25. Ibiza: diez barras y un privée
27. Las malas compañías y Neón en vena
28. Las nupcias que nunca existieron
30. Pantallas, micrófonos y algunos libros más
32. Al otro lado de las cámaras: Sandra
Enrique Giménez-Arnau en Hendaya
A mis mejores amigos. A Sandra, mi mujer, y a mi perra Beltza.
El éxito es la capacidad de ir de fracaso en fracaso sin perder el entusiasmo.
SIR WINSTON CHURCHILL
Prólogo, por Pilar Eyre
Golfo. Crápula. Niño mal de casa bien. Canalla. Mujeriego. Vividor. Playboy. Gamberro y desalmado. Durante cincuenta años, la leyenda en torno a Jimmy Giménez Arnau no ha hecho más que acrecentarse en un caso único de supervivencia: ¡ser golfo en los años setenta y seguir pareciéndolo en 2020 es algo digno de estudio! Aunque el propio Jimmy reconozca que hay mucha exageración en las historias que se le atribuyen, confiese que «la fama se hace de verdades y mentiras, y a mí me importa poco separar unas de otras», lo cierto es que estas memorias tan atípicas están llenas de aventuras extravagantes, algunas peligrosas, casi todas divertidas, como si de un personaje de Conrad se tratara. Descarnado, cínico y al mismo tiempo tierno, con mucho sentido del humor, escritor elegante y con muy pocas ganas de pintar de héroe, Jimmy consigue conmovernos hasta el tuétano con su prodigiosa manera de manejar el lenguaje y contar su vida extraordinaria.
Conocí a Jimmy un frío día de octubre de 1982. Él quizás no lo recuerde, pero la noche en que Felipe González ganó las elecciones se subió al coche en el que yo iba con el fotógrafo Fernando Abizanda, viejo amigo suyo —¿quién no es amigo de Jimmy?—, y, circulando por ese Madrid hecho bosque de puños alzados, me fui quedando prendada de sus palabras, de su sonrisa —¡yo no había visto a nadie sonreír como él!—, de la bondad innata de su corazón, de esa mezcla irresistible de estricta educación de internado inglés y chulería simpática y maliciosa de chicuelo de barrio, de esa camaradería cómplice que tiene con las mujeres. ¡Era el hermano que hubiera querido tener! ¡Chispeaban, como ahora, sus ojos vivísimos!
Todos lo conocíamos porque había sido el marido de una nieta de Franco, pero, es curioso, de eso me olvidé enseguida porque Jimmy era como el flautista de Hamelin, capaz de llevarte al infierno prendida de sus palabras, y su boda con Merry no dejaba de ser una anécdota más de una biografía deslumbrante. Que no se preocupen los lectores porque habla de ese matrimonio, detalla lo que jamás ha contado con precisión quirúrgica, menciona a su hija con descarnada lucidez, también relata la verdad de su detención por drogas en las puertas de televisión, cómo afectó eso a su carrera, y sus tormentosas relaciones familiares, sus parejas y sus amores contingentes… Todo está aquí, porque Jimmy se abre en canal con una sinceridad apabullante. Escribe de viajes, de los reales y de los otros, de grupos musicales, de libros, de artistas —deliciosa la anécdota de Carmen Maura—, del joven periodista que fue, del animal televisivo que sigue siendo. De dinero y de ruina. Pero es también el retrato de un joven inteligente y culto, cosmopolita y sofisticado en un país que no lo era en absoluto. Es un canto a la amistad, que atañe a perros y seres humanos, una lección de urbanidad y cortesía del último dandi de España…, y también un poema de amor a Sandra, sobrio, viril y auténtico.
Lo cursi, lo mediocre, el tópico, lo banal están ausentes de este libro. Que funciona, asimismo, como gran crónica social de una época, porque por estas páginas se pasean desde Tippi Hedren a Sara Montiel, de Norma Duval a Polanski, incluyendo a todos los miembros de la familia del Caudillo. La vida jugada nos ofrece tanto y de una forma tan arrebatadora que, para mí, ha sido un auténtico placer leerlo y un honor escribir este prólogo. No esperen los lectores un libro nostálgico, está cargado de futuro porque, como bien dices, querido Jimmy, los mejores años son los que nos quedan por delante.
PILAR EYRE
Nota del autor
Dios y Zeus nos libren de que estas páginas sean confundidas con unas memorias al uso. Pues más bien son un resumen de estímulos. Desde que el mal de Alzheimer se puso tristemente de moda, supe que dos maravillosas cualidades que regían mi mente, exactitud y prontitud, empezaban a derrapar. Pero mi editor, Ricardo Artola, atento al ruinoso estado mental que me consumía y viendo que mis huesos también protestaban, me presentó a una suerte de lazarillo entrenado en aguantar achaques, capaz también, cuando la ocasión lo ha requerido, de enderezar el rumbo de mis recuerdos —que a menudo derivan por la pendiente amable de la divagación— y de recuperar con ellos ya disciplinados el hilo de una historia. Ni que decir tiene lo agradecido que estoy a tan nobles y valientes amigos, editor y capataz de firme fusta, porque hay que tener mucho valor para seguir apostando por mí.
Cuando me aburro, me voy
Empiezo este libro de igual forma que, en 1981, empecé aquel mamotreto sobre la tribu de los Franco titulado Yo, Jimmy. Entonces dije que lo crucial para mí era vivir. Por ello, esté con quien esté, o donde quiera que esté, cuando me aburro, me voy. Sin retorno. Hoy, 2020, casi cuarenta años más tarde, sigo en mis trece: no aguanto el aburrimiento. Así que prepárense a leer unas páginas que nacen con la pretensión de ser divertidas y en las que me he propuesto ir hilvanando recuerdos y algo de imaginación. Supongo que no pretenderán que lo cuente todo ni que todo sea como lo viví; me quedo con las palabras de Molière cuando afirmó que quien lo cuenta todo aburre.
Antes de dictar, pues no merecía ser escrito, lo que pasé con aquella tribu, yo ya había publicado mis dos libros de poemas: Cuya selva (bendecidapor el genial Carlos Edmundo de Ory) y La Soledad Distinta (apadrinada por el no menos fabuloso Rafael Alberti). Y mi primera novela Las islas transparentes, finalista del Premio Nadal, me introdujo en las letras por la puerta grande. Quien domina la métrica, como yo lo hago, siempre será bienvenido en el mundo