Martín quiso saber si había estado a la altura de sus recomendaciones, y en respuesta la risa de Fernanda esta vez casi pareció franca y sonora. Para deleite de Martín, se confirmaban a gran velocidad sus hallazgos vaginales. Mientras la fingida pazguatez de ella para consumo social se desgarraba a jirones, Fernanda estaba revelando, minuto a minuto, facetas nuevas y fascinantes. Sobre todo, un agudo sentido del humor, la única cualidad que para Martín distinguía a los seres humanos de los primates y de las estatuas.
Algún comentario hizo él en ese momento sobre la escenografía de espejos, y ella le preguntó si le gustaba ver.
El asintió con la cabeza, y entonces ella estiró un brazo hacia atrás. En una esquina de la cabecera un tablero mostraba varios controles manuales. Fernanda hizo girar una perilla para que todas las luces de la recámara disminuyeran de intensidad hasta casi desaparecer. Luego oprimió uno de los botones, y el gran espejo superior se iluminó desde su parte posterior con una enorme imagen de televisión.
8
Era una escena clásica de película porno. Mejor dicho, pensó Martín, era La Escena, la ineludible culminación de las pobrezas imaginativas de esa artesanía menor: un titánico pene profesional llenaba toda la pantalla y era masajeado con maestría por dos muchachitas rubias puestas de rodillas y destinadas sin remedio al inminente estertor pringoso del momento del aleluya. Una vez más observó él que para Fernanda sus ojos y el estímulo sexual tenían un pacto de no agresión, pues ella no le concedió a la fálica techumbre ni siquiera una ojeada de lástima. Así que de nuevo lo asaltó la pregunta: ¿de quién habría sido la idea de poner esa pantalla ahí?
Nuevamente se esforzó por borrar esa inquietud recordando la receta preferida de ese inmenso bohemio que fue su padre: si quieres ser feliz, como me dices, no analices, no analices. Y recordó, como le ocurría con frecuencia en esos casos subrepticios, el señero ejemplo de George Washington: primero en la guerra, primero en la paz, primero en el corazón de sus compatriotas y segundo en la cama de su mujer, que era viuda.
En general, las mujeres que conocía en el sentido bíblico, seres esencialmente táctiles, no encontraban mayor excitación en contemplar imágenes, ya fueran fijas o en movimiento. Para él, voyeurista militante, eso era un perpetuo manantial de frustración. Pero Fernanda era el caso más grave de insensibilidad visual que había conocido. Para todo efecto práctico, la industria de la pornografía podía contabilizarla como ciega.
En el cine cómico, se dijo, los gags eran esencialmente unos cuantos y se conocían todos desde la época muda. En el cine porno ocurría algo parecido. Las imágenes estimulantes eran unas pocas y se usaban completas, una y otra vez, en cada “nueva” producción. Ahí sí que se aplicaba la cretina frase: cuando has visto una, las has visto todas. Si hasta los penes eran los mismos; muy probablemente el colosal ariete que en el techo estaba a punto de estallar en una efusión de dólares por onza fuera el de John Holmes, estrella de la especialidad y, por supuesto, víctima del sida.
Georges Simenon también acababa de morir, recordó Martín, de puro viejo, en su cama. Según sus propias cuentas, el caudaloso novelista se pasó por las armas, a lo largo de su vida, a unas diez mil doncellas, casi todas ellas prostitutas, salvo su propia hija. Holmes presumía de tres mil de las mismas y murió antes de cumplir los cuarenta, de esa deplorable manera. Destinos distantes o la diferencia entre un garañón genial y un garañón nomás genital. Ahora ambos estarían quizá cumpliendo el resto de su tarea pendiente con las ochenta mil huríes que según la promesa islámica le tocaban a cada uno.
Regresando a lo otro, pensó Martín que eso era lo único lamentable del cine pornográfico: su reducido catálogo, su pobrísimo lenguaje, su tartamudez narrativa. Todo lo cual, con franqueza, a él le tenía perfectamente sin cuidado, pero sólo porque era un caso extremo de pornoconsumismo indiscriminado, un fanático de la feminidad al natural como fuera y donde fuera. Reconociéndose como devoto voyeurista, apreciaba con igual fervor cualquier estampa obscena, exactamente de la manera en que una beata desconocedora de Mishima venera con idéntica unción catorce muy diferentes versiones de San Sebastián y las flechas.
9
No tuvo que preguntar por la ubicación del cuarto de baño. Todo en esa casa estaba donde naturalmente tenía que estar. Era una de las perversiones propias de la arquitectura de los antiguos, se dijo, obedecer al sentido común.
En el camino, entre la penumbra y la gruesa alfombra que le hacía caminar como pelícano, estrelló un pie contra un objeto que casi derriba. Se quejó, doblado sobre sí mismo y sobándose el pie lastimado.
Fernanda lo contemplaba sonriendo mientras arriba el olvidado superfalo profesional, como estaba previsto desde el principio de los tiempos, rociaba en technicolor el rostro de las dos candorosas muchachitas con su abundoso manantial de promesas despilfarradas. Es correcto, diría tal vez un cosmetólogo: es un buen nutrimiento para el cutis.
El objeto causante del tropiezo de Martín, recitó ella de corridito, emulando el tono de los guías de turistas, era un aguamanil o lavamanos o más propiamente jofaina, voz árabe desde luego, cuyo uso era evidentemente la higiene corporal en las épocas sin agua corriente; montada en un mueble tripié de ébano, que es una madera dura oriunda de África, la palangana es de cerámica poblana y los percheros colocados en su parte superior servían para sostener los retazos de tela basta empleada entonces como toalla, invento éste, por supuesto, muy posterior; de elevado precio, había pertenecido al virrey Melchor Portocarrero y formaba parte del patrimonio familiar desde hacía poco más de dos siglos.
Martín miró un momento el trebejo con evidente admiración y en seguida con gran formalidad, descansó cuidadosamente en el piso el pie lastimado y orinó sin miramientos en el tesoro familiar.
Desde ese instante, declaró al terminar su desahogo en la palangana de cerámica invaluable, el trasto quedaba elevado a la categoría de bacinica real.
Ella frunció divertida los labios en un mohín despreocupado y comentó que, conociendo la estirpe de locos dueña de esa antigüedad, podía asegurarle que no era el primero en hacer eso, o algo peor.
Martín no le contestó porque estaba levantando la ropa del suelo. Era una de sus manías. No podía soportar ver ropa fuera de lugar, en el cuerpo o fuera del cuerpo. La suya, menos que ninguna otra. Así que tomó varios ganchos del clóset de Fernanda y fue colgando en ellos las prendas que había botado antes por la alfombra, en el arrebato de la pasión.
De su ropa, sólo valían la pena tres cosas: la chaqueta, el calzoncillo y los calcetines. La chaqueta, por gusto, porque eran su debilidad; el calzoncillo y los calcetines, por precaución. Era otra sabia lección de su padre. “Totalmente vestido o totalmente desnudo —le había dicho muchos años atrás—, uno no tiene problemas. Ya está uno en lo que está y tiene o no tiene con qué responder. El riesgo está entre ambos estados, en lo que pasas de uno al otro.” Analizando