Decir que la moral es un subproducto de la evolución humana equivale a decir que las normas morales no son nada más que convenciones sociales. Se sigue que el racismo, la intolerancia y la homofobia no tienen nada de malo en sí. Sucede simplemente que, en la coyuntura actual, parece oportuno o útil condenarlos. Pero puesto que todo debe juzgarse a la luz de la oportunidad o utilidad, y que no hay nada sagrado ni absoluto, podría ser de otro modo. Después de todo, ¿no están también las convenciones sociales llamadas a evolucionar?
La razón pone pues en evidencia la necesidad de dar a las normas morales un fundamento objetivo. Algunos creen que «el desarrollo de los seres humanos» puede constituir ese fundamento: si un comportamiento favorece nuestro desarrollo, nos dicen, es objetivamente bueno, y objetivamente malo en caso contrario. Pero entonces se nos plantea otra cuestión: ¿por qué el desarrollo de la especie humana? ¿Por qué no el desarrollo de la fauna o de la flora, como proponen los ecologistas radicales? ¿O por qué no el desarrollo del planeta, como proponen algunos antinatalistas virulentos? Y suponiendo que una mayoría quiera contentarse con «el desarrollo de los seres humanos» como fundamento de la moral, ¿quién determinará cuáles son sus componentes? Los bolcheviques rusos estaban convencidos de que la felicidad de la humanidad pasaba por el encarcelamiento o la muerte de millones de «burgueses», los nazis por la masacre de millones de judíos, y los fundadores del movimiento eugenésico por la esterilización forzosa de las mujeres pobres. Como afirma el filósofo canadiense Kai Nielsen, gran defensor del utilitarismo, la razón puramente práctica, incluso con un buen conocimiento de los hechos, no sabría llevarnos a la moral.
Si el ateísmo es verdad, nada —absolutamente nada— autoriza a juzgar que un comportamiento sea bueno o malo. La noción misma de moral pierde todo su sentido. ¿Y si no hay nada después de la muerte, para qué llevar una vida moral? Si Madre Teresa y Hitler han conocido la misma suerte al pasar de la vida a la muerte, la manera de vivir que han elegido no tiene ninguna significación objetiva. ¿Por qué entonces empeñarse en ser bueno y generoso?
A esta pregunta, el célebre filósofo británico Bertrand Russell respondía que tenemos que «construir nuestras vidas sobre el sólido fundamento de la desesperanza». Dicho de otro modo, un ateo serio está condenado a elegir entre la felicidad y la coherencia. Uno puede llamarse ateo, pero no puede vivir como un ateo y llamarse feliz —a no ser que pretenda que desesperación y felicidad pueden darse a la vez, lo cual es absurdo—.
Resulta de todo esto que, en nuestro mundo, solo los cristianos pueden ser a la vez felices y coherentes. Si el cristianismo es verdadero, cada uno de nosotros existe porque ha sido querido y creado por Dios, y la felicidad terrestre no es más que un pálido reflejo de la vida que nos espera después de la muerte. La vida entonces tiene un sentido, que viene de Dios.
De todo esto, no se puede concluir la verdad del cristianismo. Pero se puede al menos concluir esto con la mayor certeza: no hay vida humana que sea a un tiempo feliz y coherente fuera del cristianismo. Como afirma Russell, el verdadero ateo está condenado a fundamentar su vida en la desesperanza, lo cual parece imposible. De ahí su propensión a vivir como hedonista. Existe sin embargo otra vía y es la del cristianismo.
1.
LA VERDADERA NATURALEZA DEL CONFLICTO ENTRE CIENCIA Y FE
DESDE HACE CASI CUATRO SIGLOS, una cierta escuela de pensamiento afirma que hay incompatibilidad entre fe y razón, entre ciencia y religión. Esta idea, proclamada a los cuatro vientos en el siglo de las Luces por filósofos como Voltaire, d’Alembert, Condorcet y Diderot, tiene una vida larga. En el siglo XIX, los escritos de Auguste Comte (1798-1857) y de Ernest Renan (1823-1892) contribuyeron a convertirla en una idea recibida en los medios intelectuales. En el prefacio a la primera edición de El porvenir de la ciencia, publicada en 1848, Renan llegó a pretender que «la ciencia no vale más que en la medida en que puede remplazar a la religión».
