Pocos años más tarde, y después de pasar por otra ciudad de provincias, Nagyvárad (en rumano Oradea, hoy perteneciente a Rumanía), se trasladó a la capital, Budapest. Eran las postrimerías del siglo xix, una época de ebullición económica, social, artística, literaria. La prensa desempeñaba un papel decisivo como plataforma y base económica para los escritores.
Krúdy escribió con suma diligencia y creatividad. Su escrito número mil salía a luz en 1905, cuando acababa de cumplir los veintisiete años. En 1911, cuando aparecieron los primeros relatos protagonizados por el personaje de Simbad, llevaba unos mil quinientos textos publicados. Se puede imaginar la complejidad de la edición de unas obras completas, pues muchos de sus escritos permanecen todavía ocultos, desperdigados por diversos periódicos y revistas de aquella época.
En la segunda década del siglo xx vivió unos años de popularidad y reconocimiento, se convirtió en algo así como una figura de culto. Publicó A vöros postakocsi [La carroza carmesí] (1913), Palotai álmok [Sueños de palacio] (1914), Aranykéz utcai szép napok [Los bellos días de la calle Aranykéz] (1916), Az assonyságok díjja [El premio de las señoras] (1919) y en particular los relatos de Simbad, cuyo primer volumen, Szindbád ifjúsága, apareció, como hemos señalado, en 1911. Su fama se debió por supuesto a su obra literaria, pero también a hechos como el duelo en que se batió con el oficial de húsares Viktor Sztojanovics, al que durante una discusión en un local le quitó el sable para entregárselo a una dama. En el duelo, que se efectuó con espadas, Krúdy hirió al oficial en la frente; la sangre le empañó los ojos al militar, y el combate tuvo que detenerse. Como los duelos estaban prohibidos, Krúdy pasó unos días en la cárcel de Vác. Los periódicos informaron detalladamente sobre el suceso; pero no sólo sobre este, sino también sobre un hecho tan nimio como que el vidrio roto de la ventanilla de un tranvía hirió al escritor en la mano. Krúdy se convirtió en un personaje legendario, fuente de toda suerte de informaciones, rumores y anécdotas referidos a su fuerza, a su altura, a su afición a la juerga, a la bebida, a la buena comida, a las mujeres.
En los meses de la república de consejos de 1919 liderada por Béla Kun, Krúdy, que nunca destacó particularmente por su compromiso político, dio la bienvenida a los nuevos tiempos, participó con Zsigmond Móricz en la redacción del diario Néplap (Hoja del pueblo) y escribió, por ejemplo, sobre la repartición de tierras en Kápolna. En los años veinte, después de la derrota de la revolución y de la instauración del régimen reaccionario de Horthy, su popularidad decayó, aunque continuaba siendo respetado y apreciado en los círculos literarios. Siguió escribiendo y publicando. Por ejemplo, la novela Tiszaeslári Solymosi Eszter [Eszter Solymosi de Tiszaerlár] (1931) en la que reconstruía unos hechos ocurridos a finales del siglo xix cuando a la población judía de una localidad húngara se la acusó falsamente del asesinato de una muchacha. Así respondía Krúdy al antisemitismo tan campante en su época. Esos años veinte supusieron para él un período marcado por las preocupaciones económicas; fue desahuciado de su vivienda en la isla Margarita (donde se había instalado porque no tenía que pagar alquiler). Y a pesar de algún premio que recibió —como el Baumgarten en 1930— pasó los últimos años en una situación de pobreza. Murió el 12 de mayo de 1933.
La aportación de Gyula Krúdy a la prosa húngara fue esencial; la modernizó, la trasladó al siglo xx. Fue como la de Rubén Darío a la poesía en lengua española. Enriqueció el lenguaje narrativo, inundándolo de matices, de irisaciones líricas. La médula del texto ya no estaba en el contenido. Una novela como La carroza carmesí no tiene propiamente una trama ni evoluciona hacia una conclusión. Lo sustancial se encuentra entremedio. En los detalles. En los símiles. En los pequeños nudos que configuran el tejido.
Los primeros relatos protagonizados por Simbad aparecieron en el periódico Pesti Napló. Ese mismo año se publicó la primera recopilación en forma de libro: Szindbád ifjúsága [La juventud de Simbad] (1911). Le siguieron otras como Szindbád. A feltámadás [Simbad — La resurrección] (1916), Szindbád megtérése [La conversión de Simbad] (1925), así como novelas dedicadas al personaje: Francia kastély [El castillo francés] (1912) o Purgatórium [Purgatorio] (1933).
