Castillo fuerte, religiosos batalladores, antaño; hoy trapenses gordos, limosneros sonrientes, bonita farándula venida, sin dudas, a esconder sus amores en este islote cubierto de pinos y de hierbas, rodeado de un collar de rocas preciosas. Todo, hasta esos nombres florianescos –Lérins, Saint-Honorat, Sainte-Marguerite– es amable, coqueto, novelesco, poético en esta deliciosa costa de Cannes, y también un poco insípido.
Para hacer juego con el antiguo castillo almenado, que se alza esbelto en la extremidad de Saint-Honorat, de cara al mar, Sainte-Marguerite concluye, hacia tierra, con la célebre fortaleza donde estuvieron encerrados el Hombre de la Máscara de Hierro y el fracasado comandante Bazaine. Un paso de alrededor de una milla separa la punta de la Croisette y este castillo, con todo el aspecto de una vieja casa en ruinas, sin nada de altanero o majestuoso. Más bien se lo ve jorobado, sin gracia, mugriento, una auténtica ratonera.
Distingo ahora los tres golfos. Ante mi vista, más allá de las islas, el golfo de Cannes, más cerca, el golfo Juan, y detrás, la bahía de Los Ángeles, dominada por los Alpes y sus cumbres nevadas. Más lejos, la costa se extiende hacia la frontera con Italia. Con mis binoculares descubro, detrás de un cabo, la blanca Bordighera. Y todo a lo largo de esta costa interminable, las mansiones junto al agua, los pueblos en los flancos de las montañas, las innumerables mansiones sembradas entre el verde parecen huevos blancos sobre la arena, sobre las rocas, entre la floresta, por pájaros monstruosos venidos, por la noche, de esos países de nieve que se avistan allá en lo alto.
Sobre el cabo de Antibes, larga excrecencia de tierra, prodigioso jardín arrojado entre dos mares en el que crecen las flores más hermosas de Europa, divisamos aún más mansiones, y hasta en la misma punta Eilen-Roc, encantador rincón que vienen a visitar desde Niza y Cannes.
El viento cae, el barco no marcha sino apenas.
Tras la corriente de aire de tierra que reina durante la noche, esperamos ahora la corriente de aire del mar que será bienvenida venga de donde venga.
Bernard sigue apostando por el Oeste, Raymond por el Este, el barómetro está inmóvil un poco por encima de los setecientos sesenta milímetros.
Ahora el sol lanza sus rayos, vuelve chispeantes los muros de las casas que de lejos parecen nieve desparramada, vuelca en el mar un claro barniz luminoso y azulado.
Poco a poco, aprovechando los más mínimos soplos, esas caricias del aire que apenas se perciben sobre la piel, pero no obstante hacen deslizarse sobre el agua a los barcos sensibles y bien velados, pasamos el último punto del cabo y divisamos el golfo Juan completo, con la escuadra fondeada.
De lejos, los acorazados parecen rocas, islotes, roqueríos cubiertos de árboles muertos. El humo de un tren corre sobre la ribera en camino de Cannes a Juan-les-Pins, que tal vez llegará a ser la más bella estación de toda la costa. Tres tartanas con sus velas latinas, una roja y las otras dos blancas, están detenidas en el paso entre Sainte-Marguerite y la tierra.
Es la calma, la dulce y cálida calma de una mañana de primavera en el Mediodía; y ya me parece que he abandonado hace semanas, hace meses, hace años, la gente que habla y se agita; siento entrar en mí la ebriedad de estar solo, la dulce ebriedad del reposo que nada turbará, ni una carta blanca ni un telegrama azul, ni el timbre de mi puerta ni los gruñidos de mi perro. No pueden llamarme, invitarme, llevarme, no pueden oprimirme con sonrisas, no pueden acosarme con amabilidades. Estoy solo, verdaderamente solo, verdaderamente libre. Corre el humo del tren por la costa. Yo floto en un compartimento que se balancea, bello como un pájaro, pequeño como un nido, más cómodo que una hamaca, errante sobre el agua al impulso del viento, sin preocuparme por nada. Tengo dos marineros que me obedecen, libros para leer y quince días para vivir. ¡Quince días sin hablar, qué felicidad!
