Al día siguiente pondría el plan en marcha. Primero, para hacer las cosas bien, le pediría permiso al doctor Musa para llevarse a Megan un par de semanas. Si fuera necesario incluso podía hacer que mandasen a otro voluntario para que se ocupase de la clínica en su lugar.
Y en cuanto a lo de organizar el safari, aunque fuese precipitado, no debería suponer ningún problema. La estación lluviosa era temporada baja, y la mayoría de las agencias estarían encantadas de complacer a un cliente dispuesto a pagar bien.
No le contaría nada a Megan hasta que lo tuviese todo preparado. Tal vez discutiría con él cuando se lo dijese. Y hasta era posible que se pusiese terca y se negase rotundamente a acompañarlo. Pero al final iría con él; aunque tuviese que sedarla y secuestrarla.
Era el plan perfecto, porque las tardes en un safari, cuando empezaba a caer el sol, eran tranquilas y no se hacía mucho más aparte de comer, beber, descansar y charlar. Y en cuanto a las noches… No, mejor no adelantar acontecimientos; dejaría que la naturaleza siguiese su curso.
Y al día siguiente le mandaría también un correo electrónico al detective Crandall. Si había conseguido encontrar a Megan, quizá también fuera capaz de destapar algo que no supiese acerca de los últimos meses de vida de Nick. Y podía que incluso lograse encontrar el dinero que faltaba.
Pero en ese momento, se dijo con un bostezo, lo único que quería era llegar al hotel, meterse en la cama y dormir.
Acostada en la cama de la clínica, protegida por una mosquitera, Megan se revolvía de un lado a otro, presa de las pesadillas, reviviendo lo que había ocurrido en Darfur.
Saida solo tenía quince años. Era una chica preciosa, de ojos brillantes, y tenía la agilidad y la gracia de una gacela, como la gente de su tribu, los fur. Como hablaba bastante bien el inglés y toda su familia había muerto, Megan le había dado el puesto de intérprete en la enfermería del campamento. Era muy lista, y prometía, pero se había enamorado de un chico llamado Gamal, y su amor por él la volvió descuidada. Una noche, cuando estaba haciendo la ronda para ver cómo seguían los pacientes, se encontró la cama de Saida vacía.
Esa mañana le había confesado con lágrimas en los ojos y en secreto dónde se reunía con Gamal, en un pozo seco que había fuera del campo. Tenía que estar allí ahora, pensó.
Abandonar el campo de refugiados por la noche estaba prohibido, porque fuera merodeaban los despiadados mercenarios yanyauid, que recorrían el desierto como perros salvajes en busca de una presa.
Megan decidió salir a buscar a los dos jóvenes antes de que ocurriera una tragedia. Tomó una pistola y se aventuró en la oscuridad.
En su sueño todo se volvió borroso, como si una niebla la envolviera. Atravesaba corriendo las áridas colinas bajo la débil luz de la luna. A lo lejos vio el tronco retorcido de una acacia muerta, y a sus pies el pozo seco, un gran agujero rodeado por un círculos de piedras.
Cerca de él vio a los dos enamorados, abrazados el uno al otro, ajenos a todo lo que les rodeaba. De pronto, una sombra con turbante se aproximó a ellos por detrás. Y luego otra, y otra más. Megan levantó la pistola, apuntó, y el tiempo pareció ralentizarse.
Antes de que pudiera apretar el gatillo, una mano enorme y sudorosa le tapó la boca. Un intenso dolor la sacudió cuando aquel hombre le dobló el brazo para que dejara caer la pistola. Intentó luchar, revolviéndose y arañándolo, pero el hombre era mucho más fuerte que ella. Incapaz de moverse o de chillar, solo pudo observar espantada el destello de un cuchillo en la oscuridad antes de que se hundiera hasta la empuñadura en la espalda de Gamal, que cayó al suelo fulminado.
Los gritos de Saida desgarraron la oscuridad a medida que los demás yanyauid se acercaban, rodeándola. Uno de ellos la empujó al suelo. Otros dos le separaron las piernas. Megan oyó cómo le arrancaban la ropa, y Saida volvió a chillar una y otra vez…
Megan abrió los ojos sobresaltada. Estaba temblando, empapada en sudor, y el corazón le palpitaba violentamente, en medio del silencio que reinaba en la habitación.
