Me basta observar un instante sus caras. Enseguida empiezo a sospechar que quizá mis superiores no aprueben la acción que con tanto arrojo me ha permitido, en solitario, capturar al facineroso.
Efectivamente, han soltado a Juan, algo incomprensible, porque puede que los demás se dejen embaucar por la voz meliflua del filibustero disfrazado de criado, pero a mí no me engaña:
—¡Yo creía que me moría, señora!
—Si le he dado pan y agua —respondo, sin terminar de entender a qué viene tanta queja.
—Este niño es un salvaje, hay que ponerle freno y mandarlo a algún sitio para que lo eduquen.
El diagnóstico de mi madre tras el episodio de los mares del Sur ha resultado lapidario. Apenas un mes después estamos en un avión los dos, acompañados de mi prima María del Carmen —ella sí sabe inglés perfectamente—, camino de un colegio católico de Inglaterra, Ladycross. Mi padre me ha dicho que me llevan a un sitio donde se hace mucho deporte y voy a aprender otro idioma. Está seguro de que me va a gustar mucho. Y yo lo acepto, con una serenidad impropia de mis años, o más bien con total indiferencia. El plan es quedarme interno durante todo ese verano, regresar luego a casa en Navidad y retornar para concluir en Inglaterra los siguientes semestres. Pero yo desconozco ese plan.
La primera etapa del viaje es Londres, atrapada en niebla, y a continuación vamos en tren hacia Seaford. Una parada intermedia me ofrece el desayuno más delicioso que he probado hasta entonces, unas tostadas con mantequilla que, definitivamente, me han ganado para la causa británica de por vida. A nuestra llegada nos reciben los directores, Mr. y Mrs. Ropper, con sus perros. Es mi prima la que actúa de interlocutora, mi madre, desde luego, habría sido incapaz. Ella apenas conoce tres palabras que absurdamente me ha hecho aprender antes de llegar: vaca —cow—, rojo —red— y enfermo —ill—.
Miss Elsey aparece en el vestíbulo, me toma de la mano y me dice que me despida de mi madre. Le doy un beso sin demasiado entusiasmo —no tengo conciencia de que voy a permanecer mucho tiempo allí— y abandono la escena. Yo hubiese preferido llegar a Ladycross acompañado de mi padre, aunque, por lo demás, he aceptado la situación con normalidad, sin rebeldía. Pero esa misma noche, cuando miss Elsey me mete en la cama, me pongo a llorar. Y entonces ella me advierte con esa frase que cualquier varón de mi edad ha oído en la fría Inglaterra: «Boys do not cry» (‘los niños no lloran’). Primero en inglés y luego en román paladino para que no haya posibilidad de error. Y reprimo el llanto al instante. Setenta años después, sigo conteniéndolo. Miss Elsey logra vacunarme contra el derrame de lágrimas con un último aviso:
—No quiero que llores nunca más aquí, Jonathan.
No sé muy bien a qué viene aquel nombre, porque Joaquín existe en el santoral inglés, pero enseguida, a la mañana siguiente, seré bautizado como James. James Arnau —pronúnciese Ooorno, con la r muy suave—, y a partir de ahí, salvo para mis compañeros españoles de Ladycross, para quienes seguiré siendo Joaquín, para mis amigos de mi futuro colegio en España, los Rosales, seré Jimmy, diminutivo de James. Recuerdo que esa primera noche Jonathan, Joaquín, James o como quieran llamarle, se siente solo, en un dormitorio inmenso con multitud de camas de hierro cubiertas por sábanas blancas y mantas rojas —los colores de Ladycross—, cada una ocupada por un niño como él.
Pero ese atisbo de indefensión me duró poco, en buena parte gracias a la ayuda de otros compañeros españoles, Alfonso y Nicolás Gereda de Borbón, algo mayores, que estaban ya en el colegio y, al corriente de mi arribada, se preocuparon de recibirme con cariño. También lo hicieron unos gemelos franceses de los que guardo un buen recuerdo porque se mostraron solidarios con el recién llegado. Estamos todos en esa fotografía de julio de 1952.
