaine tomó nota y luego sacó una tarjeta en la que escribió el nombre con una elegante caligrafía, especialmente pensada para aquella clase de trabajo. Esperaba que Calum se fuera, pero éste se acercó a su escritorio a recoger algunos mensajes que habían llegado por fax. Tras leerlos, dijo:
–La comida ha ido muy bien. El único fallo ha sido que faltara un sitio.
Elaine estuvo a punto de decirle que estaba segura de que se había presentado un invitado de más, pero se contuvo. Era un detalle sin importancia, aunque no le gustaba que se cuestionara en lo más mínimo su profesionalidad. Pero, según le habían enseñado, en aquellas circunstancias el cliente siempre tenía razón, aunque, en ocasiones, estuviera totalmente equivocado.
–Respecto a la fiesta en la quinta –dijo–, ¿sabes ya con exactitud el número de invitados que habrá?
Calum sonrió.
–No, pero creo que Francesca tiene una lista. ¿Por qué no vamos a pedírsela?
Elaine fue con él al salón que más utilizaba la familia, pero Francesca no estaba allí, ni en la terraza que daba al jardín.
–Vamos a beber algo mientras la esperamos, ¿de acuerdo?
Calum entró en el salón y Elaine se sentó en la mesa de la terraza. Observó a Calum mientras abría expertamente una botella de vino. Sin duda, era un hombre con un atractivo especial, no sólo para las mujeres, sino para las personas en general. En teoría, su arrogancia debería haber impedido que fuera así, pero también sabía ser encantador con todo el mundo y tenía una sonrisa capaz de desarmar a cualquiera. Sin dejar de mirarlo, se preguntó por qué no estaría casado, y si el sociable rostro que mostraba al mundo sería su verdadera personalidad.
Calum se volvió en ese momento con los vasos en la mano y vio a Elaine mirándolo. Su ceja izquierda se elevó ligeramente. Avergonzada, ella se ruborizó un poco, y enseguida se enfadó consigo misma por ello.
–Los jardines del palacio son preciosos –dijo, cuando Calum salió a reunirse con ella.
–Son el orgullo y la alegría de mi abuelo.
–¿Pero no el tuyo?
Calum se encogió de hombros.
–Me intereso por ellos, por supuesto, y me gusta que tengan buen aspecto, pero me temo que apenas sé nada sobre el tema. ¿Y tú?
–Durante una época me gustó mucho ocuparme del jardín de casa –contestó Elaine, alegrándose de tener una excusa para volver la vista hacia el jardín–, pero luego me trasladé a un piso y tuve que conformarme con tener algunas plantas. De todas formas, no puedo ocuparme demasiado de ellas, porque suelo pasar mucho tiempo fuera.
–¿Viajas mucho a causa de tu trabajo?
–Sí, pero sobre todo en Inglaterra. Sólo hace unos meses que hemos empezado a trabajar también en Europa.
La pregunta de Calum había sido amable e intrascendente, y la respuesta de Elaine había seguido la misma línea, haciendo que el embarazoso momento anterior quedara rápidamente olvidado. Pero la siguiente pregunta de Calum la tomó desprevenida.
–Tengo entendido que eres viuda.
La expresión de Elaine se endureció.
–Sí –su respuesta fue breve y tajante, no porque aún estuviera especialmente sensibilizada respecto al tema, sino porque ya sabía por experiencia a dónde conducía normalmente aquella pregunta. Se reprendió interiormente por haberse quedado mirando