Cinco minutos después encontró las llaves debajo de una montaña de caramelos en el bote de las golosinas, en el salón. Ahora ya estaba claro que llegaría un poco tarde, pero probablemente no importaría mucho. De todos modos, la gurú Guðlaug nunca empezaba a la hora exacta. Salió corriendo, llamó el ascensor y miró la luz que se movía por el contador de pisos, del uno al doce. Era un ascensor Kone nuevecito, hecho en Finlandia, que instalaron la primavera anterior, y que no tardaba nada en subir. Cuando entró y apretó el botón del piso cero para bajar al garaje, disponía aún de 12 minutos.
Hans Blær Viggósbur
«Es necesario ser fuerte para moverse entre imbéciles, e inteligente para quitar de en medio a los imbéciles. Quien no ha aprendido a dominar lo pequeño —las mariposas, las hojas de los árboles, el reflejo de las estrellas en los ojos de la persona amada— nunca aprenderá a conocerse a sí mismo y nunca comprenderá la esencia del mundo. Será rechazado por los imbéciles». Hepatitis B, El puño y el músculo.
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ILMUR ÞÖLL
El 11 de septiembre de 1984, y unos días antes y después —cinco años más o menos— el mundo era al mismo tiempo asexuado, sexófobo y paralizado por un irresistible temor a la muerte. Vigdís Finnbogadóttir era presidenta de Islandia. Reagan era presidente de los EE. UU. Y a la familia de la avenida de Snorrabraut no podrían haberles sido más indiferentes otros presidentes. Por todo el país surgían videoclubs, las películas X las tenían en la trastienda, debajo del mostrador había un libro de registro y las revistas porno adornaban las estanterías de todas las librerías. Porque no existía internet, pero la gente necesitaba algún remedio para masturbar su impotencia. Los habitantes del planeta se mostraban con poca ropa en la televisión, con el pecho desnudo en las playas, y prácticamente todos habían perdido el impulso sexual por miedo al invierno nuclear y al sida; las mujeres asistían a cursos de autoprotección para defenderse de los violadores y compraban silbatos y espráis de pimienta, y de vez en cuando cocaína y cócteles, porque no existían medidas de seguridad suficientemente radicales para detener una guerra nuclear, ni había silbatos suficientemente grandes para asustar a los violadores, y de alguna forma había que aguantar tanto horror.
Cuando las mujeres dan a luz un niño es siempre una especie de milagro. Pero Lotta Manns, cuando aún disfrutaba de vitalidad, los milagros los hacía igual que lo hacía todo. Bufó un poco, levantó los brazos como si los cielos corrieran peligro de derrumbarse, salmodió como un religioso musulmán, se encogió de hombros, luego puso los brazos debajo del cuerpo y se quitó el mundo de en medio. Porque, digo yo, ¿qué otra cosa podía hacer? Nada.
Hans Blær nació (por primera vez) cinco años después de que Lotta cumpliera los veinte, el gran día 11 de octubre de 1984, el mismo día en que caminó por el espacio la primera mujer. En cuanto llegó a la tierra, se arañó hasta hacerse sangre y berreó para apoderarse del mortificado cuerpo de su madre, Karlotta Hermannsdóttir, exacto, y se acurrucó sobre su esternón entre los dos pechos gigantescos que colgaban hacia los lados como dos ballenas varadas en sus sudorosas axilas. Elle se había aferrado a la vida y no tenía ninguna intención de soltarla.
Todo esto había sucedido en forma muy repentina. Lotta Manns pugnaba por recuperar el aliento. Su ancho rostro estaba enrojecido, tenía el rubio cabello pegado a las sienes por el sudor, la barbilla estaba llena de moco, y los ojos, inyectados en sangre por el esfuerzo; recordaba al mismo tiempo a una pobre tonta y a un ufano guerrero. Volvió a cerrar los ojos y recogió del vacío sus pensamientos, volvió a ponerlos a cada uno en su casilla. Luego cogió los bracitos de Hans Blær, le levantó y estudió su entrepierna, arrugó las cejas, se mordió el labio, le acercó, alejó, acercó, volvió a ponerle entre sus pechos, cerró los ojos y dijo: «Niña». Luego exhaló y añadió al inhalar: «Gracias a Dios».
Eso no era nada especial, nada anómalo. Exactamente así asigna sexo la gente, así viene haciéndolo desde tiempos inmemoriales, y no podríamos afirmar con fundamento que eso tuviera la más mínima importancia en este caso concreto, aunque haya sido el primer error en una causalidad más bien banal.
