Y este hombre, yo hablo por mi vivencia personal, fue y sigue siendo un hombre que me enseñó a empezar a vivir de niño. Luego era muy ameno también cuando nos explicaba las Sagradas Escrituras, y la vida de los Apóstoles, y aquellas cosas de clases religiosas que nos imbuía… Todos éramos unos grandes admiradores suyos.10
Leído este testimonio y otros similares una infinidad de veces, he pasado de considerarlos parte de un sistema de memoria a interpretarlos como un vasto sistema de conocimiento, no exento de “confusión, flujo y tumultuosa contingencia”.11
Sostengo que es la narrativa oral conversacional de la generación estudiada en este trabajo, fruto de un impulso natural para topografiar la propia contingencia, lo que permite ver más allá de ella intentos de reorganización, pero sin dañar la estructura del relato a partir de la vida de las personas cercanas,12 quedando bastante amortiguada la atribución de intención y conciencia posterior a la vivencia.
Ahora bien, la acumulación de conocimientos tiende a extender relaciones entre ellos, lo que ya es en sí reorganización del relato, aunque éste sea mínimo. Por otra parte, su duración en el tiempo bajo las formas de la memoria, ya sea memoria-recuerdo o memoria más semantizada, exige una continua reestructuración de ellas, a la vez que lo contingente-vivencial tiende a conceptuarse bajo la forma de conocimiento, es decir, de ideas.13 Todo ello no solamente va a intervenir en la interpretación de encuentros, sino que va a disponer a la acción.
Desde este punto de vista, lo social no es tan efímero y veloz como parecen indicar los encuentros y desencuentros, sino que parece solidificar en sistemas de pensamiento que consisten en sí en olvidar diferencias, generalizar, abstraer, buscar significados y ejercer la crítica sobre lo visto y oído. Emerge entonces una “memoria vigilante y receptiva que intenta ver más allá del molde lingüístico, más o menos estrecho, en el cual se intenta contener la abigarrada e infinita diversidad de la experiencia”.14
Lo dicho anteriormente nos sitúa en un marco de complejidad desmesurado, bajo la apariencia de narración genealógica, muy apegada al terreno, de piel rugosa y muy circulante en la superficie, pero que oculta una interpretación de lo conocido y de lo desconocido que penetra en los sitios más autocensurados de la crítica política, en contextos de férrea dictadura fascista, como fue la del general Franco en España (1939-1975).
Para sostener esta tesis, convenimos con Paulo Freire que “en todo proceso de comprensión del mundo hay un proceso de producción y comprensión del conocimiento. En todo el proceso de producción del conocimiento está implícita la posibilidad de comunicar lo que fue comprendido […] y se pueden saber cosas que se dan fuera del nivel cultural”.15 Esas cosas son comunicadas de la forma más genuina que se tiene. Aquí entra la genealogía extensa como catalizador de todo un mundo de significados.
La cuestión, sin embargo, es compleja. Se puede optar por acumular conocimiento y expresarlo a través de la continua mención de parientes, vecinos, compañeros de trabajo y amigos, si bien el marco temporal que inició en 1936 en España alteró profundamente toda la visión que la generación joven-niña pudiera haber heredado si la Guerra Civil no hubiera trastocado la cultura posfigurativa16 de los niños, al verse obligados los abuelos y padres a cambiar su automirada.
El aprendizaje prefigurativo que la famosa antropóloga Margaret Mead define como la cultura en la que los niños aprenden primordialmente de sus mayores, es decir, extraen su autoridad del pasado, quedó trastocado tras el colapso que supuso la guerra.
En el tiempo largo del antropólogo, “el pasado de los adultos es el futuro de cada nueva generación: sus vidas proporcionan la parte básica. El futuro de los niños está plasmado de modo tal que lo que sucedió al concluir la infancia de sus antepasados es lo que ellos también experimentarán después de haber madurado”.17 La misma antropóloga acepta que la vieja generación incorpora muchos cambios, pero aun así la vieja generación expresa en todos sus actos que su forma de vida es inmutable. No obstante, la guerra lo cambió todo, hasta el sentimiento del tiempo, como si el pasado se hubiera perdido en una tiniebla incierta anterior a la hecatombe. La guerra es, sin duda, el eje articulador del relato de esta generación de la primera posguerra, que recompone en sus narraciones las ausencias que el conflicto y la represión habían provocado.
