En otras palabras: los teólogos de la época concentraron sus observaciones e investigaciones en el propio comienzo de la existencia de María, y descubrieron con mayor claridad y de manera inequívoca que desde el momento de su concepción María estaba «llena de gracia», libre del pecado original. Tras esto, el 8 de diciembre de 1854 el papa Pío IX, como maestro supremo de la Iglesia, declaró solemnemente que el descubrimiento de los teólogos era certero; que es una verdad revelada por Dios que ha de ser aceptada y creída por todos los cristianos que María fue concebida inmaculada, esto es, libre del pecado original.
En el siglo posterior a esta declaración infalible los teólogos volvieron a concentrar sus observaciones en la Estrella del alba. Esta vez, sin embargo, no se fijaron en su salida, sino en su ocaso. Descubrieron cada vez con mayor claridad y agudeza que esta Estrella no se oculta, sino que continúa brillando en el otro mundo con un esplendor inagotable, con incluso más intensidad que antes.
Esta vez, los teólogos no estaban preocupados con el comienzo, sino con el final de la vida terrenal de María. Y he aquí que reconocieron que su comienzo radiante como la Inmaculada Concepción tiene por contrapartida su final luminoso: la partida de María sin deterioro, una glorificación de la Madre de Dios en alma y cuerpo. Con creciente claridad pudo saberse algo que había sido parte de la revelación divina desde el principio, y que ya se había creído y celebrado con su propia fiesta durante mucho tiempo, al menos desde el siglo VI o el VII, a saber: al final de su vida, María fue llevada a la gloria del cielo no sólo en su alma inmaculadamente pura, sino también en su virginal cuerpo. No tuvo que experimentar la muerte en su efecto más humillante, es decir, su descomposición, sino que con su Hijo obtuvo la victoria completa sobre el pecado y sus consecuencias, la principal de las cuales es la muerte. Está entronizada en el cielo, en cuerpo y alma, como reina de los ángeles y los santos.
Lo que los teólogos habían averiguado a lo largo del tiempo con creciente claridad acerca de la Estrella del alba en el cielo de la revelación divina no era ni una percepción errónea ni el producto voluntarioso de la celosa devoción mariana de los fieles, sino que era y es la verdad, que encontró su confirmación cuando el papa Pío XII declaró solemnemente la Asunción como dogma el 1 de noviembre de 1950. Al final de su vida terrenal, María ascendió, en cuerpo y alma, a la gloria del cielo, y su Asunción no fue tanto una excepción como la anticipación de aquello por lo que todos pasaremos algún día si, como María, demostramos ser fieles en la custodia de los mandamientos de Dios y en nuestro amor por Dios, quien nos creó para que pudiésemos conocerlo y amarlo.
Por lo tanto, tenemos razones de sobra para regocijarnos de todo corazón en la fiesta de la Asunción de María al cielo, como hicieron los católicos cuando Pío XII proclamó este artículo de fe en la fiesta de Todos los Santos en 1950. Aunque las Sagradas Escrituras no digan nada explícitamente sobre la Asunción, aunque solo la mencionen como entre paréntesis, la Virgen, la Madre de Dios, con el poder de su Divino Hijo se convirtió verdaderamente en la mujer que aplastó la serpiente (Génesis 3, 15). Incluso si la Tradición, esa transmisión boca a boca de la fe durante los primeros siglos de la cristiandad, calla aparentemente sobre la Asunción, es verdad que la Iglesia se fue convenciendo con los siglos de lo que el papa Pío XII definió como verdad de fe revelada por Dios: Assumpta est Maria in coelum; María ascendió a los cielos en cuerpo y alma.
Esta estrella del dogma de la Asunción de María al cielo ilumina la oscuridad de un tiempo, el nuestro, en que el positivismo superficial se ha extendido como una virulenta epidemia. En este funesto sistema de impiedad práctica no hay lugar para Dios, ni hay diferencia entre espíritu y materia, alma y cuerpo. Tampoco hay existencia continuada alguna para el alma después de la muerte, ni, en consecuencia, esperanza alguna de otra vida en el próximo mundo. En oposición a esta doctrina falsa, de fatales consecuencias, el dogma de la Asunción de María al cielo en cuerpo y alma viene a mostrar, a través de un ejemplo concreto, que el espíritu es lo que aviva, anima y transfigura la materia desde el principio; que el alma es inmortal; que el cuerpo, junto con el alma, está destinado a alcanzar la felicidad eterna; y que, por tanto, la esperanza de otra vida no es vana, sino algo que será verdaderamente realizado, porque con la muerte no todo se acaba; más bien, la vida comienza realmente en ese instante.
