Las apsaras no traspiran. En la época de Mahavira, el Buda, Jesús o Mahoma, no había desodorantes, y lo único que se les ocurrió pensar es que las señoritas que estaban al servicio de los sabios no debían sudar. Tu cuerpo tiene que ser de plástico para que no traspires, de lo contrario, es inevitable. Y esas mujeres tampoco envejecen, nunca mueren.
En el paraíso nada muere, nada envejece, nada cambia. Debe ser un sitio tremendamente aburrido. ¿Te imaginas qué aburrido sería que todos los días fueran iguales? Los periódicos no serían necesarios. Me contaron que una vez se publicó un periódico —solo salió una edición, solo duró un día— ¡y fracasó porque nunca volvió a ocurrir nada! En la primera edición ya se contó todo lo que había que contar, y por eso fue la última.
Este deseo de permanencia es patológico en cierto sentido, pero está ahí y por eso prosperan las marcas religiosas —sí, yo las llamo marcas—, los cristianos, hinduistas e islamistas, desde hace siglos. Y siguen prosperando…, porque te venden productos invisibles y su negocio no tiene fin. Te quitan cosas visibles a cambio de cosas invisibles en las que tienes que creer.
Esto me recuerda una historia. Había un rey que estaba muy nervioso después de haber conquistado todo el mundo porque no sabía qué hacer. Él creía que se quedaría tranquilo después de conquistar el mundo entero, no pensaba que le fuera a ocurrir esto, pero, en cambio, nunca había estado tan nervioso. Cuando estaba luchando e invadiendo países sin cesar —porque siempre tenía que ir a algún sitio, destruir a algún enemigo o conquistar algún país—, estaba tan ocupado que no tenía tiempo de estar nervioso. Pero ahora que había conquistado todo el mundo estaba absolutamente nervioso, y no sabía qué hacer.
Un estafador se enteró de su situación. Llegó a su palacio y pidió audiencia con el rey. «Tengo un remedio que le liberará de su nerviosismo», dijo.
Le dejaron pasar inmediatamente porque todos los médicos habían fracasado. El rey no podía dormir ni podía estar sentado, siempre estaba dando vueltas de un sitio a otro y tenía una preocupación constante. Se preguntaba: «¿Qué puedo hacer ahora. ¿No hay otro mundo? ¡Descúbrelo y lo conquistaré!».
Cuando llegó este hombre a la corte y se presentó ante el rey, dijo:
—No te preocupes. Como eres la primera persona que ha conseguido conquistar todo el mundo, eres digno de llevar la ropa de Dios en persona. Yo te la conseguiré.
Era una gran idea. El rey se sintió inmediatamente atraído por esta idea, y dijo:
—¡Ponte manos a la obra! La ropa de Dios…. ¿Alguna vez ha estado esa ropa en la Tierra?
—Nunca —respondió el estafador—, porque nunca ha habido nadie digno de ella. Tú eres el primero y por eso voy a traerla del paraíso por primera vez.
El rey dijo:
—Hay que hacer todos los preparativos. ¿Cuánto me costará?
—Aunque su precio es incalculable —respondió el hombre—, vamos a necesitar millones de rupias, pero eso no es nada.
—No te preocupes por el dinero —contestó el rey— pero no me intentes engañar.
—No te puedo engañar —dijo el hombre— porque voy a estar en tu palacio. Si quieres, dile a tu ejército que lo rodee. Yo voy a estar trabajando ahí dentro, pero mi cuarto tiene que estar cerrado hasta que yo dé la señal. Si quieres asegurarte de que no me vaya a escapar, cierra la puerta con llave. Tendrás que darle todo el dinero que te pida a la persona que yo te diga. El trabajo no me llevará más de tres semanas.
Y en esas tres semanas consiguió millones de rupias. Todos los días le mandaba a una persona por la mañana, a otra por la tarde y a otra por la noche…
—¡Tráemelo inmediatamente! ¡Es urgente!