Edmundo de Amicis
Para no volver
(En el océano, 1889)
Cuando llegué, hacia la tarde, había ya comenzado el embarque de los emigrantes hacía una hora, y el Galileo, unido al muelle por su planchada, seguía tragando miseria: una interminable procesión de gente, que salía en grupos del edificio situado en frente, donde un policía examinaba los pasaportes. Como en su mayoría habían pasado la noche al aire libre, acurrucados como perros por las calles de Génova, estaban cansados y sin poderse tener de sueño. Obreros, campesinos, mujeres con niños al pecho, muchachitos con la chapa de hojalata del asilo aún colgada del cuello; casi todos llevaban una silla de tijera al brazo, sacos y valijas de todo tipo en las manos o sobre las cabezas, cobertores y mantas, y el pasaje con el número de cubil apretado entre los labios. Pobres mujeres, con un niño en cada mano, sostenían gruesos bultos con los dientes; viejas campesinas calzadas con abarcas, levantándose la saya por no enredarse en los obstáculos de la cubierta, desnudaban sus piernas secas; muchos iban descalzos, con los zapatos al hombro. De vez en cuando, por entre aquella miseria, pasaban señores vestidos con elegantes guardapolvos, curas, señoras con grandes sombreros adornados de plumas, sosteniendo en sus brazos un perrito, una sombrerera, un puñado de novelas francesas en una vieja edición Lévy. De pronto se interrumpía la procesión humana, y bajo una tempestad de palos y blasfemias avanzaba una tropa de bueyes y carneros, que al llegar a bordo se desbandaban espantados, confundiéndose los mugidos y balidos con los relinchos de los caballos de proa, con los gritos de los marineros y de los estibadores, con el estrépito ensordecedor de la grúa de vapor que levantaba por los aires baúles y cajas. Después se reanudaba el desfile de emigrantes: caras y trajes de cada parte de Italia, robustos trabajadores de ojos apesadumbrados, viejos harapientos y sucios, mujeres embarazadas, muchachas alegres, jóvenes sonrientes, aldeanos en mangas de camisa, chicos detrás de otros chicos que apenas se alzaban sobre la cubierta en medio de tanta confusión de pasajeros, empleados del barco, de la Compañía y aduaneros, y quedaban atontados o se perdían como en una plaza llena de gente. A las dos horas de haber empezado el embarque, el vapor, siempre inmóvil, como un enorme cetáceo agarrado con sus dientes a la orilla, seguía sorbiendo sangre italiana.
Según subían los emigrantes, iban pasando por delante de una mesa tras de la cual estaba sentado el comisario, que los reunía en grupos de a media docena llamados ranchos, y anotaba sus nombres en un formulario impreso que entregaba al más anciano para que con él fuese a la cocina a pedir, en las horas fijadas por el reglamento, la comida. Las familias compuestas por menos de seis personas se hacían inscribir junto a sus conocidos o con los primeros que aparecieran; en todos se traslucía un vivo temor de ser engañados en la cuenta de las mitades y cuartas partes de puesto para los muchachos y los niños más pequeños: esa desconfianza invencible que inspira al campesino todo hombre con pluma en mano. Surgían discusiones, se oían lamentos y protestas. Luego, las familias debían separarse: los hombres por un lado, las mujeres con los niños por otro, eran conducidos a sus alojamientos. Inspiraba compasión ver descender penosamente a aquellas mujeres por las empinadas escalas, penetrar a tientas en los vastos y asfixiantes sollados, ubicarse entre los innumerables cubiles dispuestos en pisos como los nichos en que se colocan gusanos de seda, y unas preguntar afanosamente a un marinero, que no las entendía, por algún paquete perdido; otras, dejarse caer en cualquier sitio, agotadas sus fuerzas, como aturdidas, y muchas ir y venir a la ventura, mirando con inquietud a todas aquellas compañeras de viaje, desconocidas, inquietas como ellas, confundidas también por la aglomeración y el desorden. Algunas, que habían descendido una cubierta por debajo de la principal, cuando veían otras escalas que se perdían en la oscuridad, se negaban a bajar más. Desde la boca de la cubierta, que estaba de par en par, vi cómo lloraba una mujer con la cara escondida en el cubil que le habían asignado, oí decir que pocas horas antes de embarcarse, de repente, se le había muerto una niña, y que su marido había tenido que dejar el cadáver en las oficinas de Orden Público del puerto para que lo llevasen al hospital (tal vez para la autopsia). Las mujeres se quedaban abajo; los hombres, al contrario, una vez acomodadas sus pertenencias, subían a la cubierta principal y se apoyaban sobre la borda. Casi todos se encontraban por primera vez sobre un gran vapor, que debía parecerles un nuevo mundo, lleno de maravillas y de misterios; y ni uno solo miraba a su alrededor o se detenía a considerar