Cuando los cuentacuentos de Camerún empiezan sus narraciones dicen: “Contamos para que el mundo no desaparezca”, y esa es la función de una narración genealógica.18 Los nombres propios parecen utilizarse como piezas claves de la explicación narrativa, lo que lleva a pensar que son la explicación misma, pues el nombrar es una forma antigua de posesión; no es manipulación sino organización del mundo comunitario, cambiante y complejo, definido más por las interacciones en las redes sociales físicas inmediatas que por la presencia real de tres generaciones,19 donde lo roto se recompone en el relato entero como narrativa de identidad grupal y vecinal. El nombrar es también tener en consideración, no tanto como memoria-recuerdo sino más bien como memoria altamente semantizada, lo que nos hace preguntarnos sobre su funcionalidad práctica en la sociedad de los iguales.
El fenómeno narrativo resultante, al menos en la dirección que se quiere analizar en esta investigación, no es tanto el relato de la memoria traumática, ni tampoco la mención épica, más presente en los varones, sino la narración restauradora de las personas y sus hechos, con un horizonte de pasado que se vuelve nebuloso en la memoria y en la narración al referirse, al contar y al contarse sobre el tiempo anterior a la guerra. El hecho bélico, en lo que a este trabajo se refiere, actúa como un atroz disolvente del pasado, lo cubre de tinieblas y apenas translucen retazos de memoria heredada cuando se traspasa su umbral. Pero hay una excepción: la memoria biográfica representada en la narración genealógica extensa,20 que si bien no recupera los conceptos del pasado, sí encuentra a las personas que vivieron en él, y en caso de que no sigan vivas en el momento de la narración son sujetos activos de lo contado.
George Steiner, sin embargo, introduce una idea que amenaza la aparente certeza de lo dicho con anterioridad. Para él, “designar, tal como hace Adán al dar nombre a los seres vivos, aísla; rompe una unidad y una cohesión primordiales”,21 y a falta de otros elementos sucede así. Ahora bien, es la fuerza de cohesión de la genealogía en sí la que dota de orden al relato. Narración y memoria en épocas de guerra y posguerra son literatura del nombrar. María Zambrano expresa con claridad un pensamiento penetrante al afirmar que “los dioses nacían de la necesidad de nombrar, de ocupar aquel espacio vacío que ninguna razón podía colmar o satisfacer”.22 En cierta manera, el nombrar personas, lugares y cosas es un modo de tranquilizarnos ante la incertidumbre y derrotar al silencio, que es el último y peor escalón de la opresión. Es en última instancia un intento de llenar el vacío, un vacío reconocido y habitado, pero silenciado. El nombrar, continúa María Zambrano, es un modo de tranquilizar el temor primero, más elemental y primitivo, y quedar calmo,23 aunque sólo sea momentáneamente, frente a aquel vacío, aquella realidad que se oculta, que se recoge en el misterio y que esconde bajo mil manifestaciones las puertas de acceso a su sino más oculto.24
Ante la aparente paradoja entre las nociones genealógicas, muy descriptivas en sí mismas, contingentes y visibles, y su fuerza para asomarse al misterio, no hay que olvidar la enorme energía que la narración de la memoria genealógica irradia en su subjetivismo y en su cultura interiorizada.
Basil Bernstein, en palabras de Pierre Bordieu, “opone al lenguaje público de las clases populares –lenguaje que usa nociones descriptivas más que conceptos analíticos– un lenguaje formal más complejo y más favorable a la elaboración verbal y al pensamiento abstracto”.25
No cabe duda de que la abstracción se expresa usualmente con un lenguaje formal, sin embargo, no puede anular la capacidad argumentativa de la cultura interiorizada y profunda de las capas populares. Si ésta se contrapone a la cultura objetivizada, por ejemplo, la que se despliega en estas líneas, no está nada claro. La cuestión decisiva es si tiene suficiente capacidad de significación y lo que