—¡Es muy duro de pelar! —dice uno de los presentes.
—Amigos, ya verán como cae: su última hora llegó —dice otro de los espectadores.
—¡Coge un hacha! —insinúa un tercero—. ¡Hay que terminar ya!
—¡No dicen más que estupideces! —ruge Mikolka—. ¡Déjenme pasar!
Lanza el palo, se inclina, busca nuevamente en el fondo de la carreta y, cuando se endereza, se puede ver una barra de hierro en sus manos.
—¡Cuidado! —dice.
Y propina, con todas sus fuerzas, un terrible golpe al pobre caballo. El animal se tambalea, casi se desploma, con un último esfuerzo trata de tirar, pero la barra de hierro cae de nuevo pesadamente sobre su lomo. Como si de un solo tajo le hubieran cortado las cuatro patas, el animal se derrumba.
—¡Terminemos con él! —gruñe Mikolka como un demente, brincando de la carreta.
Algunos muchachos, tan ebrios y congestionados como él, se arman de lo primero que hallan —estacas, látigos, palos— y se lanzan sobre el caballito agonizante. De pie al lado del animal torturado, Mikolka no deja de pegarle con la barra. El pobre caballito alarga el cuello, exhala un hondo resoplido y fallece.
—¡Listo, ya está! —dice alguien entre la muchedumbre.
—Se había obstinado en no galopar.
—¡Es mío! —dice Mikolka con la barra en la mano, los ojos muy rojos y como quejándose de no tener otra víctima a la que pegarle.
—Por supuesto, tú no crees en Dios —dicen varios de los que han presenciado el terrible espectáculo.
El pobre pequeño está fuera de sí. Gritando, se abre paso entre las personas y se aproxima al caballo fallecido. Toma el hocico inmóvil y lleno de sangre y lo besa; besa sus ojos, sus labios. Después da un brinco y corre hacia Mikolka apretando los puños. Lo encuentra en este instante su padre, quien lo estaba buscando, y se lo lleva de allí.
—Ven, ven —le dice—. Marchémonos a casa.
—Papá, ¿por qué mataron a ese infeliz caballito? —solloza Rodia.
Sus palabras, perturbadas por su respiración entrecortada, salen de su contraída garganta como gritos roncos.
—Están embriagados —contesta el padre—. De esa manera se entretienen. Pero no tenemos absolutamente nada que hacer aquí, vámonos.
Con sus brazos, Rodia lo rodea. Siente en el pecho una opresión espantosa. Hace un gran esfuerzo por recuperar la respiración, trata de gritar... Se despierta.
Raskolnikof se despertó bañado en sudor: se encontraba húmedo todo su cuerpo y sus cabellos estaban empapados. Se levantó jadeante, aterrado...
—¡Por Dios, bendito sea el Señor! —dijo—. Solamente fue un sueño.
Al pie de un árbol tomó asiento y respiró hondamente.
“Pero ¿qué me sucede? Debo tener fiebre. Lo demuestra este espantoso sueño”.
El cuerpo lo tenía acartonado; todo era turbación y oscuridad en su alma. Los codos los apoyó en las rodillas y entre las manos hundió la cabeza.
“Dios, ¿es posible, es verdaderamente posible que yo coja un hacha y la golpee con ella hasta romperle la cabeza? ¿Acaso es posible que sobre la sangre tibia y viscosa me deslice para violentar la cerradura, robar y esconderme con el hacha, lleno de sangre, estremecido? ¿Es posible, Dios?”.
Temblaba como una hoja...
