—Ibas a contarme algo, ¿no es así? —me estaba preguntando Bernal con interés.
Vacilé por un instante, no tenía ni la más remota idea sobre la respuesta que iba a darle. Tenía claro que no quería hacer o decir nada que pudiera enemistarme con él. Había sido muy amable conmigo. Mientras pensaba, y en un intento de concentrarme, fijé la vista en un punto que resultó ser la espada que Bernal portaba al cinto. Se dio cuenta y sonrió paciente. Iba a concederme tiempo.
—Veo que te has fijado en mi hermosa Iona, ¿te gusta? —dijo posando su mano sobre el pomo con orgullo.
La desenvainó y la colocó sobre la mesa para que pudiera apreciar los detalles de la hoja y la empuñadura. Yo no había visto una espada de cerca en toda mi vida, pero esta era, sin duda, impresionante.
—Es una Claymore. La forjó para mí un herrero escocés.
Alargué la mano para tocar la hoja, tenía una inscripción.
—¡Cuidado! —me alertó haciendo que diera un respingo y retirara la mano—. Está bien afilada.
—¿Qué pone ahí? —pregunté señalando la inscripción sobre el acero.
—El lema de mi casa, los Villa: Una buena muerte honra toda una vida —suspiró emocionado—. Así ha de ser.
Sobre la frase, que se extendía a lo largo de la hoja, habían grabado la imagen de un águila de sable con el pecho atravesado por una saeta.
—¿Sueles ponerles nombre a todas tus armas? —pregunté sin levantar la vista del águila.
Me dedicó una sonrisa pícara.
—No, solo a ella. Una espada es como una buena amante. Debe conocer tus secretos y tú los suyos, y debe ser una prolongación de tu propio cuerpo. Unirse hasta ser uno para así alcanzar la gloria.
Le miré con escepticismo, lo que pareció no afectarle en lo más mínimo. No andaba falto de imaginación.
—Iona significa nacida del tejo —me explicó, se veía que el tema era de su agrado—. Los antiguos guerreros astures siempre llevaban encima un veneno hecho a base de extracto de tejo para suicidarse en caso de ser derrotados y evitar, así, ser hechos esclavos.
—Resulta un poco lúgubre…
—Ahhhh, mi querido muchacho. La vida es a veces lúgubre y la muerte es luz en ocasiones. Para un astur no hay peor muerte que la falta de libertad. Somos un pueblo de guerreros. Luchamos contra los elementos de esta tierra hermosa y agreste, luchamos contra aquellos que pretenden dominarnos. Contra lo que intenta domarnos, somos caballos salvajes. Y a los caballos salvajes les gusta correr notando el viento en su cara —afirmó.
Envainó la espada con mimo. Mucho tiempo más tarde recordaría sus palabras al conocer a otros jinetes libres como el viento, mas, como he dicho antes, todo a su debido tiempo.
—Pero basta ya de historias. Es tarde y tendrás hambre. Quizás cuando tu estómago esté bien lleno me contarás la tuya.
Lo decidiría luego. Ahora mismo solo podía pensar en calmar mis tripas que llevaban un rato rugiendo sin pudor.
No es que el pan fuese una maravilla, de hecho, tenía un poco de moho que aparté discretamente para no ofender a Bernal, quien se estaba tomando muchas molestias y además iba a pagar porque yo no llevaba un euro encima. Las monedas debían de habérseme caído del bolsillo cuando aterricé de bruces sobre la hierba del cerro. De todos modos, junto con el queso fuerte y curado me supo a gloria y reconfortó mi espíritu. Pronto comencé a sentir la placidez que acompaña a tener la tripa satisfecha y me recosté en la silla.
Bernal casi no había probado bocado pese a que un corpachón como el suyo debía de precisar una buena ración para saciarse. ¿Sería uno de esos aficionados al deporte que solo comen pollo y claras de huevo? Esos músculos parecían los de una escultura.
Me miraba mientras comía, cauto y con una mirada inteligente. Al ver que me relajaba sonrió.
