El síntoma más revelador de la política fascista es la división. Lo que busca es separar a la población en «nosotros» y «ellos». Esta división está presente en muchos tipos de movimientos políticos; por ejemplo, el comunismo utiliza como arma la división de clases. Si queremos saber qué implicaciones tiene el fascismo, tenemos que fijarnos en cómo distingue entre «nosotros» y «ellos» o en cómo recurre a las diferencias étnicas, religiosas o raciales para dar forma a una ideología y, en último lugar, a una política. Todos los mecanismos del fascismo se ponen en marcha para crear o consolidar esta distinción.
Los políticos fascistas justifican sus ideas creando la ilusión de tener una historia común con forma de pasado mítico que reafirma su visión del presente. Alteran la percepción común de la realidad que tiene la gente tergiversando los ideales con grandes dosis de propaganda y antiintelectualismo, y atacando a las universidades y a los sistemas educativos que cuestionan sus ideas. Con el tiempo y el uso de estas técnicas, el fascismo crea un estado de irrealidad en el que las teorías conspiratorias y las noticias falsas acaban reemplazando al debate bien argumentado.
A medida que la percepción común de la realidad se desmorona, el fascismo abre paso a unas creencias peligrosas y falsas para que calen hondo. Primero, la ideología fascista intenta que las diferencias entre grupos se perciban como algo natural para que, de este modo, parezca que la existencia de una jerarquía de valor humano tiene un respaldo científico, natural. Una vez se consolidan las clasificaciones y las divisiones sociales, el miedo sustituye al entendimiento entre los grupos. Y cuando una minoría progresa en algún sentido, se despierta un sentimiento de victimismo en la población dominante. La política del orden público resulta muy atractiva a nivel grupal porque a nosotros nos asigna el papel de ciudadanos legales y a ellos, en cambio, el de delincuentes que no respetan la ley y amenazan con su comportamiento a la «masculinidad» del país. La ansiedad sexual también es típica del fascismo en política, porque la creciente igualdad de género es un desafío para la jerarquía patriarcal.
A medida que crece el miedo que sentimos hacia ellos, nosotros pasamos a encarnar todas las virtudes. Nosotros vivimos en el corazón rural de la nación, donde la pureza de los valores y las tradiciones del país milagrosamente siguen existiendo, a pesar del cosmopolitismo de las ciudades y del enjambre de minorías que viven en ellas, envalentonadas por la tolerancia progresista. Nosotros somos muy trabajadores y ocupamos un lugar preferente porque nos lo hemos ganado a pulso con nuestros méritos y nuestro esfuerzo. Ellos, en cambio, son vagos y subsisten gracias a lo que producimos nosotros: se aprovechan de la generosidad de nuestro estado de bienestar o recurren a instituciones corruptas, como los sindicatos, para quitarles el sueldo a los ciudadanos honestos y trabajadores. Nosotros hacemos, ellos nos quitan.
Mucha gente no está familiarizada con la estructura ideológica del fascismo, en la que cada mecanismo se construye sobre otros. No son conscientes de lo interconectadas que están las consignas políticas que se les pide que repitan. He escrito este libro con la esperanza de dar a los ciudadanos las herramientas críticas necesarias para que reconozcan la diferencia entre las tácticas legítimas de la política democrática liberal y las tácticas tendenciosas del fascismo.
La propia historia de Estados Unidos nos deja como legado ejemplos de la mejor democracia liberal, pero también nos lleva a la raíz del pensamiento fascista (de hecho, Hitler se inspiró en las leyes confederadas y en las de Jim Crow). Después de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, que provocó que ríos de refugiados huyeran de los regímenes fascistas, la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 reafirmó la dignidad de todo ser humano. La ex primera dama de Estados Unidos Eleanor Roosevelt impulsó la redacción y la adopción del documento, que después de la guerra pasó a representar los ideales estadounidenses y también los de las recién creadas Naciones Unidas. Fue una declaración valiente y firme; una ampliación del concepto liberal democrático de ‘persona’ para que incluyera a toda la comunidad mundial. Unió a todas las naciones y culturas en un compromiso común por la igualdad que se hizo eco en las aspiraciones de millones de personas que, en un mundo devastado, hacían frente a los estragos del colonialismo, el genocidio, el racismo, la guerra global y, sí, también el fascismo. Después de la guerra, el artículo 14 resultaba especialmente emotivo porque defendía el derecho de toda persona a pedir asilo. Aunque lo que buscaba esa declaración era evitar que se repitiera el sufrimiento vivido durante la Segunda Guerra Mundial, también reconocía que ciertos grupos quizá tuvieran que volver a huir de aquellos estados que una vez fueron sus hogares.
Puede que el fascismo de hoy no sea exactamente como el de los años treinta, pero, una vez más, en todo el mundo hay refugiados que huyen. Y en muchos países, la propaganda fascista instrumentaliza su drama para decir que la nación está sitiada y que los desplazados son una amenaza y un peligro tanto dentro como fuera de las fronteras. El sufrimiento de los extranjeros puede consolidar la estructura del fascismo, pero, si se miran las cosas desde otra perspectiva, también puede hacer que renazca la empatía.
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El pasado mítico
En nombre de la tradición, los antisemitas hacen valer su «punto de vista». En nombre de la tradición, de ese largo pasado de historia, de ese parentesco de sangre con Pascal y Descartes, se les dice a los judíos: no podréis encontrar un lugar en la comunidad.
Frantz Fanon. Piel negra, máscaras blancas (2009)
Parece lógico empezar este libro allá donde la política fascista sitúa incansablemente su origen: el pasado. El fascismo evoca un pasado mítico y puro trágicamente destruido. Según cómo se defina la nación, la pureza de ese pasado mítico será religiosa, racial, cultural o incluso combinará todas estas características. Pero toda mitificación fascista comparte una estructura común: en el pasado mítico fascista predomina una versión exagerada de la familia patriarcal, incluso muy recientemente. Tiempo atrás, ese pasado mítico fue una época gloriosa para la nación, con guerras de conquista lideradas por generales patrióticos y ejércitos de leales y sanos compatriotas que luchaban mientras sus mujeres se quedaban en casa criando a la siguiente generación. Ya en el presente, el fascismo toma esos mitos como base de la identidad de la nación.
Según el relato de los nacionalistas radicales, este pasado glorioso llega a su fin por culpa de la humillación que supone la globalización, el cosmopolitismo liberal y el respeto por «valores universales» como la igualdad. Unos valores que, en teoría, han debilitado a la nación ante los retos y dificultades que la amenazan.
Estos mitos, por lo general, se basan en la creencia en un falso pasado uniforme que perdura en las tradiciones de los pueblos y zonas rurales, apenas contaminados por la decadencia liberal de las ciudades. Esta uniformidad —lingüística, religiosa, geográfica o étnica— puede ser de lo más normal y nada alarmante en algunos movimientos nacionalistas, pero los mitos fascistas se caracterizan por buscar la singularidad fabricando una gloriosa historia nacional en que los miembros de la nación elegida gobernaron a otros como resultado de conquistas y logros que llevaron a la creación de la civilización. Por ejemplo, en el imaginario fascista, el pasado siempre va asociado a unos roles de género tradicionales y patriarcales. La estructura específica del pasado mítico fascista refuerza su ideología autoritaria y jerárquica. Que las antiguas sociedades casi nunca fueran tan patriarcales —ni tan esplendorosas— como las retrata la ideología fascista es irrelevante. Esta historia imaginada justifica la imposición de una jerarquía en el presente y dicta cómo debe comportarse y qué aspecto debe tener la sociedad actual.