8
La calle República de Cuba se llena con olores de platillos de Jalisco. Provienen de la fonda a la que llaman “Los monotes”. Esos platillos los preparan Luis Orozco, el propietario, y la güera, su ayudante. El lugar es pequeño, el humito que sale de las ollas que están a la vista lo vuelve acogedor. La gente acude también por las tortillas, recién hechas y gordas, de tonos azules, verdes y amarillos. Además, los parroquianos se divierten mirando las paredes, en donde están colgados papeles y cartones, de colores la mayoría. En estos aparecen caricaturas de curas, gobernantes y de gente de clase alta.
—Los que se joden al pueblo, pues —explica Luis, quien es hermano del hacedor de esas obras.
Es por las mañanas cuando llega a colgar sus “monos” —de ahí el sobrenombre del sitio—. A la hora de fijarlos con tachuelas no imagina que tiempo después, otro pintor, Diego Rivera, con el que tendrá una relación más agria que dulce, dirá que esos dibujos colgados en las paredes investían al autor con la cualidad más alta para un artista: “Ser pintor del pueblo y para el pueblo.”
9
Las manos destruyendo acuarelas, dibujos y pasteles se menean a idéntico ritmo que el vagón. Ha estado viendo las mismas manos desde que tomó el tren que lo lleva a San Francisco. Se le ha quedado también el sabor de las casas tristes, mugrosas de Laredo. Se quita los lentes, reclina la cabeza en el respaldo, cierra los ojos. «Hijos de la chingada.» Nomás lo piensa, pero luego en voz alta dice:
—Cabrones.
El aduanero que parecía de más autoridad, puso cara de descubridor de desvíos de reglamentaciones cuando vio una acuarela de una mujer del rumbo de Peralvillo, con labios rojos y con un vestido morado. “What is this, my friend?” Orozco contestó que eran pinturas, después sacó otras con prisa, como para adelantar el proceso de inspección, terminarlo. Destruyeron frente a ti sesenta pinturas que habías hecho en tu estudio de la calle Illescas. Alterado, preguntó el pintor que qué estaban haciendo.
—Nuestras leyes prohíben introducir a los Estados Unidos estampas inmorales —dijo el inspector que hablaba español.
Inspeccionaron las cien pinturas que llevaba. «Desparramaron mi obra por toda la oficina, aquello era como una exposición “oficial”. El examen cuidadoso de cada pieza me causó gran molestia.» Media docena de aduaneros se acercaron. Algunos se rieron, pero el que tenía traza de jefe los miró serio. A continuación dio un discurso acerca de la pureza de hábitos y sobre la importancia de comprometerse a mantener su nación libre de influencias que pervirtieran las buenas costumbres. No pudiste hablar, se te formó en el estómago una como mano que apretaba, que subió después a la garganta y detenía las palabras que querían salir. Finalmente pudiste protestar, pero te sirvió de poco. Miró las caras duras, los labios cerrados. «Aquella obra de ninguna manera era inmoral, ni siquiera había desnudos.»
Abres los ojos. El muchacho que va sentado frente a ti te recuerda a uno de los oficiales, el más joven. Lo miras serio, él sonríe pero tu expresión no cambia. Se levantó al baño, el tren iba pasando por una curva pronunciada. Por no caerse se golpeó en la ventana con el muñón. El dolor hizo que su rostro cambiara de semblante. Para distraerse le pregunta a un empleado cuánto falta para llegar a San Francisco:
—Siete horas.
Tiene treinta y cuatro años, es su primer viaje a Estados Unidos. Estará primero en San Francisco, luego en Nueva York, adonde regresará una década después. Su primera experiencia con el rostro duro de la oficialidad gringa lo ha dejado descorazonado. Laredo significará siempre el sitio donde en mil novecientos diecisiete unos animales uniformados le destruyeron sesenta piezas. Pero durante el viaje intuye que San Francisco será página nueva, esperanzadora.
En la calle Misión, de San Francisco, hay un galerón enorme de madera que un día fue taller, pero ahora es casa y negocio de un carpintero y de un pintor. Los muros del domicilio son verdes, en donde sobresalen letras amarillas que se pueden ver a veinte kilómetros de distancia. Escribieron: “FERNANDO R. GALVAN & COMPANY”. La palabra “Company” se refiere únicamente al señor José Clemente Orozco. La parte restante tiene que ver con Fernando Galván. El futuro muralista lo conoció por intermediación de Joaquín Piña, que había apoyado a Orozco años antes, recomendándolo con el director de “El Ahuizote”, y que una vez más lo ayudó en Estados Unidos con una hospitalidad que no habrá de olvidar.
