Tenía una voz grave, aterciopelada, que la hizo sentirse incómoda. Como si no pudiera predecir lo que iba a pasar a continuación y, sin embargo, supiera que fuera lo que fuera, iba a ser malo.
–Mi abuelo ha traspasado los límites –comenzó a decir, pensando que no era la primera vez que Glen se había rendido a su premisa de «mejor pedir perdón que pedir permiso»–. No pretendía hacer ningún daño a nadie.
–Le ha robado a mi madre.
Heidi esbozó una mueca.
–¿Estás muy unido a ella? –sacudió inmediatamente la cabeza–. No importa, es una pregunta estúpida.
Si a Rafe no le importara su madre, no estaría allí en aquel momento. Y tampoco podía decir que la sorprendiera. Por lo que ella sabía, May era una mujer encantadora que se había mostrado muy comprensiva con aquel error. Aunque no lo bastante como para mantener a su hijo al margen.
–Glen, mi abuelo, tiene un amigo al que le diagnosticaron un cáncer. Harvey necesitaba tratamiento, no tenía seguro y Glen quería ayudarle –Heidi intentó sonreír, pero sus labios no parecían muy dispuestos a cooperar–. Así que... se le ocurrió la idea de vender el rancho. A tu madre.
–Pero el rancho es tuyo.
–Legalmente, sí.
Era su nombre el que aparecía en el crédito del banco. Heidi no había hecho cuentas, pero imaginaba que tendría alrededor de setenta mil dólares en patrimonio, el resto del rancho todavía estaba sujeto a la hipoteca.
–Le pidió doscientos cincuenta mil dólares a mi madre y ella no ha recibido nada a cambio.
–Algo así.
–Y ahora tu abuelo no tiene manera de devolverle el dinero.
–Tiene seguridad social y tenemos algunos ahorros.
Rafe desvió la mirada hacia Atenea y volvió después a mirarla.
–¿De cuánto estamos hablando?
Heidi dejó caer los hombros con un gesto de derrota.
–De unos dos mil quinientos dólares.
–Por favor, aparta la cabra. Voy hacia el rancho.
Heidi tensó la espalda.
–¿Qué piensas hacer?
–Quiero que detengan a tu abuelo.
–¡Pero no puedes hacer una cosa así! –Glen era el único familiar que tenía–. Es un anciano...
–Estoy seguro de que el juez lo tendrá en cuenta cuando determine la fianza.
–No pretendía hacer ningún daño a nadie.
Rafe no se dejó conmover por su súplica.
–Mi familia siempre vivió en este lugar. Mi madre era el ama de llaves. El propietario de este rancho no le pagaba prácticamente nada. Mi madre a veces ni siquiera tenía dinero suficiente para dar de comer a sus cuatro hijos. Pero continuó trabajando para él porque le había prometido que heredaría el rancho cuando muriera.
A Heidi no le estaba gustando aquella historia. Sabía que acababa mal.
–Al igual que tu abuelo, le mintió. Cuando al final murió, dejó el rancho en herencia a unos parientes lejanos que vivían en el Este –sus ojos se transformaron en unos rayos láser que la taladraron prometiendo un castigo innombrable.
–No voy a permitir que mi madre vuelva a sufrir por culpa de este rancho.
¡Oh, no!, se lamentó Heidi. Aquello era peor de lo que imaginaba. Mucho peor.
–Tienes que comprenderlo. Mi abuelo jamás haría ningún daño a nadie. Es un buen hombre.
–Tu abuelo es el hombre que le ha robado doscientos cincuenta mil dólares a mi madre. El resto es simple artificio. Ahora, aparta de ahí esa cabra.
Incapaz de pensar una respuesta, Heidi se apartó de la carretera. Atenea trotó a su lado. Rafe se metió en el coche y se alejó de allí. Lo único que quedó tras él tras su furiosa partida fue una nube de polvo. Sin embargo, la carretera estaba pavimentada y bien cuidada por el Ayuntamiento. Aquella era una de las ventajas de vivir en Fool’s Gold.