Así es como la estrella del misterio de la Asunción de María al cielo, que hoy celebramos tan solemnemente, puede brillar en la oscuridad de nuestro tiempo. Creamos de corazón como creyentes la admonición del gran devoto mariano san Bernardo de Claraval:
Quienquiera que seas: cuando sientas durante esta existencia mortal que flotas en las aguas traicioneras, a merced de los vientos y las olas, en lugar de caminar seguro sobre la tierra estable, ¡no apartes la vista del esplendor de esa estrella que te guía para que no te sumerja la tempestad! Cuando las tormentas de la tentación estallen sobre ti y seas lanzado hacia las rocas de la tribulación, mira a esa estrella, llama a María. Cuando seas golpeado por las olas del orgullo, la ambición, el odio o los celos, mira hacia la estrella e invoca a María. Si estás preocupado por la atrocidad de tus pecados, y sobrecogido ante la idea del terrible juicio venidero, y comienzas a hundirte en el abismo de la tristeza, piensa en María, ese radiante Lucero del alba, que a pesar de la oscuridad te señala la dirección correcta y te muestra el camino.
María es el primer ser humano al que se le concedió la plenitud de la salvación. En el sí que dio a María, Dios nos dijo sí a todos. La realidad completa de este sí se manifestará al final de los tiempos en la consumación del mundo. Pero incluso ahora, los rayos de la gracia de Dios nos alcanzan a nosotros, los seres humanos, a veces sencillamente tras una larga oración, a veces de un modo completamente asombroso.
Las numerosas placas votivas que hay en este lugar de peregrinación dan fe de ello. En ellas se lee a menudo: «María ha ayudado». Tras estas palabras está lo que muchas personas experimentan a diario: que nuestro mundo no es una empresa en bancarrota y dejada de la mano de Dios, y que nuestras oraciones y sufrimientos no son en vano. Dios nos guía, aunque a menudo misteriosamente. Quiere guiarnos de la mano de María. Tomemos esa mano con gratitud y confianza, y ella nunca nos dejará ir. Amén.
[1] Homilía en la peregrinación a la iglesia de Maria Verperbild, en Ziemetshausen, en la Solemnidad de la Asunción de María a los Cielos (15 de agosto de 2014).
2.
LA «DESMUNDANIZACIÓN» Y LA NUEVA EVANGELIZACIÓN
¿Eslogan o verdadero lema para reformar la iglesia?[1]
EN EL PREFACIO DE SU LIBRO Introducción al cristianismo, basado en una serie de clases a estudiantes de todos los departamentos de la Universidad de Tubinga en el curso 1967-1968, Joseph Ratzinger cuenta la vieja historia de Hans el Listo, quien, para hacer su camino más llevadero, intercambió un trozo de oro que tenía, que le resultaba entonces demasiado pesado, sucesivamente «por un caballo, una vaca, un ganso y una piedra de afilar, que finalmente arrojó al agua. No perdía mucho; al contrario: lo que ganaba a cambio, pensaba, era el precioso regalo de una libertad completa».
Para Ratzinger, era una metáfora de un modo de hacer teología: la de quien, por seguir las modas y, en última instancia, por comodidad, malinterpreta gradualmente las afirmaciones de la fe. Se diría que el mismo destino corrió el discurso impartido en la sala de conciertos de Friburgo el 25 de septiembre de 2011, durante su visita a Alemania. El objeto precioso que teníamos en nuestras manos nos parecía más bien una pesada piedra de afilar, una carga de la que había que deshacerse de inmediato.
Tan pronto como pronunció la última frase en la sala de conciertos, los comentaristas se empeñaron en asegurarse de lo que el papa Benedicto no había mencionado, lo que no había querido decir. Pero sus palabras no abogaban por una separación más fuerte entre Iglesia y Estado, ni aludían a los impuestos sobre el clero. Una de las valoraciones concluyó que se trataba de un «discurso espiritual». Con esta expresión quería mitigarse la naturaleza obviamente controvertida del discurso, que fue cualquier cosa menos plano e intrascendente,