Cuando Lotta hubo descansado un poco y el padre, Viggó Rúnarsson, hubo cortado con habilidad aprendida el cordón umbilical y la comadrona le hubo limpiado a elle toda la sangre y todo volvió a ser feliz tranquilidad, se decidió que Hans Blær recibiría el nombre de Ilmur Þöll. Porque olía muy bien, que es lo que significa Ilmur.
Siempre volvemos a empezar. Todo vuelve a empezar. No tenemos ningún interés en poner el punto final al otoño, que dure toda la eternidad, que las palabras no se agoten nunca, escribe elle, apretándose la nuca con la mano.
Primero no tenía nombre y luego se llamaba Ilmur, escribe elle en una página nueva, vacía y de color crema, a la luz fluctuante de una vela, con una oscura tormenta en un vaso, 34 años y 16 días después de venir al mundo, y era, como ha quedado dicho, una niña, o algo parecido. El proceso del parto fue larguísimo, pero se aceleró en cuanto empezó la expulsión, Ilmur pesó tres kilos y cuarto. Tres y cuarto, casi tres y medio. Una criatura sana, dijeron los médicos. Una criatura sana, murmuraron a media voz al cuello de sus batas blancas mientras se movían nerviosos por el linóleo que cubría los suelos de la planta de neonatos. ¿Pero qué?, preguntó la madre de la criatura. Preguntaba expectante. ¿Pero qué? Nada, una cosa sin importancia, dijeron los médicos. *Tos* *Tos*. En realidad no es nada. Y puede esperar, añadieron. Descansa y mañana por la mañana lo hablamos.
La madre de la niña no pegó ojo en toda la noche, había examinado la entrepierna de Ilmur con tanta atención que no vio nada, no quiso ver nada. Nada de lo que podía verse a simple vista. Cosas que pasan a veces.
El padre de la niña cortó el cordón umbilical y se fue al bar y luego al barco y no volvió a ver a su hija en estado sobrio hasta que desembarcó meses después. A Ilmur le daba igual, aunque a veces pensaba que quizá a su madre le resultaba muy molesto.
Tres kilos y cuarto. Casi tres y medio. No sé lo que significa, escribe elle. Me parece poco. No sabría deciros cuál tiene que ser el peso de un recién nacido por término medio. ¿Un kilo? ¿Dos kilos? Probablemente, Ilmur era una niña pequeña, tan insignificante como grandiosa llegaría a ser más tarde. Lo cierto es que cuando era pequeña, todo era pequeño. Su padre era pequeño. Apenas llegaba al manillar del cochecito de bebé. Su madre era pequeña. Metro y medio, y tal vez 40 kilos en un buen día, de los que diez correspondían a los pechos.
Karlotta Hermannsdóttir, a quien siempre llamaron Lotta Manns, era una exsecretaria de veinticuatro años y, pese a su baja estatura, se la consideraba perfectamente capaz de procrear. Se había graduado en la escuela de artes domésticas, era muy bonita de cara e insistía en trabajar en casa, a diferencia de sus compañeras de escuela, y a tal fin había pillado un hombre «mayor» muy sensato, que andaba por la treintena, nada menos.
Lotta Manns pretendía ser ama de casa, escribe elle, y nada más, aquello era su raison d’être, como dicen en Francia los poetas románticos, su este y oeste, como dicen en Inglaterra los poetas románticos, porque eso era lo que había sido la madre de Lotta y la madre de su madre también, y antes de esa época no existía sociedad civil en Islandia, no había amas de casa que trabajaran en casa, porque todo el mundo trabajaba a tiempo completo para no morirse de hambre. Al menos en la familia de Ilmur.
Lotta Manns decidió trabajar en casa en el siglo de la supermujer, cuando según el espíritu de los tiempos debería trabajar al menos en dos empleos en la ciudad, aparte de criar a los niños, cocinar, hacer tartas y limpiar, si hacemos caso a los semanarios, sin mencionar el curso de artes marciales, la peluquería semanal, las horas de bronceado, gimnasia y visitas a locales de esparcimiento (¡porque solo tenía veinticuatro años!).
El padre de Ilmur, Viggó Rúnarsson, tenía 32 años y era capitán del pesquero de altura Herdís Guðbjartsdóttir, que tenía Akranes como puerto de cabecera. El Herdís era un buen empleo, si se puede