Fuego Clemente. José Julio Valdez Robles. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: José Julio Valdez Robles
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Сделай Сам
Год издания: 0
isbn: 9786074500080
Скачать книгу
ver a un señor que hacía grabados. El niño se quedó con la boca abierta. Pasados unos días se atrevió a entrar. Pudo observar de cerca al artista al que los demás llamaban “Don José”. «Sentí magia, magia en las manos, en los ojos, acá dentro. De mí podían salir milagros. Me contagió ese señor. A pesar del asombro que me provocaba verlo trabajar, fue para mí imposible saber en ese momento que era él el gran mago que volvió graciosas las calacas.» En su casa dibujaba muñecos todo el día, llenaba cientos de hojas. Los padres lo miraban entre serios y riéndose. Rosa se preocupaba porque a veces a su hijo se le olvidaba que había que cenar.

      Clemente decidió ingresar a clases nocturnas de dibujo, en la Academia de Bellas Artes de San Carlos. Siete años después de que llegaron a la capital del país se matriculó en la Escuela de Agricultura de San Jacinto. Disfrutaba la vida del campo. Podía pasar horas mirando la milpa, las piedras, los perros —que no se cansaban de oler las orillas de los surcos. Se grabó los rostros de los campesinos, las formas de sus sombreros, los pies agrietados. Experimentaba cómo la luz se les subía al cuerpo, y cómo más tarde los abandonaba.

      Pasó cuatro años en la Escuela Nacional Preparatoria. Tenía planes para estudiar arquitectura, pero las ganas de pintar fueron mayores. Regresó a la Academia de Bellas Artes. El academicismo que ahí se enseñaba ayudó a disciplinarlo. Un día en que dibujaba un modelo de yeso, que era la imagen de Aquiles, o de Alejandro Magno que soñaba que era Aquiles, observó con más calma que nunca una luz que llegaba de atrás de la figura. Dibujó la sombra primero, después la estatua. Era media noche, dormitaba porque llevaba varias horas trabajando en el mismo modelo, además había estado despierto desde la cinco de la mañana. Soñaba que la sombra se movía, se metía al Alejandroaquilesmagno. «¿De quién es la sombra?» Se cayó de la silla en la que estaba sentado. Con el argüende de la caída, además del trancazo que se puso, despertó doblemente. Recogió los lentes, se sobó el muñón, acomodó la silla y siguió dibujando. La sombra estaba donde estaba.

      Tiempo después ocupó el puesto de dibujante de varias publicaciones. En la Academia conoció a un tapatío revolucionario del arte mexicano: el Doctor Atl, quien hablaba como si fuera su último día para hacerlo. Platicaba todo el tiempo de lo que había visto en Europa. Pasaba saliva luego de decir varias frases largas, entrecerraba los ojos para dar después una explicación dilatada. Había recorrido a pie gran parte del continente. Le gustaba platicar sobre los lobos que lo seguían al atravesar bosques casi negros, pero que para su fortuna no se le acercaban por la luna que brillaba fuerte en esos días. Sospechaba que él mismo era un lobo, jefe de manada en su otra vida.

      —A lo mejor fue por eso que me seguían.

      Era un gran caminador, como Clemente. Describía una y otra vez pinturas de Leonardo. Se entretenía dando detalles de la Capilla Sixtina. Fue por esos días que Atl inventó sus colores secos a la resina. Quería que sirvieran para usarse en una roca, en una tela o en un papel. Los demás estudiantes lo escuchaban con atención. Era el mismo Atl quien organizó una exposición de artistas mexicanos para los festejos del centenario de la independencia del país. Fue de él la idea de formar un grupo de pintores y escultores a los que haría conscientes de la valía de la originalidad del país, “mirar y remirar lo de aquí”. Era imperativo deshacerse de modelos importados. «Al Doctor Atl se le ocurrió irse a vivir al Popocatépetl. A mí me dio por explorar los peores barrios de México». Clemente se aficionó a meterse en cantinas y en burdeles, le gustaba ver a las putas y a los borrachos. Platicaba con ellos, después los dibujaba.

