–No acabar con él exactamente…
–Cariño –se soltó con suavidad de la mano de Melanie y le acarició la mejilla–, es un hombre muy encantador sin pretender serlo. Pero, encantador o no, lo único que estamos haciendo es intercambiar viejas historias.
–Ninguno de los dos es viejo en ningún sentido.
–Eso es lo que hace que el intercambio sea tan divertido.
–¿Qué más vas a intercambiar? –quizá una dosis de su madre le fuera bien a Bruce.
–No la ropa –bromeó, pasando el brazo por el de su hija–, ya que es demasiado grande –estudió el rostro de Melanie. Estaba preocupada–. Cariño, ¿qué es lo que te preocupa?
–En lo que atañe a las mujeres, Bruce no es un hombre experimentado ni sofisticado, mamá. No quiero que resulte herido.
–¿Y no piensas en mí? –el hecho de que la lealtad de Melanie estuviera con otra persona la desconcertó un poco.
–Tú puedes manejar la situación –rió y apretó la mano de su madre–. Siempre lo has hecho.
«Ese es el precio que pagaba por ser fuerte», reflexionó Margo. Nadie pensaba ni por un momento que podía ser ella quien resultara herida. Pero así es como lo quería. Sólo era asunto suyo. Le guiñó un ojo a Melanie.
–Te prometo no cortar ninguna parte vital e irreemplazable de Bruce Reed, incluyendo su corazón. ¿Te parece bien?
–No pretendí parecer tan seria, mamá, pero él no sale con nadie. Lleva una vida muy conservadora y tranquila. Ni siquiera deja que los amigos casados le busquen una cita.
–Entonces ya es hora de que se divierta un poco, ¿no crees? –siempre le habían encantado los desafíos.
–Un poco, sí, pero… –miró a su madre con expresión dubitativa.
–Te prometo que no lo conduciré a Sodoma y Gomorra al menos en lo que queda de velada –aseguró con la mano alzada.
–Lo siento, mamá –se disculpó Melanie, dominada por la culpa–, no pretendía herir tus sentimientos.
–Jamás podrías herir mis sentimientos, corazón. ¿Has olvidado que tengo una piel tan dura como la de un rinoceronte? –no quería preocupar a su hija ni por un momento.
–No pensaba en tu «piel» –Melanie atravesó esa fachada de indiferencia.
–Y en este momento no tendrías que pensar en nada mío –redirigió la atención de su hija al novio–. No cuando tienes a ese hombre maravilloso prometiendo amarte el resto de su vida –ladeó la cabeza–. ¿No os vais a ir de luna de miel?
–Lo hemos postergado para más adelante –habían llegado a la conclusión de que se irían en cuanto pudieran pagar un viaje a un lugar memorable.
Margo ya lo sabía, pues había hablado con Joyce. Fue ésta quien en secreto había hecho las maletas de los dos.
–Hazme caso, más adelante tiende a convertirse en algo que se desvanece o se emplea para otra cosa. Id ahora, no lo lamentaréis.
–Me temo que no po…
–Dos billetes para Hawai y la reserva para dos semanas en el mejor hotel de Oahu –con gesto teatral los sacó de su pequeño bolso.
–Mamá, no es posible –abrumada, Melanie se quedó mirando los billetes.
–La compañía aérea y la gente del hotel piensan lo contrario –se los puso en la mano.
–¿Todo va bien? –Lance se reunió con ellas y rodeó los hombros de Melanie, dándole un beso en la sien–. Me siento solo.
–Mamá nos envía de luna de miel a Hawai –al recuperarse alzó los billetes para mostrárselos.
Tras la sorpresa, Lance comenzó a poner objeciones. Margo reconocía el orgullo en cuanto lo veía.
–Es mi regalo de boda. Dos billetes a Oahu, en primera clase, más la estancia en el mejor hotel, en la suite nupcial.
–No podemos… –Lance sacudió la cabeza.
–Llámame Margo. Vamos a ser una familia informal. Y yo no podré ir, de modo que lo haréis vosotros.
–Es demasiado generoso –Lance volvió a intentarlo, aunque supo que sería inútil. Ya sabía a dónde conducían los debates con Melanie, y tuvo la firme sospecha de que era un rasgo hereditario.
–Sólo tengo una hija, Lance –el dinero sólo valía la felicidad que podía generar. No pensaba dejar que rechazaran su regalo–. Y, a partir de la una de esta tarde, un hijo. No se me ocurre nadie más en quien pueda gastar mi dinero. Además, rechazar un regalo de boda trae mala suerte.
–¿Otra leyenda que no conozco? –Melanie sonrió. De niña, su madre solía convencerla para hacer las cosas diciéndole que si se negaba le traería mala suerte. Y como ejemplo siempre le contaba alguna fábula. Con catorce años descubrió que las fábulas se las inventaba ella.
–De hecho, sí –repuso Margo con cierta nostalgia.
Lance abrió la boca, pero Melanie lo detuvo.
–No te molestes. Nadie ha conseguido jamás convencer a mamá una vez que ha tomado una decisión.
–No pensaba intentarlo, sólo iba a darle las gracias –la miró y, con una sonrisa, añadió–: mamá.
–De nada –murmuró, parpadeando. Lo abrazó.
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