Vincenzo sintió un frío interior al darse cuenta de que en aquel momento no tenía la respuesta apropiada, al menos la que lograría borrar el dolor que reflejaban sus ojos.
Alessandra asintió como si se diera por respondida, como si su silencio fuera una admisión de su culpa, y salió corriendo de la habitación.
Alex contuvo el llanto tomando aire profundamente. Ya había llorado bastante por Vincenzo en la última semana.
Miró hacía el jardín que bordeaba la villa, el invernadero que Leo había restaurado, la antigua bodega que Massimo había transformado en un laboratorio de alta tecnología. El orgullo y la herencia histórica de aquel lugar corrían por su sangre; eran su legado y su lugar en el mundo. Y uno y otro le habían sido negados a Vincenzo.
Ella no había olvidado la sensación de desasosiego e impotencia que la había embargado al saber que el marido de su madre, Steve, a quien siempre había creído su padre, no lo era; y cómo había experimentado una desesperada necesidad de encontrar un lugar propio, de sentirse aceptada.
Podía imaginar bien el dolor y la angustia de un niño al verse rechazado por su familia, las cicatrices que eso podría dejar en el hombre. Pero destruir a Leonardo y a Massimo después de tantos años… Eso no podía aprobarlo.
–Tienes que dejar de huir de mí, cara mia.
La voz grave y ronca le llegó desde el exterior, poniéndole la piel de gallina. No giró la cabeza porque se sabía débil y necesitaba protegerse con una coraza antes de mirarlo. Pero había llegado el momento de tomar una decisión.
–No me has dejado otra opción –contestó.
Incluso tras saber la verdad había deseado con todas sus fuerzas que hubiera algún error, que el hombre del que se había enamorado y con el que se había casado en secreto no fuera el mismo que pretendía destruir a aquellos a quienes ella amaba.
–Si me hubiera quedado en Bali, habríamos hecho el combate de boxeo que me pedías y te habría machacado, igual que tú has hecho con mi cerebro –añadió.
La risa de Vincenzo la envolvió. Se cuadró de hombros, pero nada que pudiera hacer la protegía del efecto que aquella voz tenía en ella. La química explosiva entre ellos había sido instantánea, abrasadora. Y no parecía que fuera a remitir aun cuando su corazón se retorciera en su dolorido pecho y su mente se rebelara.
–Será que me lo merecía.
–¿Crees que es así de simple? –dijo Alex, volviéndose–. ¿Que basta con que te grite o te dé una paliza para resolver las cosas?
Sus miradas se encontraron y el sosiego que Alex encontraba fascinante en la de él volvió a envolverla. Vincenzo le hacía pensar en una pantera con la energía y la violencia contenida, lista para atacar. Y aun así, al mirarlo, no cabía duda de lo que su alocado corazón y lo que su codicioso cuerpo anhelaban.
Carraspeó, avergonzándose de ser tan débil.
–Natalie ha pasado horas, arriesgándose a enfurecer a Greta, a Leo, e incluso a Massimo, para convencerme de que no eres un monstruo, que en el pasado tú fuiste la única persona que la protegió y ayudó cuando ella no podía darte nada a cambio.
–¿No te dijo lo que finalmente le pedí a cambio de todo lo que había hecho por ella?
–Te extraña que te defendiera. ¿Eres tan mala persona como dicen?
–No sabría decir si soy malo, princesa. Pero sí sé que no soy un héroe –dijo él, entrando en la amplia habitación.
Greta había hecho un gran esfuerzo cuando Alex llegó por crear un ambiente acogedor para ella. Cada milímetro de aquel dormitorio había sido el paraíso para la niña cuya madre le había roto el corazón en numerosas ocasiones.
–Creía que Massimo se había quedado los derechos de la lealtad de Natalie –dijo Vincenzo, tan bajo que Alex tuvo que esforzarse para entender lo que decía.
