—¡Con que esas tenemos! ¿Así que los malagueños del bar Monteblanco piensan reírse de esta catalana? Pues eso no me cuadra, ya que el domingo me dijo que me va a llevar a Torremolinos a la inauguración de un gran hotel que han hecho en la costa que se llama Pez Espada.
—¡Ahí, ahí es donde está el truco! —dice Pepe Luis.
—¿Qué truco?
—Consuelito, mi niña, ¿tú no sabes lo que se cuece en Torremolinos? Ese es un lugar poco recomendable para las chicas decentes como tú. A Torremolinos solo van las suecas y las prostitutas, no es lugar para ti.
Yo todo se lo contaba a Pepe Luis, para mí era como un padre, por eso yo le escuchaba y seguía siempre sus consejos al pie de la letra.
—Tu novio lo que quiere es llevarte allí y aprovecharse de ti, aunque la verdad es que no es el estilo de ese chico, comportarse así, pero… ¿Quién sabe lo que puede pasar? Tú no vayas a ese sitio. ¡No y no!
Al otro día se lo comento a Antonio, el cafetero:
—¿Qué te parece? El rubio me quiere llevar a Torremolinos. —Y Antonio me contesta:
—Como hacen los andaluces: ¡Uy, yuyuy…! Eso no me gusta nada para ti, Sectiva.
Cuando mi compañero me llama Sectiva es que pasa algo serio, sin embargo, yo no me creo todas estas patrañas y decido averiguarlo por mí misma, así que le digo al rubio que sí, que iré con él a Torremolinos a pesar de que en mi fuero interno lo que sentía no era que se fuera a reír de mí, sino una rabia inmensa por haberme dejado embaucar por este don juan de pacotilla. Pero ya le haría yo ver lo que es una catalana furiosa.
El domingo, a las cuatro en punto, cogimos el autobús en la calle Córdoba para ir «al Torremolinos ese» y cuando me senté a su lado llevaba la escopeta bien cargada por lo que pudiera pasar. Yo no dejaba de mirarlo y, como una psicóloga, trataba de averiguar su pensamiento.
¿Cómo es posible que un rubito tan mono tenga tan malos pensamientos hacia a mí? ¿Por quién me ha tomado este imbécil?
Ese día me arreglé lo más guapa que pude, me puse mi mejor vestido que me ceñía todo el cuerpo y, como era muy delgada, me hacía una silueta preciosa. Con mis zapatos blancos de tacón alto y mi bolso a juego no me pasaron desapercibidas las miradas que le echaba a mi cuerpo serrano y a mi cola de caballo ondeando al viento.
Yo sabía ya por algunos compañeros que en los años sesenta Torremolinos no era recomendable, pero me arriesgué pensando: «No va a ser este rubio imbécil con cara de ángel el que me las dé con queso a mí».
Al llegar a Torremolinos dejamos el autobús y emprendimos el resto de camino a pie por un descampado (aún no había ninguna casa entre Torremolinos y el Pez Espada; todo era campo). Yo pensaba: «Pepe Luis está en lo cierto, este me lleva a un descampado, pero se va a enterar de quién soy yo». Y de pronto me dice:
—¿Qué te pasa? Te noto nerviosa.
—¿Quién, yo? Para nada, lo único que veo aquí es campo, y según tú debería haber un hotel…
—Y lo hay, lo hay, ya verás…
Y tal como había dicho «mi Rubio», de pronto, de en medio de la nada surgió un edificio majestuoso para la época, con su playa privada (en ese tiempo, hotel que se hacía, hotel que cercaba su playa; allí nadie se bañaba, nada más que sus clientes).
Al ver el gran edificio, me quedé un poco más tranquila y casi me culpabilicé de haber pensado mal de aquel niño con cara de ángel, aunque todavía no había terminado la tarde y yo no sabía lo que aquel chulito podía dar de sí. Por el momento tuve que admitir que no me había mentido, aunque yo seguía con la pulga detrás de la oreja. Allí estábamos los dos, copa de champán en mano, y su correspondiente y bien roja cerecita.