—¿Y bien?
Tenía que contarle algo, lo que fuera. Sobre el mostrador de la taberna vi unas conchas. Alguien negociaba con Juana la venta de aquellos moluscos. Ella regateaba con habilidad. Y de pronto, se me ocurrió. Quizás fuera una idea descabellada, pero era la única que había surgido en mi mente así que tendría que apañarme con ella.
—La ruta Jacobea —solté.
Bernal compuso un gesto de desconcierto.
—¿Qué quiere decir eso?
—Íbamos camino de Santiago. —Tenía que ganar tiempo para seguir armando mi mentira, así que soltaba poco a poco lo que se me iba ocurriendo.
La exhibición de la espada por parte de Bernal y el escenario en que me encontraba me sugerían que o bien mi sueño/alucinación transcurría unos cuantos siglos atrás o estaba en medio de una especie de juego de rol medieval muy bien organizado, así que mi historia debía ir en consonancia. Es más, sería divertido estar a la altura.
La idea del juego de rol me tranquilizó. Podía explicar aquel embrollo en el que estaba inmersa y que todo el mundo pareciera tan metido en su papel. La gente solía tomarse muy en serio su participación. Se había puesto de moda que empresas especializadas reprodujeran series de éxito en rutas itinerantes de ciudad en ciudad. El despliegue solía ser espectacular, una mini producción cinematográfica, y la participación masiva. Recordaba que Javi, un compañero de trabajo, se había apuntado a uno de esos juegos hacía unos meses. Era un friki de The Walking Dead y había reservado plaza con meses de antelación. Cuando me enseñó las fotos tuve que admitir lo bien montando que estaba, ¡hasta había un helicóptero con actores disfrazados de soldados patrullando el recinto por el que los zombis perseguían a la resistencia! No recordaba que hubiera una serie medieval de éxito emitiéndose en esos momentos, pero tampoco es que yo estuviera muy al tanto de las novedades y había infinitas plataformas e infinitas series, imposible conocerlas todas. Además, seguramente se trataría de algo llegado de Estados Unidos. Sí, seguro que Estados Unidos tenía la culpa de este lío.
—¿Quiénes? —me preguntó.
Ya casi me había despistado entre tanto zombi y tanto marine suelto con la testosterona por las nubes, pero retomé mi historia:
—Los monjes, somos peregrinos —afirmé con seriedad.
Frunció el entrecejo. Yo no sabía si aquello era bueno o malo.
—Continúa…
—Viajaba con unos monjes en peregrinación para visitar las reliquias del apóstol Santiago. Pensábamos llegar hasta Campus Stellae, ya sabes, el lugar donde se descubrió el sepulcro en un bosque cerca de Iria Flavia. —Había estado buscando información sobre el camino una lluviosa tarde de sábado de hacía unos meses. Decían que quienes hacían el camino volvían cambiados y yo andaba falta de un cambio en mi vida. Poco podía imaginar que el cambio iba a llegar sin necesidad de dar un paso.
Bernal asintió. Debía de conocer que la ruta Jacobea antigua atravesaba Asturias continuando el camino de Santiago francés. La llamaban la ruta primitiva por ser la primera que fue utilizada por el propio rey Alfonso II, el Casto, cuando hasta sus oídos llegó la noticia del hallazgo del cuerpo del Apóstol. Tal era la importancia de la ruta que resultaba parada obligada la ciudad de Oviedo con su Catedral de San Salvador erigida en el siglo XIII. La Cámara Santa de la Catedral albergaba numerosas reliquias, aún hoy en día se conserva un lienzo de lino con manchas de sangre y quemaduras de velas que se venera como el sudario que cubría la cabeza de Jesús de Nazaret y que se menciona en el Evangelio de Juan. Se hizo famoso el dicho: «Quien va a Santiago y no al Salvador, visita al criado y deja al Señor».
—Decidieron parar aquí para reponer fuerzas. Uno de los monjes había pasado algunos años