Como cristiano etíope ortodoxo, siempre he admirado la radical libertad con que la Iglesia de Roma se ha responsabilizado de la verdad. A las iglesias ortodoxas, de un carácter nacional más acusado, las veo más inclinadas a alcanzar compromisos. Me encantó que Gänswein, en la presentación del libro del cardenal Robert Sarah, apuntase que esta libertad de la Iglesia de Roma tenía sus orígenes en un africano; en el siglo V, el papa Gelasio I —el tercero de los papas africanos— formuló la que después se llamó la «doctrina de los dos poderes». Puso la autoridad secular del emperador, el regnum, y la autoridad espiritual del papa, el sacerdotium, al mismo nivel, aunque en última instancia la autoridad secular quedase sometida a la divina. De este modo, pudo mantenerse el equilibrio entre el poder religioso y el secular durante siglos en la Alta Edad Media. El arzobispo Gänswein, a propósito de esto, comenta lo siguiente en el cuarto de los discursos recogidos en este libro:
La «doctrina de las dos espadas», como se ha venido a llamar la afirmación que se hace en esta carta [del papa Gelasio I], describió la relación entre la Iglesia y el Estado durante aproximadamente los siguientes seiscientos años. Sus efectos indirectos duraron mucho más y son incalculables. El desarrollo gradual de las democracias occidentales hubiera sido impensable sin esta declaración, porque en ella están no solo los cimientos de la soberanía de la Iglesia, sino también de la soberanía de toda oposición legítima […] Si los actuales Estados occidentales, uno tras otro, comprando la agenda de los grupos de presión globales, socavan la ley natural y tratan de legislar sobre la naturaleza humana, entonces estamos ante algo que va más allá de una fatal recaída en la regla de la arbitrariedad. Se trata de una nueva claudicación ante las tentaciones totalitaristas que siempre han sobrevolado nuestra historia como una oscura sombra.
¿Pero de qué trata realmente esta cuestión de la naturaleza humana? Está en juego nada menos que la correcta comprensión de la dignidad humana según el estándar de la semejanza del hombre con Dios, como subraya Gänswein en su discurso con ocasión del decimoséptimo aniversario de la constitución de la República Federal de Alemania:
La respuesta católica a la cuestión de la dignidad humana es esta: uno no tiene dignidad humana como tiene una pierna o un cerebro. El hombre no adquiere su dignidad, y por lo tanto no puede perderla. Se da a cada persona incluso antes de que comience su concepción, y forma parte de la voluntad de Dios crear personas a su imagen y semejanza. Así pues, esta dignidad les viene dada y es propia de todas las personas, sin importar de dónde vengan, qué idioma hablen, qué color de piel tengan, carezcan de interés por la política o sean radicales, respeten la ley o la violen. Aunque todos seamos conscientes de ello, reiterémoslo una vez más: se da el mismo caso en los no cristianos. Todas las personas están hechas a imagen y semejanza de Dios.
Mi hogar de origen está en África; soy etíope. Solo puedo declarar mi adhesión de corazón a lo que Gänswein dice cuando, en el mismo discurso, concluye:
Cualquiera que quiera entender qué representa la «C» en las siglas de los partidos que se hacen llamar cristianos tiene que mirar al pesebre, donde el llanto del recién nacido ya nos susurra al oído en Belén: «¡Dios es el más pequeño!». Esta incomprensible humildad del Más Grande es una preciosa inscripción en el mundo mediante la cual, tras una serie de catástrofes para la humanidad, la dignidad humana pudo ser declarada inviolable. […] Quien quiera entender por qué incontables personas que atraviesan dificultades huyen a Europa y no a China o a Emiratos Árabes Unidos, debe mirar a ese niño, a quien debemos la base más importante de nuestro mundo cristiano, que adoptó una forma peculiar y la trasladó a sus medidas sociales, a su voluntad de libertad y a la exigencia de una inviolabilidad para la dignidad humana.
Nuestro trato hacia los parias, a los hambrientos, a los pobres y a los enfermos, y a los extranjeros pone a prueba a diario a nuestra fe cristiana.
