Ella la conseguiría, pasara lo que pasara. No iba a consentir que le sucediera nada a su empresa, que había creado con sus tres mejores amigas de la universidad. Debido a un saboteador interno, Fyra tenía problemas.
Como directora de mercadotecnia, Trinity se tomaba la publicidad negativa como algo personal. Tenía que detener la hemorragia. Y Ejecución era el primer paso de su plan.
Si no, estaría en el despacho trabajando en la campaña de la Fórmula-47, el nuevo producto que esperaban lanzar al cabo de un par de semanas.
El señor McLaughlin seguía estrechándole la mano, como si no fuera a soltársela. Perfecto. Cuanto más embelesado estuviera, más fácil le resultaría a ella tomar las riendas.
Los hombres no le prestaban atención, salvo para llevársela a la cama, sobre todo porque ella prefería que fuera así. El sexo, en su opinión, era lo único que merecía la pena hacer con un hombre.
Sonrió a Logan. Llevaba impreso en el ADN que era de Texas. Si a eso se le añadía el cabello largo y castaño que no dejaba de caerle sobre el rostro y la ropa informal, Logan McLaughlin era la personificación del hombre americano y, por tanto, un buen tipo.
Aunque los buenos tipos siempre ocultaban algo no tan bueno. A la hora de confiar en los hombres, ella había aprendido la lección hacía mucho tiempo: no había que hacerlo. Un embarazo inesperado a los veintitantos la curó de soñar con finales felices, cuando el padre de su hijo se largó. Después, un aborto natural la convenció de que no estaba hecha para ser madre.
–Señor McLaughlin –murmuró–. Si me devuelve la mano, podremos empezar.
Él la soltó como si hubiera descubierto que tenía una víbora y carraspeó.
–Sí, buena idea.
El presentador les entregó un sobre sellado y se dirigieron a una zona donde había un caballete y un gran cuaderno para apuntar ideas. A Trinity le cosquilleaban los dedos porque estaba deseando llenar las blancas páginas con diagramas. Si eso no reactivaba su inspiración perdida, nada lo conseguiría. Y eso que había probado un montón de cosas.
El cámara se introdujo en el pequeño espacio. Seguía rodando. Perfecto.
Trinity pensó que tenían que ocurrírsele más cosas indignantes para que los montadores del programa tuvieran mucho trabajo. Llegar tarde había sido una idea brillante. Y la expresión del rostro de McLaughlin al decirle que no podía reprocharle haber llegado un cuarto de hora tarde no tenía precio. Era evidente que a él le gustaba seguir las reglas. Una pena.
Logan abrió el sobre, sacó el contenido y le echó un vistazo.
–Tenemos que llevar un puesto de refrescos en Klyde Warren Park. El equipo que gane más dinero será el vencedor de la prueba y evitará que lo ejecuten.
–Excelente –Trinity se frotó las manos e hizo un rápido esbozo del puesto, llenándolo de detalles como el sombreado con rayas–. El naranja es el mejor color para pintarlo porque contrasta bien con el verde, suponiendo que estemos en una zona del parque con hierba.
Su compañero, situado detrás de ella, miraba el esbozo por encima de su hombro. Ella notó su aliento en el cuello cuando él estiró el brazo para señalar algo en el papel.
–¿Qué es eso?
–Un rótulo que dice «Refrescos Trinity».
¿Qué se echaba que olía de forma tan masculina?
Las notas cítricas se le extendieron por los sentidos hasta llegar a sus zonas erógenas. Parecía que ninguna de ellas se había enterado de que no le gustaban los hombres de Texas con aspecto de vivir al aire libre.
¡Por favor! Aquel hombre era dueño de un equipo deportivo. Probablemente necesitaría un diccionario para tener una conversación sobre bebidas, en la que, indudablemente, aparecería la cerveza y un centenar de pantallas de televisión con un partido distinto en cada una.
Logan y ella hacían mala pareja para un programa de telerrealidad, mucho más para la vida real, aunque él tuviera unos pectorales de acero.
La punta del dedo aún le cosquilleaba por haberla apoyado en su pecho. No estaba preparada para el cuerpo que había descubierto bajo la camiseta.
–¿Y por qué vamos a llamarlo «Refrescos Trinity»? –pregunto él. Su voz le resonó en el oído.–. «Refrescos Logan» suena mejor.
–Yo entiendo mejor que usted la dinámica de atraer al público. Así que vamos a fiarnos de nuestros puntos fuertes.
Ella añadió unas cuantas líneas al boceto y dio un grito cuando su compañero la hizo volverse para mirarlo. Los labios de él formaban una fina línea y la dominaba con su altura, a pesar de los tacones que ella llevaba. Estaba acostumbrada a mirar a los hombres a los ojos, y no poder mirar así a Logan McLaughlin la puso nerviosa.
–Usted se ha encargado muy bien de no mencionar sus puntos fuertes –afirmó él en tono sarcástico–. Yo dirijo una franquicia deportiva multimillonaria. ¿A qué se dedica usted, señorita Forrester?
–¿No se lo he dicho? –preguntó ella despreocupadamente, a pesar de que sabía que no lo había hecho… a propósito. En el preciso momento en que un hombre como él oyera la palabra «cosmética», emitiría más juicios, y ella ya estaba harta de eso.
Sin embargo, en aquel momento necesitaba que él se diera cuenta de que tenía un trabajo ideal.
–Soy la directora de mercadotecnia de Fyra.
Él le lanzó una mirada anodina.
–¿La empresa de cosmética?
–Esa misma. Así que ya nos hemos puesto al día. La mercadotecnia es mi campo. El suyo es adivinar quién va a golpear la pelota con más fuerza. Cuando tengamos una prueba en que se necesiten pelotas, le dejaré que tome el mando.
Aquel esbozo del puesto de refrescos era el primer diseño creativo que había llevado a cabo desde hacía semanas, lo que era deprimente. La inspiración la había abandonado, lo cual ya era alarmante en sí mismo, pero lo había hecho en el peor de los momentos.
Fyra planeaba lanzar su nuevo producto en un plazo de tres meses. Por suerte, nadie sabía que la creatividad se le había agotado. No podía decirle a sus socias que estaba mentalmente bloqueada con respecto a la Fórmula-47. Confiaban en ella.
Él esbozó una sonrisa que a ella no la engañó ni por un momento.
–Por si se le ha olvidado, somos compañeros de equipo, lo que implica que todas las pruebas necesitan pelotas, las mías, específicamente. Así que apártese y trabajemos juntos.
Muy bonito. Él no solo le había devuelto el juego de palabras, sino que lo había hecho con un estilo que tuvo que reconocer, de mala gana, que le gustaba. Solo por eso se desplazó unos centímetros a la derecha para dejarle sitio frente al cuaderno.
El brazo de él rozó el suyo, porque ocupaba mucho más espacio de lo que ella pensaba. Era un sólido muro, de anchas espaldas y estrechas caderas. Y, sí, había observado lo bien que se le ajustaban los vaqueros a la curva de sus nalgas. Esa parte de él era un regalo para cualquier mujer, y ella se la comía con los ojos.
Sin decir nada más, él agarró el otro rotulador, tachó «Refrescos Trinity» y escribió «McRefrescos». Era perfecto, pensó ella. ¿Cómo podía habérsele ocurrido?
Trinity frunció el ceño y se cruzó de brazos, asegurándose de darle un codazo en las costillas, que fue como dárselo a un pared de ladrillo. Y se hizo daño en el codo.
–Muy bien. Se llamará así, pero el puesto será naranja.
Él se encogió de hombros y le dio, a su vez, un codazo.
–Por mí, no hay problema