doni fruits sense podar-lo;
FRUTOS SIN PODARLO;
l’hem de treballar,
DEBEMOS TRABAJARLO
l’hem d’anar a regar,
DEBEMOS REGARLO
encara que l’ossada ens faci mal.
AUNQUE TODO NOS DUELA.
…
Cal anar endavant
TENEMOS QUE AVANZAR
sense perdre el pas.
SIN PERDER EL PASO.
Cal regar la terra amb la suor
DEBEMOS REGAR LA TIERRA CON EL SUDOR
del dur treball.
DEL TRABAJO DURO
Cal que neixin flors a cada instant.
ES PRECISO QUE NAZCAN FLORES A CADA INSTANTE.
«CAL QUE NEIXIN FLORS A CADA INSTANT»,
(«ES PRECISO QUE NAZCAN FLORES A CADA INSTANTE»), LLUÍS LLACH
Josep recuerda perfectamente la primera vez que sirve una bolsa de patatas a un cliente y se guarda el dinero en el bolsillo. Su padre reacciona rápidamente y le advierte que las cosas, en casa, no funcionan así. De esta manera toma consciencia de que aquello es su casa pero también un bar donde hay que hacer negocio.
Los ojos de Josep se iluminan cuando explica que con tan solo cinco o seis años le asignan la tarea de llenar de vino a granel —de la variedad cariñena que venía del Empordà— las botellas vacías que utilizan para el servicio. Un niño nervioso y travieso como él es incapaz de esperar con los brazos cruzados lo que tarda en llenarse una botella: «Jugaba a ver cuántas botellas podía llenar al mismo tiempo y siempre derramaba el vino de alguna de ellas. Para mí era un juego con olor a vino». Josep juega con vino, empapado de vino. Es evidente que aquel mundo le fascina y poco a poco se convierte en algo más que un juego. «Con ocho años salía a pescar con mi tío y lo que más me ilusionaba era el momento del desayuno, porque sabía que traería la bota y que podría probarlo. Algunos iban a pescar con el objetivo de volver con peces. Mi objetivo era otro». Sin ser consciente de ello, va guardando los sabores de aquellos sorbos infantiles, no solo de vinos, sino también, con los años, de licores: «La barra del bar era como la ONU, había licores de todo el mundo. Yo lo probaba todo, y recuerdo que los que más me gustaban eran la Quina San Clemente y el Ponche Caballero. En cambio, no me gustaba el Cynar, de alcachofas, muy astringente».
Josep tiene una sensibilidad especial por la tierra. Le apasiona el vino, pero también la geología y la botánica, estudios que se plantea cursar cuando tiene que encauzar su futuro. Pero esta opción implica las matemáticas —que son más que nada un estorbo— y en cambio deja de lado la filosofía y las letras —que tanto le atraen—: «Me interesaba una parte de la tierra, pero también todo el planteamiento filosófico. Todo era demasiado puro y demasiado extremo para que pudiera decantarme por una cosa o la otra». Y es en aquel momento de duda cuando el afán de su hermano Joan, dos años mayor, le da la solución: «Joan siempre ha tenido una capacidad especial para hacer comprensible cualquier locura y para implicarse en un método científico. De pequeño ya era riguroso, metódico y meticuloso. Yo, en cambio, era todo lo contrario: torpe, travieso, revoltoso, gamberro… Hacía enfadar a mi padre, a mi madre, a los clientes… Era un culo de mal asiento y me sentía inseguro; era zurdo y pensaba que no sabría servir con las pinzas, quitar las espinas de un pescado o pelar una naranja delante del cliente». Pero gracias a la pasión de Joan, Josep decide seguir el camino que siempre ha conocido en casa, el de la gastronomía, descubriendo los nuevos senderos de la vertiente académica.
