—Venga conmigo —dijo la secretaria—. El señor Robbins está esperando.
Claudia se levantó, cortada.
—Ha sido un placer conocerla, señorita Moore —sonrió Thomas Dalton, estrechando su mano—. Y espero que encuentre en los almacenes Dalton la «pureza» que tanto desea.
Aquella vez no pudo dejar de notar la fuerza de sus dedos y el calor que recorría su brazo. Por un momento, pensó que no quería dejarla ir.
—Puede llamarme Claudia —dijo por fin—. Ha sido un placer conocerlo, Tom. ¿O es Thomas?
Él sonrió de nuevo, encantador, tan diferente de la fachada distante que quería mantener al principio.
—Mis socios me llaman Thomas. Mis amigos me llaman Tom. Pero si quiere ser uno de nuestros pajes, tendrá que llamarme señor Dalton.
La señorita Lewis carraspeó y Claudia la siguió hasta la puerta. Cuando se volvió, vio a Thomas Dalton mirándola con una sonrisa enigmática. Desde luego, si sabía algo sobre la vocación benéfica de su Santa Claus no pensaba decírselo. Pero ella no pensaba rendirse. Tendría que volver a intentarlo y, tarde o temprano, cantaría.
Nada impediría que consiguiera aquella historia. Ni siquiera el guapísimo e increíblemente sexy Thomas Dalton.
—No entiendo por qué no encontramos buenos pajes. El último que contrataste era…
—Yo no lo contraté —dijo Tom, distraído—. Lo hizo Robbins. Pareció pensar que, como era bajito y tenía la nariz roja, daba el papel. Pero no se dio cuenta de que olía a whisky. Si estás decidido a seguir con esto, deberías entrevistar a los pajes tú mismo, abuelo.
Theodore Dalton sacudió la cabeza.
—No puedo perder el tiempo con esas cosas. Además, tú puedes hacerlo perfectamente Lo único que haces es trabajar. No sales, no vas a bailar…
Tom apartó la mirada. Sí, desde luego tenía tiempo. Llevaba siete años en Schuyler Falls, aprendiéndolo todo sobre el negocio y esperando el día en que su abuelo y su padre lo enviaran a la oficina de Manhattan. Conocía el negocio de memoria y no podía entender por qué seguía dirigiendo el negocio más pequeño de la familia.
—Si fuera por mí pondría punto y final a este asunto —murmuró—. Si quieres regalar tu dinero, hazlo de otra forma. Tienes una fundación, ¿no? Esto cada año es más complicado, abuelo.
Estaban paseando por el departamento de electrodomésticos, los dos con las manos a la espalda. Los almacenes Dalton eran una reliquia del pasado, de un tiempo en el que los grandes negocios eran dirigidos por una sola familia. Su bisabuelo no había reparado en gastos: suelos de terrazo, paredes forradas de caoba, portero uniformado… La mayoría de los empleados llevaban toda la vida trabajando allí.
Dalton era también el primer peldaño en el imperio familiar, un trabajo que llevaba a un puesto mejor. El padre de Tom, Tucker Dalton, que dirigió los almacenes cuando era joven, vivía en Nueva York y se dedicaba a controlar las inversiones inmobiliarias. Su abuelo, ya retirado, pasaba los inviernos en Arizona y volvía a Schuyler Falls solo para llevar a cabo su pasión secreta: hacer de Santa Claus. Tom era el único de la familia que seguía aislado en aquel pueblo diminuto.
—Dime una cosa, Tommy. ¿Cuándo fue la última vez que estuviste con una mujer?
Él lo miró, atónito.
—¿Qué has dicho, abuelo?
—¿Cuándo fue la última vez que tuviste relaciones sexuales? No te preocupes, a mí puedes decírmelo. Soy muy discreto.
—¿Qué tiene eso que ver?
—En realidad, nada. Solo era por curiosidad. A mi edad uno se vuelve curioso —contestó su abuelo.
