Cada generación conoce esta tentación, por más que en cada época adopte una nueva forma y se sirva de un nuevo lenguaje. El cardenal Sarah insiste hoy de manera muy contundente en que la Iglesia no debe fusionarse con el zeitgeist, incluso allá donde ese espíritu de la época se disfraza de ciencia, como sabemos que han hecho el racismo y el marxismo.
Nunca más debe institución alguna aglutinar todo el poder en sus manos. Ni el Estado ni el zeitgeist tienen derecho a esta omnipotencia y, por supuesto, tampoco la Iglesia. Al césar lo que es del césar. Indudablemente. ¡Pero a Dios lo que es de Dios! Esta es la distinción en la que hoy insiste el cardenal Sarah, con su propia voz, franca y valiente.
El Estado no debe convertirse en una religión, como acabamos de ver con horror en el llamado Estado Islámico. Y tampoco debe el Estado prescribir al pueblo el laicismo, como una cosmovisión supuestamente neutral. Este no es más que otra pseudorreligión que resurge tras las ideologías totalitarias del siglo pasado, para intentar reemplazar al cristianismo (y a todas las demás religiones) después de tacharlas a todas de inútiles y retrógradas.
Por eso resulta radical este libro del cardenal Sarah. No en el sentido en que hoy usamos el adjetivo, sino en el sentido original de la palabra. La raíz latina significa justamente «raíz», y es en ese sentido en que el libro es radical, porque nos lleva de regreso a las raíces de nuestra fe. Es el radicalismo del Evangelio el que inspira este libro. El autor está «convencido de que una de las tareas más importantes de la Iglesia es permitir que Occidente redescubra el rostro radiante de Jesús».
Por eso no le da miedo volver a hablar de la Encarnación de Dios y de la radicalidad de esta buena noticia, que contrasta con un análisis implacable del tiempo. Nos abre los ojos al hecho de que las nuevas formas de indiferencia hacia Dios no son solo aberraciones mentales de las que podamos sencillamente desentendernos. Reconoce una amenaza existencial para la civilización humana en la transformación moral de nuestras sociedades.
No hay duda de que en esta precaria situación el mandato de volver a predicar el Evangelio de forma viva está cobrando nueva urgencia. A esta hora la voz de Sarah se alza profética. Sabe que el Evangelio, que una vez reformó las culturas, corre ahora el peligro de ser reformado por las llamadas «realidades de la vida». Durante dos mil años, la Iglesia ha cultivado el mundo con el poder del Evangelio. No va a funcionar al revés. La revelación no debe adaptarse al mundo. El mundo quiere devorar a Dios, pero Dios quiere ganarnos a nosotros y al mundo.
De ahí que en esa lucha este libro no sea una contribución fugaz a ningún debate concreto. Tampoco es una respuesta específica a puntos de vista ajenos. Describirlo así no haría justicia a la profundidad y al resplandor de este testimonio de fe. Al cardenal Sarah no le preocupan los conflictos individuales, sino la fe en su conjunto. Demuestra cómo, desde el todo correctamente entendido, también se puede comprender al individuo; y cómo, a la inversa, con cada intento teológico de aislar cuestiones parciales, el todo queda dañado y debilitado.
En todo caso, con este libro no estamos ante un manifiesto ni ante un panfleto. Es una guía de viajes hacia Dios, que mostró su rostro humano en Jesucristo. Es un vademécum para el comienzo del Año Santo.
El 20 de noviembre de 2016 —justo dentro de un año— este Año Santo, dedicado al «Rostro de la Misericordia», llegará a su fin. Mientras tanto, podemos aprender de este libro las lecciones más valiosas sobre la naturaleza de la misericordia. Reginald Garrigou-Lagrange escribió ya en 1923: «La misericordia y el rigor de la enseñanza solo pueden existir juntos». Y añadió: «La Iglesia es intolerante en cuanto a sus principios porque cree, y es tolerante en su praxis, porque ama. Los enemigos de la Iglesia son tolerantes en cuanto a sus principios, porque no creen, e intolerantes en su praxis, porque no aman».