Se incorporó y hundió el rostro en las manos. No recordaba cómo había logrado escapar; solo sabía que a la mañana siguiente encontraron muerto a Gamal, y que no había ni rastro de Saida.
Continuó trabajando en el campo, con la esperanza de que el tiempo la ayudase a olvidar, pero incluso allí en Arusha seguía teniendo pesadillas, y cada vez iban a peor. Tal vez el doctor Musa tuviese razón; tal vez tuviese estrés postraumático. Pero lo único que podía hacer era intentar olvidar.
El miércoles era el día de vacunaciones en la clínica. Mientras su ayudante se encargaba del papeleo y el doctor Musa de los casos más urgente, Megan estuvo horas poniendo inyecciones. La mayoría de los pacientes eran niños y bebés, y salían de la clínica llorando. Adoraba a aquellos pequeños y era feliz con poder ayudarlos, pero al llegar la tarde tenía un buen dolor de cabeza.
Mientras se tomaba un par de aspirinas, se preguntó qué habría sido de Cal. Hacía un par de días que no lo veía. ¿Podría ser que se hubiese dado por vencido y se hubiese marchado? No, no parecía propio de él. Había ido allí en su busca, y no se iría de allí sin respuestas.
Y no era solo eso lo que le preocupaba. La otra noche, cuando la rodeó con sus brazos y la atrajo hacia sí para calmarla, notó que se había excitado, y estuvo a punto de apartarlo y salir corriendo cuando, gracias a Dios, él mismo se separó para dejarle espacio.
En los últimos meses era como si algo dentro de ella hubiese muerto. Las cosas que había presenciado la habían afectado de tal modo que dudaba de que pudiese volver a tener relaciones íntimas.
Había sido consciente de ello por primera vez hacía unos meses, cuando un médico voluntario de uno de los campos de refugiados en los que trabajaba la había invitado a cenar. Era un tipo atractivo, y la verdad era que había agradecido poder olvidar durante unas horas la crudeza de la realidad que se vivía en el campo.
Sin embargo, cuando la besó, después de la cena, en su tienda de campaña, se sintió bastante incómoda. Había intentado comportarse como si no pasara nada, pero a medida que sus caricias se volvieron más íntimas, el rechazo inicial ascendió en una espiral hasta convertirse en pánico. Al final se zafó de él y salio de la tienda mientras él le gritaba: «¿Qué diablos te pasa? ¿Es que eres frígida, o algo así?».
Después de aquello no había vuelto a intentar tener relaciones con nadie, y aunque esperaba que solo hubiese sido algo pasajero, la reacción que había tenido con Cal le había confirmado sus sospechas de que no lo era.
No, el problema no había desaparecido, y si lo que Cal tenía en mente era intentar seducirla, se iba a llevar un chasco. Por eso, y por muchas otras razones, esperaba que de verdad se hubiera ido y no volviera a verlo.
Sin embargo, no fue eso lo que pasó. A la mañana siguiente, cuando estaba desayunando un café y un plato de huevos revueltos, entró en el recinto al volante de un todoterreno.
Cuando se detuvo frente al bungalow, el doctor Musa salió de la clínica con una sonrisa, como si Cal y él se trajesen algún tipo de broma entre manos.
Cal se bajó del todoterreno y, dirigiéndose a ella, le dijo:
–Recoge tus cosas. Te vienes conmigo; ahora.
Megan se levantó de la mesa, fue hasta los escalones del porche y se quedó mirándolo con los brazos cruzados.
–¿Has perdido la cabeza? ¿Con qué derecho vienes aquí y te pones a darme órdenes como si tuviera seis años?
Cal entornó los ojos.
–Soy el presidente de la Fundación J-COR, y tú una voluntaria. Y ahora mismo vas a venirte conmigo a un safari fotográfico de diez días. Ya lo he hablado con el doctor Musa –miró al médico, que la miró a ella y asintió–. La persona que va a reemplazarte llega esta tarde, así que el doctor no se quedará sin ayuda. Está todo arreglado.