—No pienso hablar contigo sobre mi vida sexual. El problema no es el sexo, sino el aburrimiento. Puedo hacer este trabajo dormido y tú lo sabes. Además, he triplicado los beneficios del almacén. ¿Por qué no me envías a Nueva York?
—Aún quedan muchas cosas que hacer aquí. Si te aburres, estoy seguro de que encontrarás la forma de mantenerte ocupado.
En realidad, Tom había encontrado algo… o más bien a alguien que había despertado su interés. Claudia Moore. Había pensado en ella muchas veces desde que la había visto en su despacho. Con aquella sonrisa contagiosa y los ojos brillantes…
—Robbins ha contratado un nuevo paje para Santa Claus —dijo, para cambiar de conversación—. Es muy guapa, por cierto.
Su abuelo se volvió para mirarlo.
—¿Guapa? ¿Cómo de guapa?
Tom vaciló un momento. ¿Lo había dicho en voz alta? Normalmente no decía en voz alta lo que pensaba, pero Claudia Moore tenía la habilidad de hacerle decir cosas que no solía decir. Tenía la capacidad de desarmarlo.
—Mucho —contestó—. Tiene muy buena figura y una melenita morena, así por encima de los hombros… Además de una sonrisa encantadora y unos ojos preciosos.
—¿De qué color?
—Una mezcla de castaño y dorado. Ámbar, diría yo. Cautivadores.
—Parece que te has fijado mucho en esa chica —rio su abuelo—. No olvides la primera regla de los Dalton. Regla número uno, nunca…
—Lo sé, lo sé. No mantener relaciones con los empleados —dijo Tom, impaciente.
Nunca había sentido la tentación de hacerlo, pero Claudia Moore lo intrigaba. Le gustaría conocerla mejor, charlar con ella, disfrutar de sus afilados comentarios.
—No, esa no es la regla número uno —dijo Theodore entonces—. Es la número tres. La número uno es no dejar pasar la oportunidad de conquistar a una mujer hermosa. Así es como conocí a tu abuela. Estaba tras el mostrador de los caramelos con un mandil de florecitas. Me sonrió, yo le sonreí y el resto es historia.
—No pienso salir con un paje de Santa Claus —replicó Tom, nada convencido—. Ni con una empleada.
Pero podía pasarlo bien con ella mientras estaba allí, ¿no? Para pasar el rato, se dijo.
—Pero no mojes el palito en el tintero de la empresa —le aconsejó su abuelo.
Tom soltó una carcajada.
—Mojaré el palito fuera de la empresa, te lo prometo.
—Por cierto, me voy a Nueva York la semana que viene.
—Oh, no. No pienso hacerlo, abuelo. No pienso ponerme el traje de Santa Claus, no pienso sentarme en el sillón y tener a un montón de mocosos sobre la rodilla…
—Hacer de Santa Claus es una tradición familiar —lo interrumpió Theodore—. Yo lo hecho, tu padre lo ha hecho y ahora lo harás tú. Y algún día lo harán tus nietos. Además, así tendrás más tiempo para estar con esa encantadora jovencita —añadió, mirando el reloj—. Y ahora tengo que irme. El deber me llama.
Suspirando, Tom lo observó salir del despacho. Quería mucho a su abuelo, pero no podía entender aquella devoción por hacer de Santa Claus.
Conocía bien la historia. El año que abrieron los almacenes su bisabuelo, Thadeus Dalton, decidió que el éxito económico debía ser mitigado con cierta humildad. Según él, siempre era bueno acordarse de los menos favorecidos. De modo que se convirtió en Santa Claus para hacer realidad los deseos de los niños y continuó hasta su muerte en 1988. Como creía una grosería alardear de eso, el secreto empezó a formar parte de la tradición.
En 1920 era imposible averiguar quién había dejado un sobre con dinero debajo