      3

      Despertaste en lo tibio, pero los pedazos de sábana ubicados más allá de ti estaban fríos. Moviste los dedos izquierdos como si estuvieras manipulando un títere, después abrías y cerrabas la mano sin ritmo, y cualquiera que la hubiera visto habría pensado en un cangrejo flotante, lanzando señales de alboroto. La idea de que era una mano fantasma acabó por zafarte de esas hilachas que se vienen con el sueño. El humo estaba como quieto, pero se movía a escondidas; el olor recordaba a metales deshaciéndose; el estallido fue como de cohete reconcentrado. Respiró la desgracia, aunque sin dimensionarla con precisión. Su mano izquierda estaba destrozada debido a los químicos que mezcló en ese laboratorio gris-blanco. La derecha quedó muy lastimada. Los ojos y el oído derecho se afectaron. De nuevo brazos cargándolo, brazos de personas cuyos rostros no podía ver. El olor a alcohol y a enfermedad cuando llegó al Hospital de San Lázaro. La iluminación como de pasillo pre-celestial donde transcurren los muertos (o los que están a poco de morir). Los ojos de la enfermera al mirar la terminación de su brazo, con esa expresión de haber visto tantas veces la desgracia y aun así poderse conmover. Cómo no conmoverse, si eras un muchacho de preparatoria, del tercer año. Además no hacía mucho que tu padre había fallecido. Pero eso ella no lo sabía, tampoco estaba enterada que en la escuela te decían “El Abrojo” —a partir de lo ocurrido ya no lo dirían tanto ni en voz tan alta.

      Le dio por pensar, días después, que el fantasma de la mano destruida anidaría en la derecha, y que juntas iban a multiplicar puños y manos que se venían gestando en las entrañas del país que iba a pintar, y que se volverían fundamento de su obra.

      Con los años llegaron también los mancos a sus frescos. De su boca no salió un relato de la tragedia dicho sin prisas. Te lo dijiste a ti mismo, repetidas veces, con frases que acá fuera no se escucharon.

      4

      Otra luz llega cuando se levanta la iluminación del día. Con aquella luz que al principio parece gris y después gris-vacío, el pintor observa los rostros de las mujeres en las acuarelas, los dibujos y los pasteles colgados de los muros. Son distintas las muchachas, según se muestren con claridad o sin ella. Él lo sabe porque las ha mirado despacio, con iluminaciones, con oscuridades variadas. En los prostíbulos, en los barrios de alrededor, en su estudio de la calle Illescas, las observa o se las bebe con sus ojos que a ratos hacen pensar en corcholatas grandes. «Lo que sí puedo decir es que mi lugar de trabajo es frecuentado por las diosas más radiantes. Estas mujeres existen por fin en el arte de esta ciudad, de este momento, es su primer encuentro con la pintura, se vuelven su parte más importante; “Soy reina ahí”. Se llevan gustosas las obras en las que posaron como modelos.»

      De pie, frente a las imágenes colgadas de los muros, a las que se las va tragando la negrura del aire, se da cuenta que quiere buscar más modelos, observarlas con mayor detenimiento para pasarlas al papel. «Ese argüende de los borrachos con las putas en las piernas, los vasos a medio llenar...» Lo que sucede alrededor de su estudio lo llena de una energía que ni hace el esfuerzo por explicarse. Esa zona —la roja— de la capital del país provoca que Orozco sea más Orozco. Trabaja sin parar. A sus treinta años casi no se cansa. Sin embargo, su vitalidad está oculta en una imagen poco fogosa, de voz apagada, que se mueve sin petulancia. Un día se le ocurrió mostrar su obra a José Juan Tablada, ese poeta y crítico de arte que tiene poco que regresó de París, quien afirmó después de hacer una visita al estudio de la calle Illescas, que Orozco es un “pintor de la mujer”. Cuando Clemente fue a invitar al crítico para que viera su trabajo, le había ya comentado que los asuntos que prefería en ese momento eran colegialas y mujeres de la vida. Tablada logra aislar los aciertos del nuevo artista: le llama la atención la expresión de la obra, así como el movimiento de las imágenes. Identifica en el pintor esa misma visión; cuando este mira la realidad, logra extraer lo vital de la gente que pinta. Al trasladar al papel lo que observa, hace a un lado lo que no forma parte de la esencia.

      —Lo que usted logra, Clemente, es arrancar las miserias de las almas oscuras —le dice Tablada con un asombro genuino.

      La frase es un disparador: frente a los ojos del futuro muralista transitan hombres con vasos en las manos. La mayoría se ríe, entre ellos mismos o cuando observan las muchachas. Mira los dientes que aparecen al abrirse los labios, esos labios que semejan ligas que manos crueles del aire estiraran con la furia de los que odian despacio a los que no tienen mucho. Las bocas rojas están enfrente. Son enormes, comen retazos de humanidad dizque decente. Al rato escupen humanidad decadente. El rostro que contiene la boca, el cuerpo que sostiene la cabeza. «Merecen ser pintadas esas sombras pestilentes de los aposentos