–Cálmate, mujer –le dijo divertido–. Es como cuando te muerde una serpiente: cuanto más nervioso te pones, peor es.
–Pues deja tranquila mi falda y dame esas pinzas –replicó ella apretando los dientes.
David resopló por la nariz, como conteniendo la risa, y la sonrisa que afloró a sus labios lo hizo parecer aún más endiabladamente atractivo.
–Deberías estar agradecida de que no te picara en otro sitio.
–Agradecida… –masculló ella mientras David maniobraba con las pinzas–. Sí, claro, estoy agradecidísima.
–¡Lo tengo! –exclamó David con satisfacción, examinando las pinzas antes de mostrárselas.
Allí estaba, en efecto, el maldito aguijón.
La sonrisa se había borrado de los labios de David.
–Sube al coche –le ordenó poniéndose de pie.
Kayla parpadeó aturdida.
–Pero mi perro… –le recordó–. Y mi bicicleta… Y mi bolso. Todas mis cosas están desperdigadas por el asfalto. Y mi teléfono móvil es nuevo. Tengo que…
–Lo que tienes que hacer es subirte al coche –la cortó él, pronunciando cada palabra con airada impaciencia.
–No –replicó ella con idéntica firmeza–. Tengo que encontrar a mi perro y quitar mi bicicleta de ahí en medio y recuperar mi teléfono. Es un teléfono muy caro.
David frunció el ceño. Era un hombre que estaba acostumbrado a mandar, al que nadie cuestionaba ni llevaba la contraria, y Kayla sintió una satisfacción algo pueril al ver la sorpresa y el enfado en su rostro.
Hablándole muy despacio, como si fuera tonta, David le respondió:
–Voy a llevarte a urgencias. Y voy a hacerlo ahora.
–Mira, David, te agradezco que me hayas puesto la inyección, y sí, estoy segura de que te debo el seguir con vida, pero…
–Me ocuparé del perro, la bicicleta, el bolso y el teléfono cuando me haya asegurado de que estás bien.
–¡Pero si estoy bien!
En realidad era una mentira; se sentía bastante débil y mareada.
Sin embargo, tuvo la impresión de que a David no lo había engañado ni por un instante.
–Sube al coche –repitió.
Esa actitud autoritaria que tenía era de lo más irritante. Lanzó una mirada a sus posesiones, desperdigadas por el asfalto.
–Con la epinefrina hemos ganado tiempo –le dijo, alzando la barbilla con obstinación–. No hay ninguna prisa.
David suspiró hastiado.
–Kayla, sé razonable; te he dicho que me ocuparé de tus cosas cuando te haya llevado a la clínica.
Kayla escrutó sus serias facciones y se sintió un poco ridícula. ¿Tan malo sería ceder el control a otra persona por una vez, dejar que cuidaran de ella?
David era esa clase de persona, la persona que sabías que podía ocuparse de todo, la persona que uno querría tener a su lado cuando se avecinase un huracán o cuando se declarase un incendio en la casa.
Pero no había estado a su lado cuando lo había necesitado, no se había portado bien con Kevin, se recordó.
Aunque sí era verdad que, cuando decía que iba a ocuparse de algo, lo hacía, eso no podía negarlo. Al contrario que Kevin, que nunca se había preocupado de nada. Aquel pensamiento desleal salido de la nada la hizo sentirse culpable. Bueno, sí, Kevin no había sido muy responsable, pero había tenido otras muchas virtudes. ¿Verdad? La duda la hizo sentirse fatal otra vez, y su animadversión hacia David aumentó, como si tuviese la culpa de que estuviesen acudiendo esos pensamientos a su mente.
–Mi perro anda por ahí solo. Podría llevárselo un extraño, o podrían atropellarlo. Y podrían robarme la bicicleta. Y cualquier coche que pase podría aplastar mi teléfono –le insistió–. Tengo que encontrar a mi perro –reiteró cruzándose de brazos–. Agradezco que quieras hacer el papel de caballero de brillante armadura que acude al rescate de la damisela en apuros, pero ya no necesito tu ayuda, así que sube a tu coche y deja que me ocupe yo. Puedo arreglármelas sola.
Capítulo 3
DAVID se quedó mirándola, y Kayla no pudo evitar contraer el rostro al ver cómo se ensombrecían sus ojos y apretaba la mandíbula.
–Esto no es un juego –le dijo David–. No va de caballeros y princesas; la vida no es un cuento de hadas.
–A mí no hace falta que me lo recuerdes –le espetó ella.
–Entonces tal vez tenga que recordarte que tienes una fuerte alergia a la picadura de las abejas –contestó él, al límite de su paciencia, como un científico intentando explicarle a un tonto una complicada fórmula–. La anafilaxis puede provocar la muerte.
Kayla se llevó una mano a la frente y comprobó, como se había temido, que estaba hinchándosele la cara. Seguramente, más que a una princesa, debía de estar empezando a parecerse a Quasimodo, el jorobado de Notre Dame.
–Hemos conseguido frenar la emergencia con la inyección –continuó David–, pero, como sabes, no es inusual que se produzca una reacción secundaria. Tiene que verte un médico.
–Pero mi perro… –insistió ella, ya sin fuerzas.
Sabía que David había ganado, antes incluso de que la cortara con un autoritario «ya basta».
–Kayla, o subes al coche por tu propio pie, o te echaré sobre mi hombro y te meteré en el coche yo mismo.
Ella escrutó su rostro, y le ardieron las mejillas al comprender que no bromeaba.
Gruñó irritada y alzó la barbilla a modo de protesta, pero, como sabía que tenía razón en lo que estaba diciéndole, no se resistió cuando David la asió por el codo para levantarla.
Irritada consigo misma por claudicar, sacudió el brazo para soltarse, fue hasta el descapotable y se subió a él. Nunca se había subido a un coche tan caro. El que ella tenía era un coche pequeño y modesto, pero que cumplía su función, el que había podido comprar gracias al dinero del seguro de vida de Kevin.
No quería ni acordarse de los que habían tenido antes: una sucesión de coches que solo podían calificarse de chatarra. Siempre necesitaban alguna reparación que Kevin y ella no se habían podido permitir.
Aquel pensamiento la reafirmó en su decisión de no dar a David la satisfacción de parecer impresionada con su descapotable.
David se puso al volante, miró por encima del hombro antes de dar marcha atrás. Se dirigió al pueblo, pero tomó una ruta alternativa para evitar la congestionada calle principal e ir hacia el lago, junto al que estaba la clínica.
Kayla echó la cabeza hacia atrás en el mullido asiento de cuero. Era algo que no le había contado a nadie, pero siempre había soñado con montar en un descapotable y, aunque las circunstancias no eran las que había imaginado, no sabía si alguna vez volvería a presentársele la oportunidad.
David la miró y reprimió una sonrisa a duras penas. Extrañada, Kayla bajó la visera del parabrisas y se miró en el espejito. A pesar de la inyección, seguía hinchándosele la cara. Podría haberse ocultado bajo su sombrero de paja… si no fuera porque se había quedado tirado en medio de la carretera, con el resto de sus cosas, esperando a que un coche les pasase por encima.
Y su pobre perrito… ¿dónde estaría?
–¿Me dejas tu móvil? –le pidió a David.
Su