–No soy un esclavo negro –dijo Sam.
–Te convertiré en uno –dijo el capitán arremangándose.
Luego azotó a otro hombre por salir en defensa del condenado, y tras dejarlo a punto del desmayo, caminando nervioso por cubierta les gritó a sus tripulantes:
–Ahora saben quién soy [...] ¡Tienen un conductor encima! Sí, un conductor de esclavos. ¡Un conductor de negros! A ver quién se atreve a decirme que no es un esclavo negro...
La vida a bordo mejoró a niveles antes impensables desde entonces. Pero desde hace unas décadas, la desregulación del comercio marítimo –con sus secuelas de empeoramiento de las condiciones de trabajo y menores medidas de seguridad– junto al predominio del transporte de cargas normalizadas a bordo de buques porta contenedores, impusieron nuevas formas de infelicidad para los trabajadores del mar: lentos viajes en barcos que por privilegiar su capacidad de bodega perdieron hasta la forma de barco, estadías fugaces en terminales portuarias apartadas de las ciudades. A pesar de todo esto, los tripulantes de buques porta contenedores resultan aristócratas del mar, si se los compara con quienes pescan calamar en exiguos barcos poteros que realizan extensas campañas lejos de la costa y sólo faenan de noche, o con quienes se lanzan al mar en lo que sea, porque la vida en su tierra se hizo imposible de vivir.
Y sin embargo, contra viento y marea, siempre existió algo en el mar que interpela a la humanidad con una fuerza y un misterio irreductibles a la política, a la historia, a la economía, a las estéticas codificadas. Tal vez aquello mismo por lo cual el dandy hastiado que era Charles Baudelaire escribió “hombre libre, siempre amarás el mar” (en “El hombre y el mar”, de Las flores del mal, 1857).
Carlos de Sigüenza y Góngora
Piedad de piratas
(Infortunios de Alonso Ramírez, 1690)
Debo advertir antes de expresar lo que toleré y sufrí de trabajos y penalidades en tantos años en que sólo en el condestable Nicpat y en Dick, quartamaestre del capitán Bel, hallé alguna conmiseración y consuelo en mis continuas fatigas, así socorriéndome sin que sus compañeros lo viesen en casi extremas necesidades, como en buenas palabras con que me exhortaban a la paciencia. Persuádome a que era el condestable católico sin duda alguna.
Juntáronse a consejo en este paraje y no se trató otra cosa sino qué se haría de mí y de siete compañeros míos que habían quedado.
Votaron unos, y fueron los más, que nos degollasen, y otros, no tan crueles, que nos dejasen en tierra. A unos y otros se opusieron el condestable Nicpat, el quartamaestre Dick y el capitán Donkin con los de su séquito, afeando acción tan indigna a la generosidad inglesa.
–Bástanos –decía este– haber degenerado de quienes somos, robando lo mejor del Oriente con circunstancias tan impías. ¿Por ventura no están clamando al cielo tantos inocentes a quienes les llevamos lo que a costa de sudores poseían, a quienes les quitamos la vida? ¿Qué es lo que hizo este pobre español ahora para que la pierda? Habernos servido como un esclavo en agradecimiento de lo que con él se ha hecho desde que lo cogimos. Dejarlo en este río donde juzgo no hay otra cosa que indios bárbaros, es ingratitud. Degollarlo, como otros decís, es más que impiedad, y porque no dé voces que se oigan por todo el mundo su inocente sangre, yo soy, y los míos, quien lo patrocina.
Llegó a tanto la controversia, que estando ya para tomar las armas para decidirla, se convinieron en que me diesen la fragata que apresaron en el estrecho de Syncapura, y con ella la libertad para que dispusiese de mí y de mis compañeros como mejor me estuviese.
Presuponiendo el que a todo ello me hallé presente, póngase en mi lugar quien aquí llegase y discurra de qué tamaño sería el susto y la congoja con que yo estuve.
Desembarazada la fragata que me daban de cuanto había en ella, y cambiado a las suyas, me obligaron a que agradeciese a cada uno separadamente la libertad y piedad que conmigo usaban, y así lo hice.