Heidi esperó hasta perderlo completamente de vista, se volvió hacia el rancho y comenzó a correr. Atenea la seguía sin insistir, casi por primera vez en su vida, en alargar su período de libertad.
–¿Has oído eso? –le preguntó Heidi. Sus zapatos deportivos resonaban en el asfalto–. Ese hombre está muy enfadado.
Atenea trotaba a su lado, aparentemente ajena al triste destino de Glen.
–Como tengamos que venderte para devolverle el dinero a May Stryker te arrepentirás –musitó Heidi, e inmediatamente deseó no haberlo hecho.
Durante toda su vida había deseado una sola cosa: tener un hogar. Un verdadero hogar, con techo, cimientos, alcantarillado, agua corriente y electricidad. Cosas que la mayoría de la gente daba por sentadas. Pero ella había crecido yendo de ciudad en ciudad. El ritmo de sus días lo marcaba las ferias en las que trabajaba su abuelo.
Cuando había encontrado Castle Ranch, se había enamorado localmente de aquel rancho. Del terreno, de la vieja casa y, sobre todo, de Fool’s Gold, la ciudad más cercana. Tenía un rebaño de ocho cabras, incontables vacas salvajes y cerca de cuatrocientas hectáreas de tierra. Había comenzado a montar un negocio de queso y jabón, elaborados ambos con leche de cabra. Vendía la leche de las cabras y sus excrementos como fertilizante. En el rancho había cuevas naturales en las que podía curar el queso. Aquel era su hogar y no estaba dispuesta a renunciar a él por nada del mundo.
Pero tendría que hacerlo por alguien, por Glen. Su abuelo había vendido un rancho que no le pertenecía a una mujer con un hijo muy enfadado.
Rafe aparcó el coche al lado del de su madre. El rancho tenía peor aspecto de lo que él recordaba. Las cercas marcaban los límites de forma casi imaginaria, la casa estaba ligeramente combada y necesitada de pintura. Se le ocurrían miles de lugares mejores en los que estar. Pero marcharse no era una opción, al menos hasta que aclarara todo aquel lío.
Salió del coche y miró a su alrededor. El cielo estaba azul, típico de California. De aquel azul que los directores de cine adoraban y al que los compositores cantaban en sus canciones. En la distancia, las montañas de Sierra Nevada acariciaban el cielo. Cuando era niño se quedaba mirándolas fijamente, deseando estar al otro lado. En cualquier parte que no fuera aquel rancho. A los quince años se sentía atrapado en aquel lugar. Era curioso que al cabo de tanto tiempo continuara experimentando aquella sensación.
La puerta de la casa se abrió y salió su madre. May Stryker podía ser una mujer de mediana edad, pero continuaba siendo muy atractiva, gracias a su altura y su figura estilizada y a un pelo oscuro que caía libremente por sus hombros. Rafe había heredado su altura y el color de pelo y de ojos aunque, por lo que decía su madre, tenía la personalidad de su padre. May era una mujer de gran corazón que quería cuidar y sanar al mundo. Rafe descansaría mucho mejor cuando lo hubiera conseguido.
–¡Has venido! –exclamó May mientras se acercaba sonriendo hasta él–. Sabía que vendrías. ¡Oh, Rafe! ¿No te parece maravilloso haber vuelto?
Sí, claro, pensó Rafe con amargura. Y a lo mejor podía pasarse después por el infierno.
–Mamá, ¿qué está pasando aquí? Tu mensaje no estaba muy claro.
Lo que quería decirle era que no había conseguido explicarle cómo se había visto envuelta en aquel lío. Lo único que su madre le había dicho era que había comprado el rancho y que el hombre que se lo había vendido le decía que no podía entregárselo. Principalmente porque no era suyo.
Una auténtica estafa. O un robo. Fuera como fuera, aquel prometía