Con todo, otro pensamiento emerge siempre en las conferencias de Gänswein: «La Iglesia quiere y no solo debe satisfacer las necesidades materiales del mundo. No es solo Caritas, aunque esa y muchas otras excelentes instituciones católicas en el ámbito social y de la salud ofrezcan un evidente testimonio de la Iglesia».
«Mi reino no es de este mundo», dijo Jesús a Poncio Pilatos (Juan 18, 36). En palabras de Gänswein:
El Omega y la meta de la dignidad humana es la santificación de los seres humanos y su reposo en Dios por toda la eternidad. Este es el último horizonte ante el cual nuestra vida puede tener éxito y las iglesias pueden y deben renovarse a sí mismas y al mundo entero que las rodea una vez más. […] Sabemos que esta dignidad llegará a la perfección solo al final de los tiempos, como también el papa Francisco subraya una y otra vez, porque la categoría definitiva de la vida es vivir con Dios en la eternidad, cuyas puertas celestiales el Hijo de Dios crucificado ha echado abajo de una vez por todas, al resucitar de entre los muertos.
Se dice sobre san Bruno, el fundador de la orden de los cartujos, que en el año 1080 tenía serias perspectivas de ocupar la sede episcopal de Reims en el noreste de Francia. Pero el deplorable estado de los asuntos eclesiásticos se había vuelto tan insostenible para él que rechazó su candidatura y eligió una vida contemplativa.
El itinerario de Gänswein, en mi opinión, se parece más al de san Agustín, que también quiso consagrar su vida a la contemplación, pero luego decidió que en adelante viviría «con Cristo y para Cristo, pero al servicio de todos», como lo describe el papa Benedicto. Los cartujos también saben que en medio de la labor «puede mantenerse el espíritu de oración y soledad». En mi opinión, la vida de Gänswein es justamente un ejemplo de ello, como este libro refleja de una manera maravillosa.
[1] Cfr. Estatutos de la Orden de los Cartujos en http://www.chartreux.org/es/textos/estatutos-libro-4.php#c34
1.
MARÍA, ESTRELLA DE LA MAÑANA[1]
CASTEL GANDOLFO ES UNO de los lugares más bellos de los Montes Albanos, a media hora de Roma en coche, magníficamente situado sobre el lago Albano. Durante siglos ha estado aquí la residencia de verano de los papas, y desde 1934 el Observatorio Vaticano tiene aquí su sede. Fue trasladado de Roma a Castel Gandolfo por el papa Pío XI, porque en ese entonces ya se había vuelto imposible observar el cielo nocturno de la metrópoli, anegada de luz artificial. El mismo papa confió entonces la administración del observatorio a la orden de los jesuitas.
Hace ahora algún tiempo que dos padres jesuitas descubrieron durante sus observaciones astronómicas un nuevo planeta en el firmamento. La noticia dio la vuelta al mundo. En cuanto a mí, el descubrimiento astronómico me hizo recordar que a veces ocurren cosas similares en la doctrina de la fe. Observando el cielo estrellado con instrumentos ópticos cada vez más precisos, de cuando en cuando los astrónomos consiguen descubrir una nueva estrella desconocida hasta entonces. Naturalmente, esta estrella no empezó a existir en el momento de ser descubierta, sino que ya existía desde mucho antes. Lo que ocurre es que nadie la había visto hasta ese instante; los cálculos y las observaciones no habían sido lo suficientemente exactos, los instrumentos habían carecido de la sensibilidad suficiente, y a esa búsqueda le había faltado algo.
Algo parecido ocurre cuando observamos el maravilloso firmamento de las verdades reveladas, que Dios nos ha anunciado a los seres humanos a través de su Hijo Jesucristo y de sus apóstoles. Mediante observaciones más exactas, de cuando en cuando una nueva estrella se descubre (y no simplemente se crea) en el cielo de la revelación divina.
Eso pasó a mediados del siglo XIX: los teólogos, como los