Diéronme un astrolabio y agujón, un derrotero holandés, una sola tinaja de agua y dos tercios de arroz; pero al abrazarme el condestable para despedirse, me avisó cómo me había dejado, a excusas de sus compañeros, alguna sal y tasajos, cuatro barriles de pólvora, muchas balas de artillería, una caja de medicinas y otras diversas cosas.
Intimáronme (haciendo testigos de que lo oía) el que si otra vez me cogían en aquella cesta, sin que otro que Dios lo remediase, me matarían, y que para escusarlo gobernase siempre entre el Oeste y Noroeste, donde hallaría españoles que me amparasen, y haciendo que me levase, dándome el buen viaje, o por mejor de oír, mofándose y escarneciéndome, me dejaron ir.
Alabo a cuantos, aun con riesgo de la vida, solicitan la libertad, por ser ella lo que merece, aun entre animales brutos, la estimación.
Saconos a mí y a mis compañeros tan no esperada dicha copiosas lágrimas, y juzgo corrían gustosas por nuestros rostros por lo que antes las habíamos tenido reprimidas y ocultas en nuestras penas.
Con un regocijo nunca esperado suele de ordinario embarazarse el discurso, y pareciéndonos sueño lo que pasaba, se necesitó de mucha reflexa para creernos libres.
Fue nuestra acción primera levantar las voces al cielo engrandeciendo a la divina misericordia como mejor pudimos, y con inmediación dimos las gracias a la que en el mar de tantas borrascas fue nuestra estrella.
Creo hubiera sido imposible mi libertad si continuamente no hubiera ocupado la memoria y afectos en María Santísima de Guadalupe de México, de quien siempre protesto viviré esclavo por lo que le deba.
He traído siempre conmigo un retrato suyo, y temiendo no le profanaran los herejes piratas cuando me apresaron, supuesto que entonces quitándonos los rosarios de los cuellos y reprendiéndonos como a impíos y supersticiosos, los arrojaron al mar, como mejor pude se lo quité de la vista, y la vez primera que subí al tope lo escondí allí.
Los nombres de los que consiguieron conmigo la libertad y habían quedado de los veinticinco (porque de ellos en la isla despoblada de Poliubí dejaron ocho, cinco se huyeron en Syncapura, dos murieron de los azotes en Madagascar, y otros tres tuvieron la misma suerte en diferentes pasajes) son Juan de Casas, español, natural de la Puebla de los Ángeles, en Nueva España; Juan Pinto y Marcos de la Cruz, indios pangasinán aquel, y este pampanango; Francisco de la Cruz y Antonio González, sangleyes; Juan Díaz, malabar, y Pedro, negro de Mozambique, esclavo mío. A las lágrimas de regocijo por la libertad conseguida se siguieron las que bien pudieran ser de sangre por los trabajos pasados, los cuales nos representó luego al instante la memoria en este compendio.
A las amenazas con que estando sobre la isla de Caponiz nos tomaron la confesión para saber qué navíos y con qué armas estaban para salir de Manila, y cuáles lugares eran más ricos, añadieron dejarnos casi quebrados los dedos de las manos con las llaves de las escopetas y carabinas, y sin atender a la sangre que lo manchaba nos hicieron hacer ovillos del algodón que venía en greña para coser velas; continuose este ejercicio siempre que fue necesario en todo el viaje, siendo distribución de todos los días, sin dispensa alguna, baldear y barrer por dentro y fuera las embarcaciones.
Era también común a todos nosotros limpiar los alfanjes, cañones y llaves de carabinas con tiestos de lozas de China, molidos cada tercero día; hacer meollar, colchar cables, faulas y contrabrazas, hacer también cajetas, envergues y mojeles.
Añadíase a esto ir al timón y pilar el arroz que de continuo comían, habiendo precedido el remojarlo para hacerlo harina y hubo ocasión en que a cada uno se nos dieron once costales de a dos arrobas por tarea de un solo día con pena de azotes (que muchas veces toleramos) si se faltaba a ello.
Jamás en las turbonadas que en tan prolija navegación experimentamos, aferraron velas, nosotros éramos los que lo hacíamos, siendo el galardón ordinario de tanto riesgo crueles azotes; o por no ejecutarlo con toda prisa, o porque las velas, como en semejantes frangentes sucede, solían romperse.