El presente volumen contiene una pequeña muestra de los más de cien relatos de Krúdy dedicados a ese personaje surgido de Las mil y una noches y metamorfoseado en caballero de finales del siglo xix, relatos que mezclan la melancolía, la nostalgia, lo onírico, lo surreal, la ironía, lo grotesco. Simbad, viajero incansable, desilusionado por la vacuidad del presente, busca la plenitud en el recuerdo, viaja a las pequeñas ciudades de su pasado, recorre los escenarios de su juventud, de sus amores, los espacios de la memoria poblados de fragancias, de sensualidad, pero también de proximidad a la muerte. Es un viaje interior hasta cierto punto quijotesco, lleno de situaciones cómicas y teñido de dulces sentimientos melancólicos. Con el paso de los años, los textos se van haciendo más agrios y también más hilarantes.
La obra de Gyula Krúdy influye hasta el día de hoy en la literatura de Hungría. Es uno de los muy escasos autores del país a los que el premio Nobel Imre Kertész menciona y lo hace con enorme entusiasmo. Escribe, por ejemplo, lo siguiente sobre él:
El genio y la inconmensurable energía creativa de Gyula Krúdy están movidos por ciertos sentimientos básicos: el erotismo cósmico, la conciencia ardiente de culpa que lo acompaña, el anhelo acuciante de salvación y la idea siempre presente de la muerte... La prosa de Krúdy es la prosa del hombre maduro... iniciado de idéntica manera en los asuntos celestiales y terrenales, en contraposición, por ejemplo, al infantilismo teórico, insípido y sin alma del hedonismo sadiano.
Simbad
Años de juventud
En el monasterio de Podolin —recordó una noche de otoño un caballero ya canoso, mientras unos deshollinadores con forma de niebla iban y venían por los tejados bajo la húmeda luz de la luna— había en su día un cuadro antiguo que tal vez se encuentra aún allí: el retrato de un hombre hirsuto cuyas guías del bigote se enroscaban hacia arriba enhiestas como las de los héroes, cuya espesa barba tenía el color del óxido y parecía venir directamente de una mujer de cabello rojizo y rizado, un señor de ojos zarcos y alargados y de cara rubicunda como cuando en un día soleado el vino brilla en las copas sobre una mesa cubierta con un mantel blanco. Era el príncipe Lubomirski.
¿Quién había sido ese príncipe antes de ocupar un lugar dentro de un deslucido marco dorado en un antiguo monasterio? En rigor, la respuesta no forma parte de esta historia. Baste decir que colgaba allí, bajo un techo abovedado, y en los trozos de revoque que aún quedaban en la pared se veían aquí y allá las huellas de ciertas pinturas en las que santas y santos fallecidos hacía tiempo se dedicaban a sus juegos. Santa Ana, sentada sobre un taburete, con la impronta de los muchos años transcurridos en su rostro, lanzaba con sus pálidos ojos una mirada inquisitiva a los alumnos que recorrían el pasillo chacoloteando con sus botas sobre el suelo embaldosado. Como si la santa mujer hubiera querido averiguar en todo momento si los muchachos se habían aprendido la lección. Y en ese preciso instante, San Jorge mataba a su dragón... Y el señor Lubomirski ocupaba un sitio en medio de todo ello.
Había en el monasterio numerosos alumnos que recibían educación gratuita, y los buenos curas los asustaban señalándoles ese príncipe de ojos redondos.
En su día, mientras se construía el monasterio, el noble hombre había contribuido con baldosas bien pulidas e irregulares a la difusión del fervor religioso, lo cual le confería el derecho a intervenir desde el otro mundo cuando se amonestaba a los estudiantes. Los pobres muchachos eslovacos que habían ido a parar desde los rectilíneos bosques de abetos a ese monasterio de gruesos muros se quitaban el gorro con sumo respeto ante Lubomirski, el príncipe de cara rubicunda.
Las señoritas de Podolin, que iban a confesarse con los curas, encajaban flores silvestres en el marco del noble hombre y las señoras que hacía cientos de años habían echado al mundo criaturas