Cuando Galván conoció la obra de Orozco (la que se salvó de los aduaneros de Laredo) le vio pocas posibilidades para el mercado local. «Me dijo que iba a ser casi imposible venderla. Medio triste, me olvidé por un tiempo de ella.» Entonces tomaron la decisión de pintar carteles a mano para dos cines. Semejante actividad le permitió a Clemente tener medios para vivir, además de tiempo libre en abundancia, que era lo que se precisaba en una ciudad como aquella.
La banca es cómoda, de madera oscura. El árbol de hojas rojas que le proporciona sombra, parece de mentiras porque es perfecto. El parque tiene muchos más árboles y bancas. Ahí lee el periódico. Entiende casi todo. Le gusta repasar con calma los encabezados, los textos, los anuncios. En las fotos se detiene varios minutos. Lee sobre lo que ocurrió hace unos meses, cuando Estados Unidos decidió participar en la Primera Guerra Mundial, el 6 de abril pasado. Se alineó con Inglaterra, Rusia y Francia, que combaten a Alemania, Italia y Austria-Hungría. El análisis explica mucho del alboroto que se vive en la ciudad. Continúa leyendo mientras de una bolsa saca una manzana que se comerá con calma. Termina de leer el periódico, mira a su alrededor. El sol se está poniendo. La calle se va llenando de gente que ha terminado de trabajar o que sale de sus casas a pasear. Decenas de “marines” bromean y miran a las muchachas, les gritan piropos en medio de besos sonoros. Muchos de ellos llevan tatuajes, el más común es el de la bandera americana con el águila. Otros optaron por retratos de sus novias en el pecho o en los brazos. Hay decenas de diferentes modelos donde se ven vehículos de guerra, automóviles, rostros de viejos, niñas, señoras, veladoras, santos… Hace unos días, caminando en una calle llena de tiendas, encontró varios “talleres de tatuaje”. Al asomarse a través de un ventanal, quedó admirado con la fila larga de soldados esperando su turno. El sujeto que hacía los tatuajes, un chino con dientes de oro, volteó a verlo sonriendo, le hizo la señal para que entrara a su establecimiento, pero el pintor le sostuvo la mirada sin cambiar de expresión. Congelaste al chino con tu seriedad.
«Muchos años después, habiendo ya realizado mis principales murales, soñé que había un gigante fuera de mi segundo estudio de Guadalajara. Se sentaba a media calle, para decirme a continuación que su espalda era mi nuevo gran mural. El gigante mostraba sin escrúpulos el inicio de la rayita que dividía sus nalgas. Daba indicaciones en inglés, pero sin mover la boca; me hablaba como desde el pensamiento. Yo entonces pintaba en esa espalda enorme —llena de granos reventados, por reventar, con pelos enroscados—, los días de San Francisco, con todo y el alboroto, las guapas enfermeras, los soldados y los bailes que terminaban hasta bien amanecido el día.»
Se sorprende porque el pie izquierdo sigue el ritmo de la música (no es costumbre suya seguir los ritmos con alguno de sus miembros). Un pianista negro alegra aquel “Saloon”, acompañado de un saxofonista que cada que tiene oportunidad, muestra sus dientes de caballo. Clemente ha bebido desde la tarde, su ánimo se ha venido alegrando. Entran y salen hombres y mujeres. Él está sentado en la barra, no deja de mirar lo que ocurre a su alrededor. Cuando pasa de la una de la mañana, comienzan a cantar unos “marines”, desafinados y contentos, la canción que estará escuchándose durante varios meses:
“Johnnie get your gun, get your gun, get your gun,
Take it on the run, on the run, on the run,
Hear them calling you and me
Over There, Over There...”
Sonríe, le gusta la canción. Repite para sí mismo: “Over There, Over There”. Entorna los ojos, brinda consigo mismo. Mira a los borrachos que no paran de repetir las estrofas. Sale tambaleándose, camina por donde abundan restoranes,