–Que lo que se siente por alguien pudiera anular lo que se siente por otra persona, simplificaría mucho las cosas; pero me temo que no funciona así.
Vincenzo alzó la cabeza y Alex supo que había mellado su armadura.
–He de admitir que no tengo demasiada experiencia ni con los sentimientos ni con las complejidades y dramas familiares. Así que, no, no sé cómo funciona. Pero si la lealtad de Natalie hacia mí te ha hecho dudar sobre mi reputación, tendré que agradecérselo. Aun así, no busques cualidades en mí que me rediman, cara. No olvides que soy el mismo hombre con el que te casaste.
La arrogancia de aquel comentario hizo reaccionar a Alex.
–¿Pretendes que olvide todo lo que les has hecho y siga contigo como si nada?
–¿Y si te dijera que he hecho todo esto –Vincenzo hizo un gesto que incluía la villa– solo porque soy un hombre de negocios sin escrúpulos que quiere liderar el centro financiero de Milán, y que BFI es el objetivo más obvio?
La luz dorada del atardecer acariciaba el rostro de Vincenzo como dos manos acariciadoras. Alex contuvo el aliento al ver por primera vez similitudes que no había percibido antes. Los ojos tan parecidos a los de Massimo; el gesto desdeñoso de sus labios, exacto al de Leo cuando algo lo contrariaba. Una miríada de detalles le aceleraron el corazón, golpeando su conciencia con la noción de que Vincenzo pertenecía a aquel lugar, el mismo que ella llamaba su hogar. Y su enfadó disminuyó.
–Que pienses que puede llegar a ser así de sencillo es una prueba de lo diferentes que somos.
–Muy bien. ¿Y si intentamos olvidarnos por un momento de todos ellos?
–Tú eres quien me ha implicado en esto.
–Nuestro matrimonio puede permanecer al margen de los Brunetti, Alessandra.
–No te entiendo, V. Puede que uno actúe así cuando se ha acostumbrado a jugar con la gente como si fueran piezas de ajedrez. Pero no puedes pedir que te sea leal mientras tú destrozas a los Brunetti. No sé cómo podríamos seguir adelante… cuando me has mentido
–Yo no te he mentido nunca.
–Vale, pues me ocultaste la verdad. Estoy intentando comprender qué sentiste de niño, por qué elegiste el camino de la venganza. Cómo una crueldad pasajera de Greta pudo herirte hasta…
–Yo no llamaría una crueldad pasajera a llamar a mi madre ramera y cazafortunas –dijo Vincenzo con una sonrisa amarga–. Por su culpa, crecí en la miseria. Mi madre sufrió un colapso emocional del que nunca se recuperó. Acabamos viviendo en la calle y ella sufrió una demencia temprana.
El corazón de Alex le golpeó el pecho y la angustia que vio en los ojos de Vincenzo disolvió su enfado. Aun así, hizo un último intento.
–Eso no es culpa de Greta.
–¿No? Que mi madre no pudiera seguir un tratamiento, que no tuviera acceso a la medicación, es culpa suya. Que ahora necesite atención médica veinticuatro horas al día es culpa suya –dijo Vincenzo, haciendo pensar a Alex en un animal herido–. Que su enfermedad la afectara hasta el punto de que no me reconoce es culpa suya.
–¿No te reconoce? –musitó Alex sintiendo que el corazón se le rompía por él. Y por sí misma.
Porque veía la posibilidad de atravesar aquel dolor y aquella rabia para llegar a él, porque intuía que sería imposible desviarlo del camino de destrucción en el que se había embarcado, puesto que su odio tenía raíces en una espantosa infancia.
Y si permanecía con él a pesar de los planes que tenía para aquellos a los que ella amaba, ¿en qué lugar la dejaba eso?
Vincenzo negó con la cabeza.
–Cree que sigo teniendo diez años. Su mente quedó congelada en ese año.
–¿Por qué