“Pero ¿por qué pensar en esto? —continuó, hondamente asombrado—. Ya estaba seguro de que sería incapaz de hacerlo. ¿Por qué, entonces, torturarme de esta manera?... Cuando ayer mismo realicé el... ensayo, entendí perfectamente que esto estaba muy por encima de mis fuerzas. ¿Por qué tengo que regresar a lo mismo e interrogarme? ¿Qué necesidad tengo? Cuando descendía aquella escalera ayer, pensaba que el plan era ruin, odioso, terrorífico. Me sentía aterrado, con el corazón oprimido, de solo pensar en él... No, no tendría valor; no lo tendría aunque estuviera seguro de que mis cálculos son perfectos, que todo el proyecto fraguado este último mes tiene la exactitud de la aritmética y la nitidez de la luz... Jamás, jamás tendría valor... Entonces, ¿para qué continuar pensando en ello?”.
Se puso de pie, lanzó una mirada de sorpresa en todas direcciones, como asombrado de encontrase allí, y caminó hacia al puente. Estaba lívido y sus ojos resplandecían. Sentía que le dolía todo el cuerpo, pero comenzaba a respirar con más facilidad. Se daba cuenta de que se había librado de la terrible carga que lo había torturado durante tanto tiempo. Su alma estaba más ligera y en ella reinaba la paz.
“Dios —suplicó—, señálame el sendero que debo seguir y de inmediato renunciaré a ese sueño maldito”.
Contempló el Neva y la puesta del sol, bella y resplandeciente, cuando pasó por el puente. No sentía cansancio alguno, a pesar de sus debilidad. Se diría que el miedo que durante el último mes se había ido formando lentamente en su corazón de repente se había desvanecido. Se sentía totalmente libre, ¡libre! El embrujo se había roto, había cesado la acción del maleficio.
Tiempo después, cuando Raskolnikof recordaba esta época de su existencia todo lo ocurrido durante ella, minuto por minuto, punto por punto, experimentaba una combinación de sorpresa e intranquilidad supersticiosa ante un detalle que no tenía nada de asombroso, pero que decididamente había influido en su destino.
He aquí el suceso que para él siempre fue un misterio.
¿Por qué, incluso sintiéndose agotado, tan extenuado que debió volver a casa por el sendero más directo y más corto, dio un rodeo por la plaza del Mercado Central, donde nada tenía que hacer? Por supuesto, no alargaba mucho su camino esta vuelta, pero era totalmente inútil. Es verdad que en muchas ocasiones había vuelto a su casa sin saber qué calles había transitado; pero ¿por qué ese encuentro tan significativo para él, al mismo tiempo que tan fortuito, que tuvo en la plaza del Mercado (donde nada tenía que hacer), se produjo entonces, a esa hora, en ese minuto de su existencia y en esas circunstancias que todo ello había de ejercer la influencia en su destino más seria y decisiva? Era para creer que el mismo destino lo había preparado todo anticipadamente.
Cuando llegó a la plaza del Mercado Central eran casi las nueve. Los almacenistas, los comerciantes que tenían sus puestos al aire libre, los vendedores ambulantes, los cantineros, cerraban sus locales o recogían sus cosas. Algunos vaciaban sus cestas, otros sus mesas y todos guardaban sus mercancías y se preparaban para regresar a sus casas, al tiempo que los clientes se dispersaban. Una muchedumbre de vagabundos y de pequeños traficantes pululaba frente a las posadas que ocupaban los sótanos de los sucios y repugnantes inmuebles de la plaza, y especialmente a las puertas de las cantinas.
Raskolnikof, cuando abandonaba la casa sin rumbo fijo, visitaba frecuentemente esta plaza y las callejas de los alrededores. Sus harapos no atraían miradas despectivas: allí se podía presentar uno trajeado de cualquier manera, sin miedo a llamar la atención. En el callejón K***, en la esquina, unos comerciantes que eran esposos, vendían artículos de mercería exhibidos en dos mesas: pañuelos de indiana, carretes de hilo, ovillos de algodón... También se preparaban para irse. Su demora se debía a que se habían distraído conversando con una conocida que se aproximó al puesto. Se trataba de Elisabeth Ivanovna, o Lisbeth, como le decían habitualmente, hermana de Aleña Ivanovna, viuda de un registrador, la anciana Aleña, la usurera cuya casa visitó Raskolnikof