El cardenal Sarah es una persona que ama. Y es una persona que nos muestra en qué obra de arte Dios quiere transformarnos si no oponemos resistencia a las manos del artista. Su libro es un libro de Cristo. Es un credo. Tenemos que pensar en su título como un feliz suspiro: ¡Dios o nada!
[1] Palabras de presentación del libro homónimo del cardenal Robert Sarah en Santa Maria dell’Anima en Roma, el 20 de noviembre de 2015.
5.
LEVANTAOS, ALZAD LA CABEZA[1]
ES PROBABLE QUE TODOS LOS NIÑOS hayan visto que, cuando tocas las antenas de un caracol, se retraen instantáneamente. La mayoría de las veces también echa la cabeza hacia atrás y se mete completamente en su caparazón. El ciego caracol piensa que se ha topado con algo peligroso y, por miedo a este peligro, se retira a su interior.
Muchas personas hacen lo mismo: cuando husmean el peligro y sienten miedo, agachan la cabeza y huyen encerrándose en sí mismos. Lo que pasa es que los seres humanos no somos caracoles.
Lo que el Creador del caracol le dio como un instinto útil para su trayectoria vital no se aplica a los seres humanos. Por eso Jesús nos llama: «Levantaos, alzad la cabeza» (Lucas 21, 28). Es como si quisiera decirnos: ¡No agachéis la cabeza en cuanto la cosa se pone difícil! ¡No dejéis que el miedo os deprima! ¡Levantad la cabeza, mirad hacia arriba, no tengáis miedo, mirad al futuro a los ojos! ¡Porque al final de vuestro futuro no os espera el declive y la descomposición, sino que Yo os espero, vengo a vosotros, vuestro Redentor!
Al final de cada año litúrgico nos acompañan los textos apocalípticos del Nuevo Testamento. De esta manera, en los meses más oscuros del año, se nos recuerda conmovedoramente la necesaria vigilancia en la fe y el Juicio Final, que dará comienzo con la Segunda Venida del Señor. Esta Segunda Venida Suya y lo que la precede es precisamente lo que Jesús describe en el Evangelio de hoy: «Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y gloria» (Lucas 21,27). Se llama a este evento la Segunda Venida y, por lo tanto, «regreso» porque así fue descrito y anunciado por los dos ángeles durante la ascensión de Jesús cuarenta días después de su resurrección: «Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros y llevado al cielo, volverá como lo habéis visto marcharse al cielo» (Hechos 1, 11).
«Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación». El Señor dijo esto en un extenso sermón que trata sobre los últimos tiempos, es decir, la última vez antes del último día. Predijo que sucederían cosas terribles: fenómenos inusuales en el cielo, olas de tormenta en el mar, guerras, terremotos y hambrunas. Todo lo que antes daba sostén y estabilidad al mundo empezaría entonces a tambalearse. También predijo que un gran temor se esparciría entre los hombres; frente a acontecimientos tan tremendos, se sentirían abatidos y profundamente perturbados. El miedo que se propaga como una epidemia es una señal del fin de los tiempos.
«Habrá signos en el sol y la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, perplejas por el estruendo del mar y el oleaje», oímos de boca del Señor. Ahora estamos experimentando esto entre nosotros: no vivimos en guerra, no debemos temer al hambre, no habitamos una zona propensa a terremotos, y sin embargo el miedo se está extendiendo por todas partes. El miedo a perder el trabajo, la seguridad, la salud. El miedo a los accidentes, a los ataques terroristas, el miedo a los contemporáneos sin escrúpulos que toman decisiones cuyas consecuencias deben sufrir personas inocentes.
Que a medida que se aproxime la noche nuestro tiempo quedará marcado por sucesos y condiciones espantosos, y que la gente tendrá más y más miedo, ya lo dice el Señor muy claramente, no hay discusión al respecto. Realmente no dijo nada que los profetas del Antiguo Testamento no hubiesen ya anunciado. Algunas de las palabras que usó Jesús son citas literales de los profetas. Y tampoco esto es nuevo: todos estos terribles sucesos del final de los tiempos llegarán a un punto crítico en el gran día del Señor, que resultará en el juicio de Dios