El rey sabía que era un trabajo muy especial…, y que esa persona no podía engañarle. ¿A dónde se iba a ir? Estaba encerrado con llave y era imposible escapar de ahí. Al cabo de tres semanas, el hombre llamó a la puerta desde el interior y le abrieron. Salió con una enorme y espléndida caja. Se había llevado esa caja a la habitación con el pretexto de que la necesitaba para guardar en ella toda la ropa que le iba a traer. Para que no hubiera engaño, el rey la abrió y comprobó que no había nada dentro. Después de comprobar que estaba vacía y que no le había engañado, le dejaron meterla en la habitación.
Cuando salió de la habitación, el hombre dijo:
—Ahora vamos a abrir la caja delante de toda la corte y de todos los sabios, eruditos, generales, la reina, el rey, el príncipe y la princesa. Todo el mundo debe estar presente en esta ocasión tan solemne. —Debía de ser un hombre muy valiente…, los estafadores siempre lo son.
Después de reunir a toda la corte, llamó al rey:
—Acércate, ven aquí. Yo abriré la caja. Dame tu turbante. Voy a meterlo dentro de la caja porque esas son las instrucciones que he recibido: primero debo meter tu turbante y luego sacaré de la caja el turbante que Dios me ha entregado y te lo entregaré para que te lo pongas. Una cosa más —explicó ante la corte, y añadió—: esta ropa es divina y solo la pueden ver quienes realmente sean hijos de sus padres. Los hijos bastardos no la verán, y yo no puedo hacer nada, porque esa es la condición.
—No te preocupes —declararon los que estaban allí—, todos somos hijos de nuestros padres.
Metió en la caja el turbante del rey y luego sacó una mano vacía y le dijo al rey:
—¡Mira qué maravilla de turbante! —No tenía nada en la mano, pero toda la corte se puso a aplaudir y cada persona aplaudía más fuerte que la de al lado, gritando que nunca habían visto algo tan bonito.
El rey pensó: «Si le digo que no tiene nada en la mano, yo seré el único hijo bastardo y todos estos bastardos serán los verdaderos hijos de sus padres. Es mejor que me quede callado».
En realidad, a los demás les pasaba exactamente lo mismo. Todos se habían dado cuenta de que no tenía nada en la mano, pero si los demás decían que lo veían, ¿para qué llevarles la contraria? Empezaron a pensar: «A lo mejor soy un hijo bastardo, así que es mejor que me calle. No me voy a arriesgar a que toda esta gente me acuse». Y todos ensalzaban la belleza del turbante con mayor entusiasmo.
El rey se puso el turbante inexistente en la cabeza. No era solamente el turbante, ya que, poco a poco, empezó a desaparecer el resto de su ropa. Finalmente, solo le quedaba la ropa interior. El rey pensó por un momento: «¿Y ahora qué voy a hacer?». Pero ya era tarde para dar marcha atrás. «He visto el turbante, el abrigo y la camisa, entonces ¿por qué no voy a ver la ropa interior? Es mejor que la vea. Ahora no puedo dar marcha atrás. Este tipo…»
El hombre sujetaba la ropa invisible con la mano y se la estaba enseñando a todo el mundo:
—¡Fijaos cuántos diamantes tiene!
Toda la corte le aplaudía, diciendo:
—Es la primera vez que ocurre algo parecido en toda la historia de la humanidad.
Y la ropa interior del rey también fue a parar dentro la caja. ¡Ese estafador era muy audaz! Después añadió:
—Cuando iba a volver, Dios me advirtió: «Es la primera vez que mi ropa viaja a la Tierra, así que, para que la gente pueda admirarla, el rey deberá desfilar por toda la ciudad vestido con ella. De lo contrario, esa pobre gente no tendrá ocasión de verla». La carroza está lista, suba, por favor.
Con cada paso que daba, más difícil era dar marcha atrás. El rey empezó a pensar: «Tendría que haberlo dejado todo en el momento del turbante, habría sido mejor, pero ahora ya es demasiado tarde. ¿Y si digo que estoy desnudo? Pero toda la corte