La picadura y la repentina aparición de David la estaban haciendo sentirse débil, pero no iba a permitirse pensamientos desleales sobre su marido. Y mucho menos con David Blaze cerca.
–¿Dónde llevas la epinefrina que tienes que inyectarte? –le preguntó David con brusquedad.
–No necesito tu ayuda.
–Yo diría que sí.
Kayla quería replicar, pero el pánico se apoderó de ella. ¿Estaba cerrándose la garganta? ¿Se había vuelto agitada su respiración? ¿Estaba hinchándose? ¿Se estaba poniendo roja? ¿Y dónde estaba su perro, Bastigal?
Apartó sus ojos de los de David y buscó con la mirada por los arbustos.
–No necesito tu ayuda –le reiteró obstinadamente, esforzándose en vano por controlar el pánico–. ¡Bastigal! –llamó–. ¡Ven aquí, perrito! –angustiada, se volvió hacia David–. ¿No lo has visto? Se ha debido de caer de la cesta y… Tengo que encontrarlo.
David le puso un dedo bajo la barbilla para que lo mirara, y cuando ella se resistió, tomó su rostro entre ambas manos.
–Kayla –le dijo con voz firme y severa mirándola a los ojos con el ceño fruncido–: dime dónde está el medicamento. Necesito saberlo. Ahora.
Capítulo 2
ERA evidente que David era un hombre demasiado acostumbrado a que todo el mundo le obedeciese. Y aunque a Kayla la irritó la facilidad con que capituló a sus dotes de mando, la verdad era que se sentía algo mareada, sin duda porque se le había bajado la tensión por la picadura.
Se apartó de él y se sentó en la acera.
–Está en mi bolso, en la cesta de la bicicleta –murmuró, sintiéndose como una cobarde por rendirse.
Observó a David mientras se alejaba, y a pesar del desprecio que despertaba en ella, no pudo sino sentir admiración por él en ese momento. Habían pasado años desde la época en la que David, siendo un adolescente, había trabajado como socorrista, pero seguía manteniendo la calma y la eficiencia que lo habían caracterizado entonces.
Al llegar junto a la bicicleta, David se acuclilló y rebuscó en la cesta, bajo las flores, hasta encontrar el bolso. Lo abrió y lo puso boca abajo, vaciándolo sin miramientos en la carretera.
Ella protestó con un «¡Eh!», pero él la ignoró por completo.
Poco después se incorporaba con el autoinyector de epinefrina en la mano, el aparato con el que debía autoinyectarse.
–¿Lo haces tú o lo hago yo? –le preguntó, volviendo a su lado y acuclillándose junto a ella.
Al mirarla y ver que no respondía, le levantó la falda y le plantó la mano izquierda en la cara externa del muslo, tensando un trozo de piel con el pulgar y el índice para ponerle la inyección.
–Creo que voy a desmayarme –murmuró ella, presa del pánico.
–No vas a desmayarte.
Más que como una afirmación, sonó como una orden. Era ella a quien le había picado una abeja, y era ella quien sabía si iba a desmayarse o no, pensó Kayla irritada.
Nerviosa, puso su mano sobre la de él y le pidió:
–Dame un segundo, ¿quieres?
David apartó su mano y, cuando ella volvió a ponerla, le agarró la muñeca y volvió a apartarla.
–Deja de comportarte como una cría –la increpó, apretándole la muñeca.
–¡No estoy preparada! –protestó ella.
–Mírame –le ordenó David.
Kayla obedeció, y la hipnotizaron la fuerza y la calma en sus profundos ojos castaños. De pronto fue como si todos los años que habían pasado se disolvieran.
David era una hebra que formaba parte del tejido de su vida y, aunque había pasado el tiempo, en sus ojos veía al David de antaño. Se encontró recordando su risa, el modo en que ladeaba la cabeza cuando la escuchaba atentamente, la intensidad de su mirada, la confianza que inspiraba…
Notó que su respiración se había vuelto más calmada, pero cuando sus ojos descendieron, como atraídos por una fuerza magnética, a sus sensuales labios, sintió que el corazón empezaba a latirle con más fuerza y que su respiración se tornó agitada de nuevo.
Una vez, años atrás, cuando los dos tenían diecisiete años, había besado esos labios, rindiéndose a la tentación, al deseo que despertaba en ella. Se había sentido igual que la primera vez que había tomado un trago de vino, embriagada.
Había sido un beso excitante y apasionado. David había explorado cada rincón de su boca con fruición, como si en los dos años que, por aquel entonces, hacía que se conocían, no hubiese podido pensar en nada más que besarla.
Sin embargo, había pagado un alto precio por aquel beso. Después de aquel día, David se había tornado distante y frío con ella, y se había esfumado la camaradería que solía haber entre los dos. David había empezado a salir con Emily Carson, y ella con Kevin.
Y a pesar de todo, en ese momento, sentada allí, en la acera, un pensamiento descabellado cruzó por su mente: si fuese a morir por la picadura de aquella abeja y pudiese pedir un último deseo, ¿sería volver a besar a David?
Y de pronto, aunque se detestó a sí misma por lo que estaba a punto de hacer, no pudo evitar inclinarse hacia delante, como si tirara de ella un hilo invisible.
David se inclinó hacia ella también. Kayla cerró lentamente los ojos, entreabrió los labios… y justo entonces David empujó el autoinyector de epinefrina contra su muslo y sintió el picotazo de la aguja.
–¡Ay!
El dolor devolvió a Kayla a la realidad. Abrió los ojos y se echó hacia atrás, avergonzada y preguntándose si David habría adivinado sus intenciones.
A juzgar por su cara de póquer, por suerte parecía que no. Esa expresión de indiferencia le recordó el dolor emocional que había sentido después de ese primer beso. Había pensado, llena de emoción, que aquello era el principio de algo, pero en vez de eso se había vuelto invisible para él.
Igual que Kevin se había vuelto invisible para él. Eso era lo que tenía que mantener presente con respecto a David Blaze: parecía alguien con quien se podía contar, pero, cuando uno lo necesitaba, no estaba a tu lado.
–Eso ha dolido –murmuró.
–Lo siento –se limitó a contestar él.
Solo que no lo sentía en absoluto, igual que no le había importado su dolor ni el de Kevin años atrás. David se incorporó, fue hasta el coche y regresó poco después con un maletín de primeros auxilios.
Se sentó junto a ella en la acera, abrió el maletín y, tras rebuscar un rato en él, sacó unas pinzas pequeñas.
–Voy a ver si puedo encontrar el aguijón.
–¡Ni se te ocurra! –exclamó ella bajándose la falda y apretándola contra sus piernas.
–No seas ridícula. El aguijón podría estar aún inyectándote veneno.
Kayla vaciló, y él, al ver que dudaba, insistió.
–Ya he visto antes dónde te ha picado. Y tus bragas; son de color rosa.
Kayla sintió que se le subían los colores a la cara, y