Tenemos que dar un salto en el tiempo para hablar de la infancia de Jordi, catorce años menor que Joan y doce que Josep, una diferencia de edad que lo marca ya desde muy niño. Es el pequeño, el consentido, el que no quiere estudiar. El niño de la casa que suspira por las gambas, los berberechos y el jamón de Jabugo, que sabe diferenciar perfectamente del jamón serrano más común cuando intentan darle gato por liebre. «Al vivir en un bar, tenía al alcance muchos más lujos que mis amigos. Siempre había unos berberechos abiertos, unas aceitunas, un jamón ¡o de repente un Bollycao!». Los tiempos han cambiado y los padres le permiten cosas que sus hermanos quizá no hubieran ni imaginado.
Jordi pasa de tener que ayudar en la casa de comidas de los padres a tener que echar una mano en el restaurante de los hermanos, que en aquella época son, para él, un par de padres más a los que dar explicaciones y demostrar cierta responsabilidad. Pero no solo eso. Para él, Joan y Josep son modelos de referencia, ídolos a los cuales admira: «Recuerdo el primer día cuando un desconocido llamó al restaurante pidiendo por Pitu (Josep). En aquel momento me di cuenta de que había gente que no era de mi familia, que no era de nuestro entorno, que lo conocía, gente del sector. Y esto me quedó grabado».
Su infancia transcurre, por lo tanto, entre cocinas y comensales, sin una clara vocación por la gastronomía, pero con la esperanza —quizás escondida en el subconsciente—de poder hacer algo que enorgullezca a la familia, como sus hermanos mayores. Y a los 14 años, sin tener las cosas demasiado claras, se deja llevar por la inercia y se matricula en la Escuela de Hostelería de Girona. En aquella época, Joan y Josep aún no pueden imaginarse que el mocoso de la casa será una pieza clave en el futuro de El Celler.
TRES CAMINOS Y UN DESTINO
Joan, Josep y Jordi se hacen mayores entre las aulas de la Escuela de Hostelería de Girona y los fogones de Can Roca. Pero también entre santuarios. Josep se ríe, irónico, cuando recuerda las excursiones que organizan los padres, poco acostumbrados a pensar en el tiempo de ocio. Las tardes de los sábados, el único momento de descanso semanal para la familia, salen a descubrir mundo: «Nuestra gran fiesta mayor era ir a ver santuarios. ¡Divertidísimo! Nos llevaban a Sant Miquel del Faig, a la Salut, al santuario dels Àngels ¡Unas excursiones muy animadas! La gente decía: ¿no salís? Y yo: “No, es que nosotros somos muy monacales”».
Es impensable bajar la persiana un domingo, el día de más trabajo, porque se celebran las comidas familiares de la gente del barrio. Después de mucho batallar, Montserrat consigue convencer al «jefe» y la familia puede permitirse unas horas de intimidad, sin clientes y sin menús, los sábados, primero solo por la tarde y, después, todo el día. Pero el padre rompe el pacto y deja entrar a los clientes de siempre a desayunar, de forma medio clandestina ¡por la puerta de atrás! Por primera vez, Can Roca está cerrado, pero el restaurante está lleno de gente, igual que antes. «Es la suma de la generosidad, el afecto y también el miedo a no recuperar a aquel cliente, porque penalizabas tu oferta al hacer que aquel día fuera a tomar el café a la competencia. Una sensación de medias tintas, extraña, difícil de digerir para todos, para mi padre, pero sobre todo para nosotros, porque no entendíamos nada», recuerda Josep. Cuando los clientes, polizones de copa de anís y barreja, ya se han ido, llega el momento más esperado de la semana, el aperitivo familiar que tanto ha marcado los recuerdos gustativos de los tres hermanos: «Era como un “san Bitter Kas”, por fin completamente solos, y ese momento se convertía en una fiesta mayor con los berberechos y los calamares».
Joan vive su infancia y adolescencia en Can Roca y aprende a cocinar de su madre y de su abuela, pero es en la Escuela donde descubre que detrás de las lentejas, la escudella, los macarrones y la ensaladilla rusa que se sirven en casa, existen las ravigotes, meunières, veloutés o parmentières que lee en los manuales de cocina clásica francesa. Son palabras desconocidas en casa que, durante los años de formación académica, comienzan a tener significado y a hacerse presentes en su imaginario gastronómico. Le guide culinaire de Auguste