Ella estaba bastante arriba en la pirámide, en el escalón superior de un famoso equipo de investigación, con solo dos doctores por encima de ella. La gente acudía a ella con sus problemas, pero ella no podía ir al doctor Faraday, derrumbarse y pedir consejos personales. Él preparaba su trabajo para el Premio Nobel.
Por supuesto, le pagaban bien. Había ganado dinero suficiente para pagar su casa de tamaño medio en Los Ángeles, la Facultad de Medicina de David, cinco años de residencia, sus estudios avanzados, los gastos de los dos y dos vacaciones en siete años.
No hablaba de su matrimonio, o mejor dicho, de su divorcio. Cuando un grupo de programadores y analistas informáticos estaban juntos en una habitación, no solían hablar de sus sentimientos.
Una de las becarias notó que Sid perdía peso y parecía cansada. El doctor Faraday le preguntó si estaba enferma. «Porque no podemos permitirnos que enfermes», añadió. Ella le dijo que tenía problemas personales con su matrimonio, pero no especificó más y él soltó el tema como si fuera una patata caliente.
Sid empezó a sospechar que David no la había querido nunca, nunca había sido fiel y ella había estado demasiado ocupada y era demasiado inexperta en temas de amor y relaciones para darse cuenta. Recordaba la primera frase que él le había dirigido. «He visto un artículo sobre ti en LA Times, joven física que se abre paso en la computación cuántica». Probablemente pensó que había encontrado quien lo mantuviera.
David había iniciado el procedimiento de divorcio inmediatamente. Después de que ella lo hubiera mantenido, quería la mitad de todo lo que habían reunido. La mitad de los ahorros, de la casa y de la pensión de ella. Él se iba a quedar con todo lo que tenía y ella se vería obligada a empezar de cero. Sabía que debía buscarse un abogado, pero no podía moverse. No podía funcionar. No podía salir de la cama. Sus alumnos y compañeros de trabajo le escribían emails, pero ella no abría el ordenador. La llamaban y no contestaba al teléfono. No abría la puerta. Hasta que una vecina mayor, que le había cuidado la casa en una ocasión en la que había ido a visitar a Rob, había llamado a su hermano.
—¿Sidney está allí contigo? —le había preguntado.
—¿Conmigo? No. Le he dejado un par de mensajes y no me ha llamado, pero Sidney es así a veces. Cuando está muy atareada en la universidad, no presta atención a nada.
—Desde que la dejó David…
—¿Qué? —había gritado Rob.
—¿No lo sabías? Ella no quiere hablar de eso, pero ahora estoy preocupada. Está muy delgada y parece estar sufriendo. Hace días que no la veo y no abre la puerta. Tengo miedo de que se haya hecho algo. Su esposo no ha vuelto por aquí y ella no me dijo que pensara irse.
—¡Santo cielo! Llame a la policía. Que echen la puerta abajo, pero, por favor, asegúrense de que está allí y está bien. Tomaré el primer avión.
Cuando llegó Rob, a Sid se la habían llevado al hospital en una ambulancia. Le metieron suero por una vía para hidratarla y la medicaron. Pero estaba destrozada mental y emocionalmente. Rob se sentó en el borde de la cama y le tomó la mano.
—Sid, ¿qué intentabas hacer? —preguntó.
Ella tardó mucho en contestar.
—No sé —dijo al fin—. No sabía qué hacer.
Tenía la sensación de haber fracasado de un modo tan absoluto que no podía moverse. No era solo que su matrimonio no funcionara. Era también que podía tener mucho éxito en su trabajo y no darse cuenta de que el matrimonio no funcionaba.
Rob la tomó en sus brazos y lloraron juntos.
Los doctores querían dejarla en el hospital, en la planta de psiquiatría. Pero Rob negoció con ella para buscar una buena clínica en Colorado. Ella necesitaba medicación y terapia. Rob la llevó a su casa, después de una estancia breve en el hospital, y le buscó un psiquiatra. Contrató a un abogado que la defendiera y la ayudara durante el divorcio. Ella empezó a recuperarse día a día y hora a hora. No fue ni fácil ni rápido.
Sid nunca había sido muy emotiva y, desde luego, no era una romántica. Era una científica, una mujer pragmática que vivía en un mundo de ecuaciones y computaciones. Pero había aprendido lo peligroso que podía ser un corazón roto. Y también lo horrible que era no tener familia, carecer de vínculos emocionales fuertes.
Había tenido un colapso emocional y lo que había aprendido era tan ridículamente sencillo que se había sentido aún más tonta. No llevaba una vida equilibrada. Había estado completamente absorta en un trabajo difícil, cansada físicamente, sin tener amor en su vida, se había aislado y se había quedado sin defensas.
Y se había desmoronado.
Rob la llevó al bar, al principio para que echara una mano o comiera con los chicos. Con el tiempo, ella fue entrando en el trabajo, conociendo a los clientes, haciéndose amiga de los demás empleados, aprendiendo a conocer a la gente del pueblo. Eso se había convertido en su vida.
Seguía viviendo con su hermano y sus sobrinos. Rob y ella trabajaban juntos para procurar que los chicos tuvieran todo lo que necesitaban y el apoyo completo de figuras materna y paterna. Sean y Finn eran listos, atléticos y divertidos. No les faltaba mucho para ir a la universidad.
—Nos vamos a convertir en una de esas parejas raras de hermanos a los que nadie entiende y que viven juntos hasta que son viejos sin cambiar nada —bromeaba Sid.
En el pueblo no sabían todo lo que había sufrido. Estaba divorciada, como mucha otra gente. Solo sabían una pequeña parte de lo que había tenido que pasar Rob enterrando a una esposa joven cuando sus hijos solo tenían seis y ocho años.
Había algo que seguía atormentándola. ¿Cómo podía su exmarido haberla tratado con una crueldad tan egoísta, haberla utilizado, haberla abandonado y seguir durmiendo por la noche? Intentaba no pensar mucho en eso, porque le entristecía. No pasaba por una persona triste. Caía bien y la consideraban inteligente, divertida y servicial.
En Timberlake había bastantes hombres atractivos y agradables. Y la invitaban a salir a veces. Pero ¿podía volver a ser amiga de un hombre? Probablemente no.
Aunque se había jurado una cosa. Jamás volvería a permitirse volver a estar tan aislada y a trabajar tanto. Pensaba rodearse de familia y amigos. Amigos, no amantes.
Cuando Cal volvió de Denver, Dakota había firmado el contrato de alquiler, se había llevado sus pocas pertenencias y había firmado un contrato con el condado para recoger basura a media jornada, empezaría diez días después. Antes tenía que hacer unos días de entrenamiento, aunque no sabía qué había que entrenar para recoger basura y confiaba en que le dejaran conducir el camión grande.
—¡Caray! —exclamó Cal—. Esto casi suena a que te vas a quedar una temporada.
—Una temporada —repuso Dakota, sin comprometerse.
—¿Me vas a enseñar tu casa?
—Claro que sí. Cuando tú quieras.
—Pues vamos.
Cal saltó al Jeep y tardaron quince minutos en llegar a la cabaña del bosque. Dakota cruzó el puente despacio.
—Me han dicho que este arroyo crece en primavera. Si las cosas se ponen muy feas, supongo que tendré que saltar con pértiga para volver a casa.
—Esto es muy mono —comentó Cal.
—Cuidado con lo que dices. Esto es muy viril.
—Eso también —asintió Cal.
—Acabo de comprar dos tumbonas de lona. Podemos sentarnos en el porche, tomar una cerveza y observar a los ciervos y los conejos.
Entraron y Cal admiró los suelos