Hundí el ceño y lo miré como si estuviera loco. No podía estarse refiriendo al mismo mundo que yo habitaba, sobre el que había vivido cada día desde la tragedia, sobre el que estábamos en ese momento. Claro que no.
—¿Qué? No, creo que se confunde. ¿Cámara de gas? ¿Me está tomando el pelo? Estamos respirando en este momento, ¿qué acaso no ha salido? Todo está normal a excepción de… los cadáveres. Estuve afuera hasta hace… ¿Cuánto ha pasado desde que me sacaron de la fosa? ¿En dónde…? ¿En dónde estamos? —solté, pronunciando aceleradamente cada frase.
Si la intención del doctor Julian era confundirme, lo había logrado.
—Estamos bajo tierra y te encuentras con nosotros, La Resistencia Antiimperialista o mejor conocida como La RAI —contestó haciendo énfasis a cada palabra como si fuese muy obvio.
Ante mis ojos, todo se pareció a un complejo rompecabezas que no sabía cómo armar.
—¿La Resistencia Antiimperialista? La… Resistencia —emití, y la imagen de aquellas iniciales grabadas en el tronco de los árboles, me llegó a la mente: L. R. A. I.
Es decir que, ¿la tierra era una cámara de gas letal? ¿De cuál gas? Era imposible, más que eso, absurdo. Una pequeña punzada en la cabeza me obligó a considerar que tantas dudas iban a llevarme al límite del agotamiento. ¿Quiénes eran La Resistencia Antiimperialista? ¿Por qué se encontraban bajo tierra? ¿Habían estado ocultos durante los años en los que yo había permanecido sola?
Volví la mirada al doctor y lo hallé observándome con preocupada extrañeza.
—Doctor… ¿qué fue lo que sucedió? ¿Qué fue lo que realmente pasó tres años atrás? —pregunté con voz aguda, casi como una súplica—. Necesito saber la verdad.
—Hace tres años lo que causó la exterminación del ochenta y cinco por ciento de la población mundial, fue el incidente que ahora conocemos como proyecto ASFIXIA —respondió él, ceñudo, demostrándome que había mucho que no sabía.
—¿Proyecto ASFIXIA?
El doctor Julian inhaló hondo y desvió la mirada para asentir con la cabeza, afirmando. Su expresión manifestó cierta incomodidad.
—El Proyecto ASFIXIA fue el incidente más catastrófico en toda la historia de la humanidad. Tuvo éxito en el noventa por ciento de su objetivo principal, el cual era eliminar al ochenta y cinco por ciento de la población para generar un nuevo orden mundial que estaba preestablecido en secreto —explicó—. Un plan siniestro, pero ingenioso. Por más de veinte años se estudió la posibilidad de crear un arma química igual de letal que un ataque nuclear, pero mucho más silenciosa. Lo lograron al incluir gas ciclosarín mezclado con sarín en un componente de la naturaleza: las flores. Claro que, estos eran gases modificados y estas eran flores alteradas genéticamente para soportar la combinación gaseosa y para que, al realizar la fotosíntesis, la expulsaran directo al medio ambiente.
Julian esperó a que yo dijera algo, pero era como si aparecieran más piezas del rompecabezas con formas y tamaños que no encajaban en los espacios de mi mente.
—Las flores fueron el arma —continuó él, notando que no entendía casi nada—. Se plantaron y dispusieron minuciosamente por todo el mundo. Ahora siguen ahí, realizando fotosíntesis y expeliendo el gas. Ninguna persona o animal puede sobrevivir, pero un gran tipo de árboles y plantas sí. Me refiero a que aunque haya suficiente oxígeno para respirar, el ciclosarín y el sarín impregnados en el ambiente siempre serán mayores, y la tierra será inhabitable.
¿Ciclosarín? ¿Sarín? ¿Armas químicas? ¿Flores genéticamente alteradas? Me llevé una mano a la cabeza e inspiré a profundidad para poder procesar por completo lo que estaba escuchando. Teniendo una respuesta, surgió otro lote más grande de preguntas que exigían ser respondidas con urgencia.
