–¿El último? –le pareció que era una adivinanza sin riesgo.
–Te equivocas –se había abierto más de lo que le hubiera gustado; decidió retroceder con una risa que llenó el aire–. Para ser amistosa –adrede maniobró a Bruce hasta quedar de espaldas a su hija. Ponerse sentimental dos veces en un día era excesivo–. Me gusta la gente, Bruce. Me gusta gustarle. Con los hombres, eso significa un poco de coqueteo.
Desde el otro extremo de la pista, Melanie observó sus movimientos con una mezcla de diversión y preocupación. Bruce le caía muy bien. Un hombre como él estaba por completo desarmado cuando se trataba de una mujer como su madre. Desarmado y no preparado. Alzó los ojos hacia su marido.
–Mi madre baila con tu padre. ¿Crees que debería advertirle de cómo es ella?
En el pasado Lance habría odiado reconocer que su padre y él eran muy parecidos. O lo habían sido, hasta que Melanie entró en su vida. Su padre merecía la oportunidad de descubrir semejante tesoro. Sacudió la cabeza.
–Si es como tú, sería lo mejor que jamás le hubiera pasado.
El cumplido le llegó al corazón, pero no eliminó su preocupación. Ese era el problema. En el fondo, su madre no era como ella.
Melanie se mordió el labio mientras miraba a la pareja moverse en lentos círculos por la pista. «Ve despacio con él, mamá», pensó.
Capítulo 2
MARGO alzó la cabeza para mirar al hombre que lograba mantener una actitud de respeto hacia ella al tiempo que la tenía lo suficientemente cerca como para hacer que su pulso latiera al ritmo de la música. Sin que se lo dijeran, sabía que Bruce Reed era un hombre tímido.
Tuvo el pensamiento de que la caballerosidad y los buenos modales eran subestimados desde hacía décadas.
«O quizá», susurró una vocecita en su cabeza, «me había cansado un poco de la vida por el carril de alta velocidad». Bruce Reed, con su sonrisa renuente y tímida, sus ojos amables y su educación, le resultaba un soplo de aire fresco.
Mentalmente Margo descartó las elecciones. No importaban las causas de sus sentimientos, resultaba agradable bailar con ese desconocido alto y atractivo al que el destino y el estado de California la habían ligado. Dejándose llevar por la música, disfrutó del momento. Ese había sido su credo durante los últimos veinte años. Disfruta del momento, porque el siguiente quizá no te guste.
La sonrisa que le dirigió a Bruce fue lenta, profunda y, según algunos, letal. La reacción muda de él también le agradó.
–¿Cuántos años tienes? –preguntó tras estudiar su cara.
–¿Por qué? –quería saber a dónde conducía eso.
–No pareces tan mayor como para tener un hijo de la edad de Lance –al encogerse de hombros lo rozó; la sensación le gustó. Se dejó llevar y apoyó la cabeza en su pecho.
«Esto es agradable», pensó él, sorprendido por la familiaridad de su propia reacción. Apenas se movían. El leve hormigueo que sentía hizo que olvidara que odiaba bailar.
–Gracias –repuso–. Con absoluta sinceridad puedo devolverte el cumplido.
–¿No parezco mayor como para tener un hijo de la edad de Lance? –alzó la cabeza con una leve sonrisa en la boca–. Es verdad –bromeó.
–No, quería decir…
–Sé lo que querías decir. Que no parezco mayor como para tener una hija de la edad de Melanie. Es un cumplido muy amable.
Bruce necesitó unos momentos para centrarse en la conversación. El modo en que lo miró le había dejado la mente momentáneamente en blanco, llenando el espacio con su imagen. Nunca había visto unos ojos tan azules. Resultaban hipnóticos, como ella. Era como sostener mercurio sólido. Lo mantenías un rato, nunca para siempre.
«La suegra de Lance», se encontró pensando, «es una mujer notable».
–No es un cumplido –corrigió. Probablemente recibía una docena al día, y él no tenía intención de entrar en una competición no oficial–. Es una observación. De verdad pareces más la hermana que la madre de Melanie.
Margo ya lo había oído antes, y no pensaba cansarse de ello. A medida que pasaba el tiempo, el cumplido le gustaba cada vez más.
–La tuve con once años –replicó.
Tenía la cara tan seria y la voz tan solemne que Bruce no supo si se burlaba de él o si, debido al champán, le estaba revelando un secreto profundo y oscuro. Había mujeres, entre ellas Bess, su hermana, que apenas podían soportar unos sorbos de cualquier cosa que tuviera un mínimo de alcohol, sin sentirse impulsadas a confesar todas las transgresiones y los pecados pasados. No sabía a qué categoría pertenecía Margo, aunque albergaba sus sospechas.
–¿Tanta edad le sacas? –le pareció que esa era la mejor manera de manejar la situación.
–Oh, Bruce, me encantas. La verdad es que soy diecisiete años mayor que Melanie –hizo una pausa–. Diecisiete y medio, de hecho.
Bruce pensó que eso les proporcionaba un vínculo, ya que ambos habían sido padres antes de cumplir los veinte años.
–Mi esposa tenía casi diecinueve años cuando nació Lance. Era cinco meses mayor que yo –no fue consciente de la sonrisa tierna que esbozó durante unos instantes, al dejarse transportar a otra época y lugar. Pero Margo la vio. Lo que no entendió fue por qué la sonrisa le provocó una añoranza agridulce–. Siempre le dije que me gustaban las mujeres mayores –añadió, riendo–. Jamás le importó –entonces se puso serio cuando la tristeza, después de tanto tiempo, lo envolvió–. Nunca llegó a ser lo bastante mayor como para que ese comentario adquiriera peso –se detuvo y pensó que Margo necesitaba una explicación para entenderlo–. Murió siendo muy joven.
Y aún seguía enamorado. Ella quedó conmovida por el sentimiento que vio en sus ojos.
–Tu mujer fue muy afortunada.
–¿Qué te hace decir eso? –sorprendido, enarcó una ceja. ¿Cómo podía una mujer que había muerto demasiado joven para ver a su hijo alcanzar su destino, ser afortunada?
–El modo en que se te iluminó la cara al mencionarla –no pudo evitar envidiar a la madre de Lance. Aunque ya no estaba, aún retenía el amor de su marido–. El ingrediente más importante en la vida de una persona es el amor, y me da la impresión de que ella lo tuvo en abundancia.
«Sí», pensó él, «Ellen lo tuvo». No recordaba un día en que no la hubiera amado. Le daba la impresión de que siempre habían estado juntos, desde el principio. Lo que hubiera pasado antes de conocerse era algo borroso. Igual que lo era la vida sin ella.
–Eres una mujer muy perceptiva –mientras giraban en la pista volvió a captar la fragancia del perfume de Margo. Le agudizaba los sentidos; le sonrió.
–Eso me han dicho –repuso sin ninguna vanidad.
–Bueno, sin duda no eres tímida –resultaba abierta; era un rasgo honesto. Valoraba mucho la honestidad.
«Oh, pero lo soy», surgió el pensamiento en su mente, como un alma perdida en la oscuridad. «Lo que pasa es que es algo que no puedo permitir que se vea mucho». Evitó que los pensamientos se reflejaran en su rostro, algo que con los años había perfeccionado.
–Conoces a mi hija –le recordó–. ¿De verdad esperabas que lo fuera?
–No, pero debo reconocer que tampoco esperaba a alguien tan efervescente.
–¿Efervescente? –rió encantada–. Mi querido señor Reed, ahora estoy muy contenida –miró en dirección a Melanie y sintió el mismo nudo en la garganta que en la iglesia–.