Víctor, que así se llamaba mi rubio, me presentó a unos amigos como su novia, y yo pensé: «Sí, tú échame flores para meterme en confianza, pero si te crees que me fío de ti, estás muy equivocado». En su honor debo decir que me pasé una feliz tarde. Había anochecido cuando atravesamos de nuevo el descampado hasta llegar a Torremolinos y me preguntó:
—¿Qué hacemos ahora? —Como yo quería vengarme, y hacerle gastar el máximo de dinero posible porque seguía sin fiarme de él, le dije:
—¿Ahora? Comemos, busca un buen restaurante. —Y yo con mis malas ideas pensaba: «Voy a pedir lo más caro que haya en la carta y seguro que no llevará mucho dinero encima, tendrá que quedarse a lavar los platos del restaurante y yo me largaré en el autobús dejándole plantado allí». Pero yo, con mi maldad, qué equivocada estaba. Cuando entramos al restaurante, como ya he dicho, pedí lo más caro: dos entrecots, después dos postres de helado, más café. Víctor pagó sin rechistar. Yo pensaba: «¡O sea, que también maneja dinero el tipo este!». Paseamos un rato por Torremolinos cogiditos de la mano y en ningún momento se propasó conmigo en nada. Se le veía feliz y yo estaba de más en más confundida. De pronto me preguntó:
—Secti, ¿por qué en el descampado te quitaste los zapatos?
—Pues, mira, te lo voy a decir, ya que te has portado bien conmigo todo el día: porque no me fiaba de ti, así que, si intentabas algo, te equivocabas porque yo sin zapatos corro como una cabra montesa.
—¡Por Dios! ¿Pero qué te habías imaginado? ¡O sea, que toda la tarde has estado pensando cosas malas de mí!
—Pues sí, para que te enteres, porque ha llegado a los oídos de Pepe Luis que vienes a reírte de mí. Ahora ya sabes por qué he estado más tiesa que un junco toda la tarde.
—¡Madre del amor hermoso! ¡Pero qué mala es la gente! ¿Quién diablos le ha metido eso en la cabeza a Pepe Luis? El lunes tendré que hablar con él.
Cuando llegué a mi casa eran casi las doce de la noche. Pepe Luis y Mari no se habían acostado, me estaban esperando.
—¿Qué ha pasado Consuelito, mi niña?
—Nada, Pepe Luis, no ha pasado nada y deja ya de tratarme como a tu bebé, ¡que tengo veinticuatro años ya pasados! Y en cuanto a lo que tú pensabas de este chico, estás muy equivocado. Hasta la carne se la he tenido que cortar yo de lo nervioso que estaba. Para mí es dulce e inofensivo como un corderito, así que no escuches más los comadreos de la gente, que yo sé guardarme sola.
—Perdona, Consuelito, pero es que yo quiero que el día de mañana, cuando tú te cases, llevarte al altar pura y virgen, como tu padre que soy.
—¡Que sí, papá, que ya lo sé! —Sin embargo, me siento muy culpable de haber pensado tan mal de él, el pobre ni siquiera me cogió la mano en toda la tarde. ¡Yo sí se la cogí prometiéndome a mí misma que nunca más dudaría de su honestidad! Este chico me quiere de verdad, se ha enamorado de mí, como yo de él; yo, que nunca he sido chica de novios, me siento feliz a su lado.
A partir de ese momento ya no habrá más dudas entre nosotros. A pesar de que solo llevamos dos meses saliendo, ya estamos pensando en ahorrar para dar la entrada de un piso para el día de mañana. Yo gano poco, solo ochocientas pesetas al mes, no sé cuánto ganará él en su cafetería Monteblanco, pero supongo que mucho más que yo, porque empieza a hacerme regalos de ajuar. Un día lo veo venir por el fondo de mi calle, con una caja que le arrastraba por el suelo.
—¡Pero, Víctor!, ¿qué traes en esa caja?
—Esto es una manta de matrimonio, para que veas que voy formal contigo, porque, aunque tú no lo digas, yo sé que desconfías de mí de la cabeza a los pies.
Además de buena persona, es psicólogo; tendré que vigilar más mi comportamiento hacia él. Aún me estoy reprochando: «¿Cómo he podido ser tan mala con la carita