En Escocia, donde se abrió un Centro para la Mayordomía (Centre for Stewardship) en el Falkland Estate, Ninian Stewart se muestra convencido de que ha llegado el momento para un nuevo modelo de administración que, según sus palabras, “se apoye en el pasado y mire nuestro presente con la intención de dejar para el futuro un legado sostenible”. El enfoque de Stewart amplía lo que él llama el “círculo de consideración” con las miras puestas en el futuro, lejos del interés que es propio de los actuales regímenes de custodia. Necesitamos, según él, “controlar a los actuales dominadores de la explotación apresurada, del agotamiento y la destrucción de nuestro capital social y biológico”. (64) “El mundo necesita un pensamiento más responsable a largo plazo”, me decía Stewart; “en una época en que la velocidad, la obtención de beneficio y el consumo socavan la sostenibilidad del planeta tal como lo conocemos, seríamos más prudentes si nos planteáramos una inversión ética a largo plazo y una atención a la comunidad que son distintivas de la mayordomía”.
Una región biológica tiene sentido por muchos motivos: prácticos, culturales y ecológicos. Al situar la salud de la tierra, y de las personas que en ella viven, en el centro del problema, enmarca la economía que está por venir, no la economía moribunda que ahora tenemos. Como su valor principal es la custodia y no el crecimiento perpetuo pone por delante al sistema en su conjunto. En lugar de forzar a la tierra a que produzca más alimentos o más fibras textiles por hectárea, la salud y la capacidad de carga de la tierra a lo largo del tiempo, algo que se supervisa de manera constante, determinan su producción. Quienes toman decisiones son aquellos que trabajan la tierra, y que la conocen bien. Los precios se basan en el rendimiento que puede soportar la tierra, y en ingresos que garantizan la seguridad del agricultor. El “crecimiento” se mide en términos de una tierra, un suelo y un agua más saludables y de comunidades más resilientes.
Esta noción de región biológica tiende a cubrir la brecha metabólica de la que hablaba antes. Nos recuerda que las ciudades en las que ahora vivimos no existen separadas de la tierra en la que se han construido. La idea es tan motivadora como lo es la palabra “sostenible”. Una expresión así impulsa a la gente a buscar formas prácticas que la vuelvan a conectar con los suelos, los árboles, los animales, los paisajes, los sistemas de energía, agua y las fuentes de energía de las que depende toda forma de vida.
La gestión de las regiones biológicas y de los “paisajes integrales” es compleja, por supuesto. Una región biológica no puede dividirse con la misma claridad que una ciudad lo hace en categorías de planificación (centro, periferia, rural; trabajo, descanso, juego). Las biorregiones son un mosaico, tanto de ecosistemas naturales como de sistemas modificados por el hombre que cambian constantemente a medida que interactúan los procesos ecológicos, históricos, económicos y culturales. (65) Su tamaño puede variar enormemente, de cientos de kilómetros cuadrados a decenas de miles. No existen libros de texto para gobernar una región biológica: cada comunidad tiene que escribir el suyo propio. (66)
Las herramientas para la gobernabilidad biorregional están en proceso. Las universidades del noroeste de los Estados Unidos han puesto en marcha un plan de estudios para la biorregión que transforma la manera en que los futuros profesionales se plantean el desarrollo como algo basado en el concepto de lugar. El plan de estudios, que imparten expertos de las biorregiones de Puget Sound y Cascadia, se divide en temas tales como la salud de los ecosistemas, el agua y las cuencas hidrográficas, el sentido de lugar, la biodiversidad, los sistemas de alimentación y agricultura, ética y valores, culturas y religiones, ciclos y sistemas, y compromiso cívico. (67) Los proyectos que se han llevado a cabo son una prueba más de que estos asuntos no son solo materias académicas. Los equipos multidisciplinares han evaluado los datos de calidad del agua como indicadores de la salud de un ecosistema; han cartografiado canales de la corriente fluvial en una cuenca concreta; han aprendido sobre la geología, la hidrología, los suelos y la estabilidad de las laderas de un lugar de la ciudad; han analizado los costos ambientales de la minería de metales; han estudiado qué hacen los pueblos indígenas para habitar en su región y han discutido la mejor manera de integrar esta sabiduría en nuevos modelos de desarrollo. El pensamiento que se esconde detrás de las biorregiones, aún sin nombre, da forma también a la política desde arriba. Más de cincuenta gobiernos y grandes instituciones, desde la African Wildlife Foundation, al Banco Mundial, se han comprometido a seguir un denominado “enfoque de paisaje integral” en sus métodos de desarrollo sostenible. (68)
Suelo y alma
Pensar en una región biológica y actuar en consecuencia implica una dimensión espiritual, pero también práctica. Mostramos una inclinación innata a apreciar la conexión estética con el mundo. Sin embargo, uno puede preguntarse, a medida que lee esto, cómo despertar el interés en la gente por la salud del suelo, especialmente, si viven en entornos urbanos. Buena parte de los habitantes de las ciudades piensan mucho más en las conexiones que les unen que en sus vínculos con el suelo. En un mundo donde menos de la mitad de nosotros ni toca las cosas ni siquiera las ve, puede parecer inoportuno pedir a la gente de la ciudad que empatice con las lombrices de tierra.
Durante muchos años he albergado las mismas dudas hasta que tuve una revelación en una isla en Suecia. Cincuenta diseñadores, artistas y arquitectos se reunieron allí, en una escuela de verano que les pedía que se plantearan dos preguntas: “¿qué gusto tiene este sistema alimentario?” y “¿cómo piensa este bosque?” Pero resultó infundada mi preocupación de que ese suelo lleno de vida no inspirase a estos diseñadores urbanos; se trataba simplemente de empujar una puerta entreabierta: nuestros estudiantes se pusieron a escarbar alrededor del bosque de Grinda como si fueran ratones de campo. Dieron con formas de atrapar el sabor de la selva y ponerlo en una olla. Hicieron galletas con frutos del bosque y las intercambiaron con los turistas a modo de trueque. Crearon caminos táctiles para que pudiéramos sentir el bosque a través de nuestros pies. Un diseñador de Letonia hizo jarabe de piña y se lo dio a probar al profesor que quedó verdaderamente satisfecho. Un equipo ideó una ceremonia para la degustación del suelo. Hicieron infusiones con diez diferentes tipos de baya de la isla y las dispusieron junto a muestras tomadas de donde estaba cada planta; se mostraron los suelos en copas de vino. Nos invitaron a comparar los gustos de los tés y de los suelos en silencio. Fue un momento de gran intensidad. Llegué a la conclusión de que el pensamiento sistémico puede suponer una verdadera transformación cuando se combina con las sensaciones sistémicas, algo que todos ansiamos. Escribe Alastair McIntosh que “anhelamos la conexión con los demás y con el alma, pero olvidamos que, como la lombriz de tierra, somos igualmente un organismo del suelo. Del mismo modo, necesitamos vincularnos a la tierra”. (69)