Al mes de estar en Ladycross recibí la primera llamada de mi padre. Fue también la última. Le pedí dos cosas: la primera, por consejo de los amigos españoles, que me sacara de las clases de piano y me inscribiera en equitación, disciplina incuestionablemente más placentera y en la que pronto destaqué —tan harto estaba ya de los golpes de regla que me atizaba aquella energúmena con gafas de culo de botella que pretendía enseñarnos música, que, para no equivocarme, una hora antes del inicio de la clase yo colocaba números sobre las teclas del piano para saber el orden que debían seguir mis dedos—; la segunda petición que le dirigí fue que no volviera a llamarme. Era el mejor modo de seguir dando esquinazo a la tristeza, un tanto que, una vez asimilado mi nuevo destino brumoso y húmedo, ya había apuntado en mi marcador, pero que la voz de mi padre estaba poniendo en cuestión, como demostraba el lagrimeo amenazante que insistía en dispararse al oír su voz. Cuando eres hijo de diplomático aprendes pronto que andas dejado de la mano de tus padres prácticamente desde que naces: el desapego se convierte en la forma habitual del trato con los tuyos, pero a cambio eres capaz de hacer nuevos amigos con facilidad, porque vas saltando de ciudad en ciudad casi constantemente. Así que yo ya sabía de qué iba aquello, lo único que necesitaba era que no me estuvieran recordando a cada rato que, al fin y al cabo, era la primera vez que me había separado de la familia.
En Ladycross montaba a caballo, practicaba rugby —era el mejor ala del mundo— y, en general, destacaba en los deportes: fútbol, atletismo, críquet —el croquet no, que siempre fue de nenazas—. Recuerdo que en la final del campeonato de boxeo, yo, retaco español, me enfrentaría a un sajón largirucho al que sacudí en la nuez, con resultados definitivos que lo llevaron sangrando a la enfermería. Salvado el escollo del piano, prácticamente todo me gustaba. Me gustaba hasta rellenar ese calendario en el que según amaneciera el día teníamos que pintar una nube, unas gotas de lluvia, una lluvia torrencial o un sol entre brumas —rara vez un sol limpio— para consignar cumplidamente y con toda pulcritud el tiempo atmosférico de esa parte de las islas británicas en nuestros cuadernos. Sí, definitivamente, Ladycross era un buen sitio.
Y eso que la disciplina era estricta. En el comedor, por ejemplo, un par de alumnos mayores —el colegio estaba dividido en dos edificios, uno para los benjamines y otro para los de más edad— se sentaban a nuestra mesa y vigilaban nuestros modales e incluso el ángulo en que colocábamos los codos: armados con una vara de bambú, no dudaban en utilizarla si los libros que nos habían metido bajo el brazo se deslizaban mientras comíamos y caían al suelo. Allí te corregían a palo limpio, no tenían demasiados escrúpulos al respecto; las travesuras se pagaban caras y lo más llamativo de todo era que tenías que darles parte de los dos chelines y seis peniques que te asignaban semanalmente para que te castigaran, una manera un tanto enrevesada de reconocer tu culpabilidad y el gran favor que te hacían aquellos imberbes desalmados sacudiéndote sin piedad.
Para la tarea punitiva, el director, por su parte, utilizaba un hueso de ballena recubierto de cuero que habría hecho las delicias de sadomasos y que a nosotros nos dejaba las manos en carne viva si no habías tenido la precaución de untarte jabón en las palmas antes de acudir al despacho del headmaster. No me resisto a identificar al ángel benefactor que me aconsejó aquella protección tan útil, un amigo italiano, Vittorio Manunta, que tiempo después nos deleitaría con sus escarceos cinematográficos como protagonista de la película Peppino y Violeta, que narra la historia de un cristianísimo muchacho que acude con su burra enferma, Violeta, al Vaticano, para que el santo padre sane a la cuadrúpeda.
Mi primera paliza llegó como resultado de mi afán experimentador; por aquellos días consumíamos con fruición un tipo de golosinas que se presentaban en forma de avión, de tren, de coche… No sé qué ingredientes misteriosos incorporarían en su composición, pero lo cierto es que pronto descubrimos las posibilidades de montar con aquellos caramelos un espectáculo pirotécnico en toda regla: cuando les acercabas una cerilla encendida, prendían que daba gusto y al cabo de unos segundos estallaban como pequeños petardos.
En Ladycross tuvieron siempre clara la necesidad de evitar las peleas entre los alumnos más pequeños; quizá con tan sana intención nos entregaban unos muñecos de apariencia siniestra, que siempre tenían la piel oscura, los labios muy rojos y los ojos muy blancos, para que, organizando batallas campales entre ellos, diéramos rienda suelta a la agresividad