Parada ante el comerciante y su mujer, con un paquete en la mano, los oía atentamente y parecía mostrarse insegura e indecisa. Con mucha animación, ellos le hablaban. Cuando Raskolnikof vio a Lisbeth sintió algo extraño, una especie de profunda sorpresa, aunque no tenía nada de asombroso el encuentro.
—Lisbeth Ivanovna, usted y nadie más que usted debe decidir lo que tiene que hacer —decía el comerciante en voz alta. Puede venir mañana a eso de las siete. También ellos vendrán.
—¿Mañana? —dijo lenta y pensativamente Lisbeth, como si no se arriesgara a comprometerse.
—¡Cuánto temor le tiene a Aleña Ivanovna! —dijo la mujer del comerciante, que era una señora de voz chillona y muy desenvuelta—. Cuando veo que se pone de esa manera, me da la impresión de estar viendo a una niña pequeña. Esa mujer que la tiene sometida, al fin y al cabo es solamente su medio hermana.
—Le recomiendo que no le diga nada a su hermana —siguió el esposo—. Créame. Sin pedirle permiso venga a casa. Vale la pena el asunto. A su hermana no le quedará más remedio que reconocerlo.
—Quizá venga.
—De seis a siete. Los vendedores mandará a alguien y usted decidirá.
—Le entregaremos una taza de té —ofreció la vendedora.
—Está bien, vendré —contestó Lisbeth, aunque aun dudosa.
Y, con su serenidad característica, comenzó a despedirse.
Ya Raskolnikof había dejado tan atrás a los esposos y su amiga que no logró escuchar ni una palabra más. Insensiblemente había acortado el paso y había intentado no perder una sola sílaba de la charla. Al asombro del primer instante había sucedido lentamente un terror que le provocó escalofríos. De repente, y de la forma más inesperada, supo que al día siguiente, exactamente a las siete, Lisbeth, la hermana de la anciana, la única persona que le hacía compañía, saldría y por lo tanto, a las siete del día siguiente la anciana ¡estaría en la casa completamente sola!
Raskolnikof ya se encontraba cerca de la suya. Como un condenado a muerte entró en ella. No trató de razonar. No habría podido hacerlo, además.
No obstante, sintió repentinamente y con todo su ser, que ya no existían su libre albedrío y su voluntad, que todo terminaba de resolverse de forma irrevocable.
Aunque hubiera aguardado durante años completos una oportunidad favorable, aunque hubiera tratado de provocarla, no habría podido encontrar una mejor y que ofreciese más posibilidades de triunfo que la que de manera tan inesperada acababa de llegarle a las manos.
Y era menos indudable todavía que el día anterior no le habría sido sencillo indagar, sin hacer preguntas atrevidas y sospechosas, que al día siguiente, a una hora específica, la anciana contra la que proyectaba un crimen estaría en su casa y completamente sola.
Capítulo VI
Un tiempo después, Raskolnikof supo, por simple casualidad, por qué los esposos comerciantes invitaron a Lisbeth a visitar su casa. La cuestión no podía ser más inocente y simple. Una familia de extranjeros venida a menos deseaba ofrecer en venta algunos trajes. Y buscaban una vendedora a domicilio, porque esto no podía hacerse con beneficios en el mercado. A esta labor se dedicaba Lisbeth y poseía una clientela numerosa, ya que actuaba con mucha honestidad: siempre colocaba el precio más limitado, de manera que con ella no procedían los regateos. No hablaba mucho y era muy tímida y humilde, como dijimos antes.
Sin embargo, desde hacía algún tiempo, Raskolnikof era un hombre sometido por las supersticiones. Incluso no era difícil descubrir en él los signos imborrables de esta debilidad. En el tema que tanto lo angustiaba se sentía particularmente inclinado a ver coincidencias asombrosas, fuerzas raras y enigmáticas. Un estudiante amigo suyo de nombre Pokorev le había dado, el invierno anterior, poco antes de volver a Karkov, la dirección de la anciana Aleña Ivanovna por si tenía que empeñar algún objeto. Sin que necesitara ir a verla pasó mucho tiempo, ya que iba viviendo mal que bien con sus lecciones. Sin embargo, hacía seis semanas acudió a su memoria la dirección de la anciana. Tenía dos objetos para empeñar: un antiguo reloj de plata de su padre y un anillo con tres piedrecillas rojas que su hermana le había entregado en el instante de separarse para que la recordara. Tomó la decisión de empeñar el anillo. Aunque no sabía nada de ella, al ver a Aleña Ivanovna sintió una invencible repulsión.
