[10] P. DAVIES, The Fifth Miracle. The Search for the Origin and Meaning of Life, Simon and Schuster, Nueva York 1999, p. 28 y 17-18. Davies sostiene que «tenemos una buena idea del momento y lugar donde se sitúa el origen de la vida, pero estamos lejos de comprender cómo apareció» (p. 17).
[11] T. NAGEL, The Last Word, Oxford University Press, Oxford 1997, p. 130-131.
[12] Pew Research Center, Scientist and Belief, 5 de noviembre 2009. Disponible online.
[13] S. BUDD, Varieties of Unbelief. Atheists and Agnostics in English Society, 1850-1960, Heineman, Londres 1977.
[14] Es la tesis que se presenta en: E. GRANT, The Foundations of Modern Science in the Middle Ages, Cambridge University Press, Cambridge 1996.
2.
LAS RAÍCES DE LA OPOSICIÓN ENTRE CIENCIA Y FE: EL MATERIALISMO FILOSÓFICO
COMO DIJIMOS EN EL CAPÍTULO ANTERIOR, lo que se opone a la religión no es la ciencia, sino una concepción materialista de la naturaleza. Esta oposición toma dos formas. Hay, en primer lugar, una oposición de carácter puramente filosófico, que se apoya en concepciones a priori de la ciencia y la religión. Esta oposición existía antes incluso de la Revolución científica del siglo XVII, pero obtuvo un nuevo auge por su acuerdo con algunas ideas (falsas) derivadas de esta Revolución. Es lo que se llama el materialismo filosófico. Pero hay también otra oposición entre ciencia y religión que se defiende en nombre de la ciencia. Esta oposición se funda en una cierta interpretación de los descubrimientos científicos que, se nos dice, son incompatibles con la existencia de un mundo sobrenatural. Es lo que se llama el materialismo científico. Conviene analizar estos dos tipos de materialismo separadamente. El presente capítulo está dedicado al materialismo filosófico, el siguiente al materialismo científico.
El materialismo filosófico afirma que ciencia y religión son forzosamente incompatibles porque, de una parte, la religión es incompatible con el naturalismo científico y, por otra parte, porque esta es contraria a la razón. Examinemos cada uno de estos argumentos.
LA RELIGIÓN INCOMPATIBLE CON EL NATURALISMO
Los que sostienen el materialismo filosófico afirman (con justo título) que la religión presupone la existencia de un mundo distinto de este en que vivimos, un mundo más allá de la naturaleza —un mundo sobrenatural—. Como ellos no creen en la existencia de tal mundo y están convencidos de que no existe nada fuera de la realidad sensible, piensan que toda religión, incluida la religión cristiana, no es más que superstición. Esta es la esencia del naturalismo.
Ciertamente, hay varias formas de creencia en lo sobrenatural que son supersticiosas. El sobrenaturalismo ha sido por lo demás frecuentemente criticado por la tradición judeocristiana mucho tiempo antes de la Revolución científica. Mientras el Sol y la Luna eran objetos de cultos idolátricos en muchos pueblos paganos, el libro del Génesis afirmaba que no eran más que fuentes de luz destinadas a iluminar el día y la noche. Luego añadía: «Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y mujer los creó. Y los bendijo Dios y les dijo: “Creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla; dominad sobre los peces del mar, las aves del cielo y todos los animales que reptan por la tierra”» (Gn 1, 27-28). Por eso, los judíos y los cristianos siempre han establecido una distinción radical entre la especie humana, creada «a imagen de Dios» y llamada a dominar la tierra, y el resto de la creación. De ahí su condenación de los cultos paganos.
Por supuesto, la tradición judeocristiana afirma la existencia de realidades sobrenaturales tales como Dios, Satanás y los ángeles. Pero se distingue del paganismo en que afirma la existencia de un Dios que trasciende el mundo natural, el cual deja de ser así habitado por seres sobrenaturales caprichosos o mitad humanos y mitad divinos. Al desacralizar el mundo de la naturaleza y sustraerlo al imperio de los ídolos, judíos y cristianos han abierto la vía a una interpretación científica de los fenómenos naturales. Más precisamente, han enseñado a la humanidad que el respeto debido a la naturaleza y a los seres vivos no se debe a un cierto carácter divino o espiritual que les fuese inherente, sino al hecho de que habían sido creados por Dios y atestiguaban su bondad y su grandeza. Así que el mundo se percibe como la obra de una gran inteligenciad. En el libro de los Salmos, Dios es presentado como el gran Amo del universo:
Alabad al Señor desde los cielos,
alabadle en las alturas.
Alabadle, todos sus ángeles,
alabadle, todos sus ejércitos.
Alabadle, sol y luna,
alabadle todas las estrellas luminosas.
Alabadle, cielos de los cielos,
y aguas todas que estáis sobre los cielos.
Alaben el Nombre del Señor,
pues Él lo ordenó y fueron creados.
Los estableció para siempre, por los siglos,
les dio una ley que no traspasarán (Sal 148).
Así, según la visión bíblica, el Sol, la Luna, las estrellas y los cielos forman parte de un sistema bien ordenado regido por «una ley que no traspasarán». La misma idea vuelve en el libro de la Sabiduría:
Él me dio un conocimiento sin error de los seres,
para saber la disposición del universo
y la acción de los elementos,
el comienzo, fin y medio de los tiempos,
los cambios de solsticios y el alternarse de las estaciones,
los ciclos de los años y las fases de los astros;
la naturaleza de los animales y los instintos de las fieras,
el poder de los espíritus y los pensamientos de los hombres,
la variedad de las plantas y las virtudes de las raíces.
Conozco lo escondido y lo patente;
pues me lo enseñó la sabiduría, artífice de todo
(Sb 7, 17-21).
Se vuelve a encontrar esta insistencia en el carácter ordenado, racionalmente organizado, de la naturaleza en los textos fundadores del cristianismo, y sobre todo en san Pablo. Hablando a paganos, afirma que los hombres tienen de Dios un conocimiento natural suficiente para justificar su reprobación si lo ignoran: «En efecto, la ira de Dios se revela desde el cielo sobre toda impiedad e injusticia de los hombres que tienen aprisionada la verdad en la injusticia. Porque lo que se puede conocer de Dios es manifiesto en ellos, ya que Dios se lo ha mostrado. Pues desde la creación del mundo las perfecciones invisibles de Dios —su eterno poder y su divinidad— se han hecho visibles a la inteligencia a través de las cosas creadas» (Rm 1, 18-20). Dejando aparte la crítica de san Pablo a la conducta de los paganos, este pasaje afirma que la razón puede conocer la existencia de Dios y algunos de sus atributos a partir de la observación de sus obras: el mundo creado atestigua un orden, y por tanto una inteligencia trascendente, que la inteligencia humana puede captar. Esto explica que los primeros pensadores cristianos no hayan dudado en utilizar la filosofía griega para hablar de la fe. Las palabras del medievalista Étienne Gilson son elocuentes al respecto. Hablando de los apologistas cristianos del siglo II, afirma que, en su espíritu, el acercamiento entre el universo griego y el universo cristiano, lejos de haber sido objeto de una «evolución en continuidad», ha tomado la forma de una asimilación del primero por el segundo:
Parece