—Los efectos del gas fueron más que letales, se convirtieron en una bomba capaz de desequilibrar la naturaleza —prosiguió el doctor—. Después de tres años ha de haber un gran cambio en ella, como por ejemplo: árboles que se secan con mayor rapidez, cambios en los troncos que han de verse extraños, raíces exageradamente grandes, trasformaciones en el color del pasto, y por supuesto una mayor conservación de los cadáveres que quedaron tendidos por el mundo. Aún no deben ser ni huesos, solo bultos putrefactos debido a la carencia de algunos descomponedores.
—Así es… —asentí en un susurro.
Tenía razón. Todo eso lo había visto. Era real. El cambio era real.
Julian soltó un gran suspiro y miró hacia otro lado con añoranza.
—El gas contenido en esas flores posee innumerables alteraciones y es capaz de producir efectos que aún desconocemos. Todavía sigue siendo un enigma, pero es investigable. —Tomó una pausa muy breve y luego continuó con un tono que me erizó la piel—: Imagina un gas capaz de cubrir enteramente la tierra, de cambiar sus ciclos, de evitar la supervivencia de la raza humana. Un gas incoloro, incapaz de ser detectado ni siquiera por el olfato. Un asesino invisible, eso es ASFIXIA.
—Pero, ¿cómo pude respirar el gas? ¿por qué no morí? —pregunté.
La cabeza me daba vueltas.
—Me resulta imposible creerlo, porque aunque hay oxígeno en la superficie, está mezclado con el gas para poder entrar con facilidad hasta los pulmones. Es… inverosímil lo que dices. Cualquier organismo colapsaría al inhalarlo. Moriría asfixiado en tan solo segundos.
—¿Por qué el proyecto tuvo éxito en solo un noventa por ciento? —inquirí con ansias.
El doctor suspiró.
—Drey, vamos, no puedes jugar a esto. ¿Qué es lo que buscas? Lo único que vas a conseguir es que te hagan cosas peores, y luego que te maten.
Se dio vuelta y negó lentamente con la cabeza. Se mostraba reacio a creer en mi palabra, pero yo estaba dispuesta a demostrar la veracidad de lo que decía. Ahora sin duda alguna necesitaba saber más sobre el proyecto, y para eso debía impedir que me mataran.
—Doctor —le llamé, casi suplicante— le digo la verdad, viví allá arriba, sobreviví por tres años. Si lo que me dice es cierto, respiré el gas.
—Explícame entonces, ¿cómo te alimentaste?, ¿cómo te mantuviste en una superficie asesina? —inquirió desafiante después de darse vuelta.
—Con enlatados de máxima duración, granos, y por dos años con lo que podía encontrar en los supermercados y que aún se mantenía. Incluso Dan, otro de los supervivientes, me enseñó a identificar las plantas que podían comerse.
Él me interrumpió de inmediato.
—¿Te alimentabas de plantas? ¡Es absurdo! ¡El gas está impregnado en sus hojas!
—¡Las comí! —exclamé con rapidez e insistencia—. Así me mantuve. Al principio me cambié de ciudad tres veces cuando la energía ya no funcionaba. Tuve que huir de pueblos cercanos a plantas nucleares porque la radiación comenzaba a extenderse. Cuando me alejé de ese tipo de riesgos, yo misma me abastecí. ¿Lo ve? No le miento, llevé una vida normal siguiendo las reglas básicas de la supervivencia, primero con otras seis personas, y luego completamente sola.
Él se negaba a creerlo, podía notarlo. Pero tenía que buscar una manera de convencerlo. Tenía que haber algo, algo que yo dijera, que le demostrara que no mentía.
No tuve tiempo para averiguarlo. De repente, la puerta de la habitación volvió a abrirse. Dos hombres con pantalones verdes, camisas del mismo color y botas negras avanzaron hacia la camilla, apartando al doctor con cuidado. Me acurruqué más hacia la esquina, temerosa, nerviosa y dispuesta a patear si era posible.
Mi mirada se encontró con el sello que llevaban a la derecha de su pecho: L. R. A. I.
—Tenemos órdenes del especialista Carter para llevar a