Después de recibir dos pequeños billetes, Raskolnikof entró en una cantina que halló en el camino. Tomó asiento, pidió té y comenzó a analizar. A su mente acababa de acudir, aunque en estado embrionario, como el pollito dentro del huevo, un pensamiento que le interesó asombrosamente.
Un estudiante, a quien no recordaba haber visto jamás y un joven oficial ocupaban una mesa muy próxima a la suya. Estuvieron jugando al billar y se preparaban para tomar el té. De repente, Raskolnikof escuchó que el estudiante le daba al oficial la dirección de la casa de Aleña Ivanovna y comenzaba a hablarle de ella. Esto llamó la atención de Raskolnikof: hacía solamente un instante que la había dejado, y ya estaba escuchando hablar de la anciana. Indudablemente, esto no era sino pura casualidad, pero su espíritu estaba dispuesto a entregarse a un sentimiento obsesionante y para ello no le faltó ayuda. El estudiante comenzó a darle detalles a su amigo con respecto a Aleña Ivanovna.
—Esa mujer es única. Uno siempre puede obtener dinero en su casa. Es millonaria como un judío y de una sola vez, podría prestar cinco mil rublos. No obstante, las transacciones de un rublo no las desprecia. Con ella tenemos trato casi todos los estudiantes. Pero ¡es tan miserable!
Y comenzó a darle pormenores de su perversidad. Para que se quedara con el objeto empeñado era suficiente que uno dejara pasar un día después del vencimiento.
—La cuarta parte del valor de la prenda es lo que da, y de interés cobra el cinco y hasta el seis por ciento al mes.
El joven estudiante, que estaba muy comunicativo, también comentó que la usurera tenía una hermana, de nombre Lisbeth, y que la espantosa y pequeña anciana la maltrataba sin ninguna compasión, aunque Lisbeth medía un metro ochenta de estatura, aproximadamente.
—¡Sin duda, un mujer fenomenal! —dijo el estudiante soltando una carcajada.
A partir de ese instante, Lisbeth fue el tema de la conversación. Con un placer especial, y sin dejar de reír, el estudiante hablaba de ella. El oficial, que le oía con atención, le suplicó que le mandara a Lisbeth, porque necesitaba comprarle una ropa interior.
Raskolnikof no perdió una sola palabra de la charla y supo algunas cosas: Lisbeth era medio hermana de Aleña (tenían distintas madres) y más joven que ella, ya que tenía treinta y cinco años de edad. La anciana hacía que trabajara día y noche. Además de que cocinaba y lavaba la ropa para su hermana y ella, fregaba suelos y cosía fuera de casa y le daba a Aleña todo lo que ganaba. No se arriesgaba a aceptar ningún trabajo, ningún encargo, sin permiso de la anciana. No obstante, Aleña —Lisbeth lo sabía— hizo ya testamento y, según se decía allí, su hermana solamente recibía el mobiliario como herencia. Ni un céntimo del dinero: para pagar una serie perpetua de plegarias por el descanso de su alma lo legaba absolutamente todo a un monasterio del distrito de N***.
De la pequeña burguesía del tchin provenía Lisbeth. Era una mujer de talla desmedida, desaliñada, de piernas torcidas y largas e inmensos pies, como toda su persona, calzados todo el tiempo con zapatos muy ligeros. Lo que más sorprendía y entretenía al estudiante era que Lisbeth estaba permanentemente embarazada.
—Pero ¿no dijiste que no vale nada? —preguntó el oficial.
—Parece un soldado disfrazado de mujer y tiene la piel ennegrecida, pero no puede decirse que sea espantosa. Su rostro no está mal, y menos sus ojos. Gusta mucho, esa es la prueba. Es tan resignada, tan dulce, tan sencilla y humilde... No sabe decir que no a nada, la