Su influencia no se limita al mundo francófono. Al final del siglo XIX, estaba bien anclada en el mundo germanófono, donde encontró su más perfecta expresión en los escritos de Max Weber (1864-1920). En una conferencia pronunciada en 1919 en la universidad de Munich y titulada El oficio y la vocación de sabio, comparaba lo que llamaba el «desencanto» de la ciencia moderna con la actitud de los intelectuales medievales y del siglo XVII que veían en la ciencia un «camino hacia Dios»:
¿Y hoy? ¿Quién, en nuestros días, cree aún —con excepción de algunos niños grandes que encontramos aún justamente entre los especialistas [de ciencias naturales]— que los conocimientos astronómicos, biológicos, físicos o químicos podrían enseñarnos algo sobre el sentido del mundo o incluso ayudarnos a encontrar las huellas de ese sentido, si existió alguna vez? Si hay conocimientos capaces de extirpar de raíz la creencia en la existencia de algo que se parezca a una «significación del mundo», son precisamente estas ciencias [las ciencias naturales]. En definitiva, ¿cómo podría la ciencia «conducirnos a Dios»? ¿No es ella la potencia específica irreligiosa? Este carácter, ningún hombre —lo manifieste explícitamente o no— lo pone en duda, en nuestros días, en su fuero interno[1].
Dicho de otro modo, ciencia y religión son intrínsecamente irreconciliables, debiendo ser esta relegada a las mazmorras de la historia por la ciencia. Los descubrimientos científicos nos revelan un mundo despojado de todo sentido, de todo valor humano o divino y, en consecuencia, desencantado.
Siempre en el siglo XIX, la idea emigró al otro lado del Canal y fue utilizada por el biólogo británico inglés Thomas Huxley (1825-1895), así como por sus discípulos, para combatir la influencia del clero anglicano en el seno de la Royal Society of London. Huxley, que se definía como el «bulldog de Darwin», concebía la ciencia, y sobre todo la teoría de la evolución de las especies, como la perfecta antítesis de la tradición católica. En un ensayo publicado en 1898, llega a sostener que «la contradicción entre la verdad católica y la verdad científica es completa y absoluta, y esto, independientemente de la verdad o falsedad de la doctrina de la evolución [que ocupa] una posición de antagonismo completo e irreconciliable respecto a ese enemigo vigoroso y constante de la vida intelectual, moral y social más elevada de la humanidad: la Iglesia católica»[2].
Se difundió también al otro lado del Atlántico donde, por influencia de Andrew Dickson White (1832-1918), presidente de la Universidad Cornell, adquirió una cierta notoriedad en la estela de la publicación de otra obra del propio White titulada Historia de la lucha entre la ciencia y la teología[3]. La misma idea vuelve en History of the Conflit between Religion and Science (1874), obra del americano John William Draper (1811-1882), que reprocha a la Iglesia católica su pretendida oposición a toda forma de progreso.
En nuestros días, la idea de una incompatibilidad entre ciencia y religión continúa siendo defendida por numerosos científicos. Peter Atkins, profesor de química en la universidad de Oxford, no duda en proclamar que no hay «ningún motivo para creer que la ciencia no pueda tratar todos los aspectos de la existencia. Solo los espíritus religiosos —entre los cuales incluyo no solo a la gente que ha tomado partido, sino también a los que están mal informados— esperan que haya un rincón oscuro del universo físico o del universo de la experiencia que la ciencia no pueda nunca iluminar»[4]. En cuanto a Yuval Noah Harari, catedrático de la Universidad hebraica de Jerusalén, es el autor de bestsellers mundiales que imaginan un mundo completamente gobernado por la inteligencia artificial y donde el big data sustituirá a las antiguas religiones[5].
La misma idea es promovida por la mayor parte de los grandes divulgadores científicos, tales como Carl Sagan, Michel Onfray, Richard Dawkins y Neil Tyssen, así como por los grandes tenores de la izquierda laicista americana como Sam Harris, Daniel Dennett y (el difunto) Christopher Hitchens. A su entender, los mil y pico años transcurridos entre comienzos del siglo V y mediados del XVI se caracterizarían por una ausencia total de pensamiento científico; en esta óptica, la gente que cree en Dios tendría que ser considerada como deficientes mentales. Estas nociones las recogen una multitud de revistas y de manuales escolares, sin mencionar los muchos documentales históricos difundidos en